Prim/XXV
XXV
En Urda ya la columna, el General, sus amigos y la oficialidad se alojaron en el palacio, que parecía castillo. Los restantes acomodáronse en las dependencias, y a la tropa se le dio orden de acampar en el lugar más abrigado del monte, con permiso de hacer hogueras, cortando toda la leña que fuese menester. El General repartiría entre sus leales soldados la bucólica y la bebida fina que en sus bodegas y despensa guardaba. La juvenil alegría dio a los soldados increíble presteza para proveerse de combustible y encender buen número de fogatas. Los grupos, bulliciosos, se formaban, se descomponían y volvían a formarse por improvisadas o antiguas atracciones de amistad. Toda la loma próxima al castillo se convirtió en verbena, iluminada por las llamas y por el júbilo que encendía los corazones... No sintió poco el buen Clavería tener que aceptar alojamiento dentro del castillo. Rehusarlo sin que se trasluciera la causa de su desgana, no podía ser; y aunque Milans y Monteverde estaban en el ajo, y quizás el General, la dignidad no le permitía descubrir su flaco. Dispuso que Teresa vivaquease en un sitio que él designó, en los extremos del campamento; mandó arrimar el carro, encender una buena fogata, y se llevó consigo a Ibero para enviarlo luego con lo mejor que pudo encontrar: fiambres excelentes, botellas de Burdeos y Borgoña, y un palomino de añadidura.
Bien se le conoció a Teresa que era de su agrado el campamento nocturno con aire y toques de verbena, sin duda por ser cosa no esperada y novísima, contraria totalmente a las privaciones propias de un ejército en campaña. A pesar del frío, le causaba desazón el resplandor ardiente que en la cara recibía, y con la venia de su guardián se apartó al resguardo de unas retamas espesas, que eran cómoda pantalla frente a la hoguera. Quedaba, pues, la buena moza en una sombra agujereada, y así recogía un calor discreto cernido por los huequecillos de la planta. Allí fue Ibero para llevarle el pichón asado, un fiambre superior, galletitas sabrosas y vino de Burdeos. Todo esto en platos, con tenedores, cuchillos, vasos, y cuanto se necesitaba para cenar con limpieza, que así las gastaba el castellano de Urda con sus comensales, ya se albergaran en el castillo, ya camparan a la intemperie. Los soldados sabían prescindir de tales adminículos, empleando el desembarazado servicio de sus dedos. Retenido por Teresa, que quiso darle parte en todo lo que cenaba, Santiago se sentó a la sombra de las retamas, junto a la hermosa mujer, y observando que comía con mediano apetito, le dijo: «Bien se ve que va usted reponiéndose, y que todas aquellas tristezas y ganas de morirse se han ido quedando en las zarzas del camino. Por eso no hay cosa mejor que correr, correr por el mundo. Yo lo he probado.
-Lo que ves, Santiago, es la obra natural del tiempo, que cuando una quiere morirse, él no la deja, y es también efecto de los aires puros y del descanso... Pues aunque me veas animada y hasta de buen color, no pienses que mis penas se calman, ni que estoy menos desesperada que lo estaba en Villarejo... Del suceso de Tarancón me ha quedado remordimiento tan grande, que no sé cómo conllevarlo: no puedo echar de mi cabeza la idea de que Leal pareció por culpa mía; de que yo vine a ser quien le mató, pues muerte fue haberle dicho a mi madre dónde estaba escondido.
-Pero también me ha contado usted que el decirlo a su madre fue por un sobrecogimiento y terror de media noche. Esto le disminuye la culpa.
-No disminuye, Santiago, no y no -dijo Teresa, que al tiempo que comía con finura y boca chiquita, quiso presumir de conciencia muy escrupulosa-. Lo que yo siento más es que Jesús Clavería, en vez de llevarme en la columna, llamando la atención y dando qué hablar a la tropa, no me dejara en donde yo pudiera confesarme...
-¡Lástima que no traigamos castrense!
