Profundidad y superficie
Cuando se repite la frase «los árboles no nos dejan ver el bosque», tal vez no se entienda su riguroso significado. Tal vez la burla que en ella se quiere hacer vuelva su aguijón contra quien la dice.
Los árboles no dejan ver el bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe. La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro de un bosque.
La invisibilidad, el hallarse oculto no es un carácter meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al verterse sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva. En este sentido es absurdo — como la frase susodicha declara — pretender ver el bosque. El bosque es lo latente en cuanto tal.
Hay aquí una buena lección para los que no ven la multiplicidad de destinos, igualmente respetables y necesarios, que el mundo contiene. Existen cosas que, puestas de manifiesto, sucumben o pierden su valor y, en cambio, ocultas o preteridas llegan a su plenitud. Hay quien alcanzaría la plena expansión de sí mismo ocupando un lugar secundario, y el afán de situarse en primer plano aniquila toda su virtud. En una novela contemporánea se habla de cierto muchacho poco inteligente, pero dotado de exquisita sensibilidad moral, que se consuela de ocupar en las clases escolares el último puesto, pensando: «¡Al fin y al cabo, alguno tiene que ser el último!» Es ésta una observación fina y capaz de orientarnos. Tanta nobleza puede haber en ser postrero como en ser primero, porque ultimidad y primacía son magistraturas que el mundo necesita igualmente, la una para la otra.
Algunos hombres se niegan a reconocer la profundidad de algo porque exigen de lo profundo que se manifieste como lo superficial. No aceptando que haya varias especies de claridad, se atiende exclusivamente a la peculiar claridad de las superficies. No advierten que es a lo profundo esencial el ocultarse detrás de la superficie y presentarse sólo a través de ella, latiendo bajo ella.
Desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle es, a mi juicio, el verdadero pecado capital, que yo llamo pecado cordial, por tomar su oriundez de la falta de amor. Nada hay tan ilícito como empequeñecer el mundo por medio de nuestras manías y cegueras, disminuir la realidad, suprimir imaginariamente pedazos de lo que es.
Esto acontece cuando se pide a lo profundo que se presente de la misma manera que lo superficial. No; hay cosas que presentan de sí mismas lo estrictamente necesario para que nos percatemos de que ellas están detrás ocultas.
Para hallar esto evidente no es menester recurrir a nada muy abstracto. Todas las cosas profundas son de análoga condición. Los objetos materiales, por ejemplo, que vemos y tocamos, tienen una tercera dimensión que constituye su profundidad, su interioridad. Sin embargo, esta tercera dimensión ni la vemos ni la tocamos. Encontramos, es cierto, en sus superficies alusiones a algo que yace dentro de ellas; pero este dentro no puede nunca salir afuera y hacerse patente en la misma forma que los haces del objeto. Vano será que comencemos a seccionar en capas superficiales la tercera dimensión: por finos que los cortes sean, siempre las capas tendrán algún grosor, es decir, alguna profundidad, algún dentro invisible e intangible. Y si llegamos a obtener capas tan delicadas que la vista penetre a su través, entonces no veremos ni lo profundo ni la superficie,, mas una perfecta transparencia, o, lo que es lo mismo, nada. Pues de igual suerte que lo profundo necesita una superficie tras de que esconderse, necesita la superficie o sobrehaz, para serlo, de algo sobre que se extienda y que ella tape.
Es ésta una perogrullada, mas no del todo inútil. Porque aún hay gentes las cuales exigen que les hagamos ver todo tan claro como ven esta naranja delante de sus ojos. Y es el caso que, si por ver se entiende, como ellos entienden, una función meramente sensitiva, ni ellos ni nadie ha visto jamás una naranja. Es ésta un cuerpo esférico, por tanto, con anverso y reverso. ¿Pretenderán tener delante, a la vez el anverso y el reverso de la naranja? Con los ojos vemos una parte de la naranja, pero el fruto entero no se nos da nunca en forma sensible: la mayor porción del cuerpo de la naranja se halla latente a nuestras miradas.
Ni hay, pues, que recurrir a objetos sutiles y metafísicos para indicar que poseen las cosas maneras diferentes de presentarse; pero, cada cual, en su orden, igualmente claras. No es sólo lo que se ve lo claro. Con la misma claridad se nos ofrece la tercera dimensión de un cuerpo que las otras dos, y, sin embargo, de no haber otro modo de ver que el pasivo de la estricta visión, las cosas o ciertas cualidades de ellas no existirían para nosotros.