-Mientras yo no le cuente a Dios este gran delito, no se me aliviará la conciencia, ni tendré paz en mi alma. Pero si yo le dijese a Clavería que me dejara ir a confesarme a Toledo, donde hay más curas que longanizas, me soltaría cuatro ternos, y tendríamos un disgusto».
En este punto de la conversación, los pensamientos de ambos interpusieron una pausa, que cortó Ibero después de comer un bocadito y rascarse la oreja. «A mí me ha enseñado mi maestro don Ramón Lagier -dijo-, que cuando tenemos el alma pesarosa, por culpas cometidas, no debemos esperar a encontrar cura, pues para esto cualquier persona natural es cura... o como quien dice, que el sacerdocio no debe ser oficio de unos cuantos, sino función de todos...
-¡Valientes disparates te ha enseñado tu don Ramón!... ¡Confesarme con Juan o Pedro!... ¡Bonita religión me gastas, chico! Y todo es para decirme con rodeos que me confiese contigo.
-No le digo tal cosa. Pero si quiere referirme sus pecados, los oiré.
-Mis pecados ya los sabes; los sabe todo el mundo, porque no soy hipócrita, y tengo mi conducta por todos lados abierta, para que la fisgoneen los ojos amigos y enemigos... Dime de ellos todo lo que se te ocurra, clérigo sin misa... Y de mis remordimientos por la muerte de Leal, ¿qué me dices?
-Pues antes de decir lo que pienso, he de saber si usted quería, si amaba con verdadero amor al hombre muerto por la Guardia civil».
Perpleja dejó Teresita en el plato el pedazo que comía, que era de lengua escarlata, y soltó la suya para decir sin gran timidez: «Amor... lo que amor se llama, no sentía yo por él... Ese sentimiento es raro, y sólo una vez en la vida o de tarde en tarde lo sentimos... ¿Entiendes tú de eso, o es menester que yo instruya a mi confesor? Amor no se puede tener a muchos hombres uno tras otro... se tiene, cuando Dios lo manda, por uno, por cualquiera, a veces por el que parece menos digno... No sé si me entenderás; eres un inocente... Pero si ese amor no lo sentía yo por Jacinto, la estimación en que yo siempre le tuve era muy grande. Él fue mi sostén largo tiempo, y atendió a mis necesidades con largueza; él me cuidó en mi enfermedad como si fuera yo su esposa o su hija... ¿Qué dices, tonto? ¿Por qué miras al suelo?... ¿Buscas en él una respuesta que te habrán escrito los espíritus? Tú no entiendes de amor, Ibero, y es tontería que quieras meterte a médico de las almas».
Distraídos por la bullanga que alegraba el campamento, suspendieron su conversación. Los soldados reían y cantaban, improvisando coplas, y junto a la hoguera que daba demasiado calor a Ibero y Teresita, un despabilado húsar soltó este cantar, que cayó en gracia y fue corriendo de boca en boca por toda la columna: «Con Prim a la cabeza, -y el brigadier Milans, -BAILÉN y CALATRAVA -a la victoria irán». A la madrugada, el cansancio y las libaciones apagaban el entusiasmo alegre. Callaban una tras otra las voces, absorbidas por el sueño, y las últimas que se anegaron en el silencio fueron las de la gente adyecticia de ambos sexos, cantineros y arrimados. Esta cola de la cola vivaqueaba lejos de Teresita, que al sentar sus reales pidió ser colocada distante de la patulea... Preguntole Ibero si quería recogerse a su carro, y ella contestó que no tenía sueño; que con las cosas que él le dijo, la conciencia se le había puesto en mayor alboroto. Opinó Santiago que debía esperar consuelo del tiempo y de una vida de rectitud, a lo que asintió Teresa diciendo: «Si logro hacerme a la moralidad y a la modestia, Dios me perdonará... y también me perdonará Leal, ya esté en el Purgatorio, ya esté en el Cielo.
-Se encuentra -afirmó Ibero con viveza-, en la infinidad del Universo, donde los seres que en cuerpo aborrecieron, en espíritu se adornan de bondad y perdonan...
-Ahora recuerdo -dijo Teresa como sorprendida de su flaca memoria-, que crees en esa religión, o en esa magia de los espíritus...». Viendo a Ibero afirmar con la cabeza, prosiguió así: «Los cuerpos se descomponen, y los espíritus van y vienen... moran en el cielo, en el aire, o en lo que no es el aire; vuelven acá cuando les da la gana, andan entre nosotros, y ven lo que hacemos y oyen lo que decimos... ¿No es eso?...». Nuevas afirmaciones de Ibero con la cabeza. Teresa se levantó bruscamente murmurando: «Por Dios, no me digas esas cosas, que me dan mucho miedo... ¡Los espíritus aquí, volando entre nosotros por esta obscuridad, entre estas breñas!... ¡Y vendrán, y me tocarán... tocar no, porque no tienen manos, no tienen cuerpo...! ¡Jesús, Virgen Santísima, amparadme... defendedme de los espíritus!... ¡Ay, qué miedo! Que se vayan al Cielo, al Purgatorio, y me dejen en paz». Desoyendo lo que Ibero le decía para tranquilizarla, se apartó de la hoguera, por entre retamares más cerrados y laberínticos. Tras ella fue Santiago; pero el temor de asustarla le mantuvo a corta distancia.
Teresa entonces alzó la voz llamándole: «Santiago, acércate; no me dejes sola. Sola tengo más miedo... Por aquí hay espíritus. ¡Oh, qué miedo! Yo no los veo; pero ellos me ven a mí... yo siento que me ven». Llegose Ibero, y la cogió de una mano suavemente para volverla a donde antes estuvieron. En los matorrales penetraba la luz de la luna por aberturas y huequecillos de las formas más irregulares. Masas de vegetación se iluminaban fantásticamente, y otras quedaban en sombras angulosas, extravagantes, trágicas, burlescas... Aterrada, se llevó Teresa la mano a los ojos, dejándose conducir por Ibero como un ciego por su lazarillo... «Tengo mucho frío... El terror me ha dejado helada -le dijo cuando llegaban junto a la hoguera-. Déjame sentar aquí un rato... Toca mis manos... son hielo... Como hablábamos de espíritus... No: era yo quien hablaba, y tú decías que sí con cabezadas... Pues me pareció que andaban detrás y delante de mí... Ahora mismo, si cierro los ojos, los veo... no es ver precisamente, es sentirlos... y también, créemelo, oí como suspiros... ruido de pasos por el aire, ruido de gasas que rozaban con los espinos... No sé, no sé... Lo que más me aterra, Santiago, es sentir detrás de mí a Leal, y oír que me dice... 'Perra, por ti me mataron'. Siempre me llamaba perra cuando se ponía furioso...
-Todo ese terror -le dijo Ibero-, es imaginación o sobresalto nervioso, y nada tiene que ver con el Espiritismo... Yo no puedo explicar a usted ahora lo que creo, lo que mi maestro me enseñó, y lo que he podido experimentar yo mismo. No se puede enseñar eso sino a las personas dispuestas a creer y que están con el ánimo sereno. A los medrosos y a los incrédulos no hay manera de aleccionarlos. Hablemos de otra cosa».
La hoguera sin llamas era ya un gran rescoldo en que relucían las brasas con esplendor decadente, rodeadas de tizones humeantes. Dormían los soldados a la larga o en posturas insólitas. Teresa, sentada, los codos en las rodillas, y el rostro en la palma de una mano, miraba las brasas, buscando en los cambiantes del fuego entre cenizas signos de un lenguaje desconocido, y por desconocido interesante. Alzando de pronto sus miradas al cielo, hizo la observación de que la claridad de la luna quitaba su brillo a las estrellas, y apenas se veían pestañeando las más grandes. «Sin verlas -dijo Ibero-, yo sé dónde están todas las que conocemos y estudiamos. Mi maestro me ha enseñado el cielo y yo me lo sé de memoria; puedo decir en cada estación y en cada mes y en cada día: 'Ahí está tal constelación, tal estrella'. Vea usted, Teresa, y apréndalo si quiere, que este libro del firmamento enseña más que todos los que hay en la tierra estrellados de letras de molde... Aquí, sobre nuestras cabezas, tenemos la Cabra: se ve bien clara. Más abajo, los Gemelos. A la derecha, cayendo ya hacia Occidente, tiene usted a Orión, la gala del cielo; encima el Toro, y debajo el Can Mayor. Brilla tanto, que parece que nos sonríe y que nos habla... Mire más arriba, y verá el Can Menor, que también es una señora estrella, y allá por el Este tenemos al León y su estrella mayor, que llaman Régulus... Si la noche fuese obscura, le enseñaría a usted más maravillas... Eso que usted ve, estrellas grandes y otras tan chicas que parecen polvo, ¿qué es, Teresa? Pues un sinfín de soles, cada uno con mundos o planetas que los acompañan. Eche usted mundos... Pues en todos hay habitantes, personas o seres, humanidades que en el más allá de los infinitos más allá, serán tal vez divinidades.
-¡Cuánto sabes!- dijo Teresa con franca admiración.
-Todo me lo enseñó el capitán, que es el gran maestro... Diré a usted, señora, para que me conozca bien, que cuando me escapé de la casa de Nájera para lanzarme al mundo, iba yo con mi cabeza llena de aquel viento que saqué de los libros de Historia que leí... ya se lo he contado. Llevaba yo la idea de ser un héroe como aquellos que me trastornaron con sus proezas increíbles. Yo no me contentaba con menos que con hacer otra vez la conquista de Méjico, sirviendo al lado de Prim, o luchando solo y por mi cuenta, que hasta esto llegaba mi desatino. Pero aquella bomba de jabón reventó, ¡plaf! aire, nada... Vinieron mis desgracias, trabajos y miserias a quitarme las ideas de guerra y de hazañas estrepitosas... Y lo peor fue que reventado y caído, no se me abrió el entendimiento a otras ideas, a pensares distintos del matar gente y meter bulla en el mundo. Como un idiota estaba yo cuando me cogió el capitán Lagier, y sobre aquel terreno baldío de mi idiotismo fundó el maestro su enseñanza. Aprendí a conocer, primero el mar y el Cielo, después algo de nuestras almas...
-¡Cuánto sabes! -repitió Teresa, elevándose más en la admiración-. Bien se ve que has leído. Ya me figuraba yo que había más mundos que este en que estamos; pero no creía que fuesen tantos, tantísimos... Como que no hay matemática ni ringlera de números en que puedan caber... ¿Y las personas que hay en ellos, son como nosotros, o son los espíritus? Cuerpos habrá también allá, y muerte habrá; y si del nacer nacen los cuerpos, del morir nacen los espíritus que van y vienen, vienen y van... Esto la vuelve a una loca. ¿A ti, Santiago, no te trastorna el pensar en esto?
-No, porque yo empiezo por reconocerme de una pequeñez tal, que no hallo cosa bastante chica con qué compararme. Pero chico y todo, invisible de puro chico, sé que mi pensamiento es parte del pensamiento total, y que un querer mío o un sentimiento mío no están aislados del sentir y del querer que envuelven toda esa masa de mundos vivos...».
Para comprender tan sutil sabiduría, hizo descomunal esfuerzo de sutileza el pensamiento de Teresita; mas antes de llegar a la receptividad mental que deseaba, le salió de toda el alma nueva onda de admiración. Nunca había oído cosas tan bellas y grandiosas como las que Ibero le decía; nunca vio tanta convicción en las ideas, unida a tanta sencillez en la manera de expresarlas, y por esto, y por la admirable rectitud y dignidad que Ibero ponía siempre en sus actos, entendía que era un hombre extraordinario, excepcional, tal vez único en el mundo.