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Puesta de sol (Viana)

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Puesta de sol
de Javier de Viana

Sinforoso y Candelario eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuentos, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recoger la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivando fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

¿Qué podían decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, deciendo "nada", lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito.

El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando. Sinforoso y Candelario, charlaban.

–Ta dura la tierra.

–Asigún.. pal bajo no'stá mal.

–Pal canadón va precisar tres fierros por qu'está plagao de abrojos.

–¿Y en lo alto?... La chinchilla d'ascol ... ¿No está medio frión?...

–No, tuavía está güeno... ¡Pucha! Los bichos coloraos m'están comiendo!...

–Frieguesé con caña.

–Se m'acabao. Pue que mañana vaya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré pa bajarle la panza.

–Ta medio pesao.

–Dejuro, de ocioso... Tengo ganas üe firmarlo en la penca'e Palacios...

–Dejuro.

–¿Pero entonces es la marca vieja, la de pescao con raya abajo?

–Sí, pues. La marca'e ña Rosaura, que jué quien me regaló el potrillo.

–¿Vive entuavía na Rosaura?

–No, murió hace como tres años... ¿Vamo arrimar los bancos, un poco p'ayá? S'está haciendo escuro.

–Vamo.

En el fondo del galpón, empezaban a instalarse las sombras. Las pilas de cueros lanares de un lado y las pilas de cueros vacunos de otro, parecían mirarse, echándose recíprocamente en cara sus rigideces de cosas muertas que habían sido ropajes de cosas vivas. En medio, junto a un muro sin revoque, blanqueado por las llamas, rojeaba débilmente el fogón, y al frente, a través del ojo vacío de la puerta, se divisaba el campo, infinito, en el infinito poder de la visual humana. Las últimas luces parecían escapar con premura, cual si hubieran tocado llamada en un punto dado del horizonte...

–Si, yo creo que Tiburclo anda medio enriedao con Agapita.

–El caso es qu'ella cabestree. Ño Luis, no mira bien el enriedo.

–Esta mañana vide en el campo un novillo marca'e ño Luis.

–¿Un ternero medio corneta?

–El mesmo.

–Yo también la vide antiyer... ¿Vamos arrimar los bancos más p'ayá?...

–Arrimemos...

–Pues... el novillo ese dentra puel portillo el bañao.

–Yo se lo dije al patrón, que allí estaba caído... Pa mi qu'es Patricio que lo voltea pa dir a visitar a la china Nicolasa... ¿Vos no hayas qu'es fiera la china Nlcolasa?

–Como asau de paleta.., ¿Vamo arrimando pal portón? Ya no se ve ni la boca'el mate.

–Arrimemo.

–Ta medio lavativa.

–Dale guelta.

–Es al nudo, esta yerba es flojaza. Casi noche.

En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre nubes azules. Sobre la inmediata cuchilla, las lecheras, echadas, rumiaban. Silbando lastimeramente, las perdices hembras trotaban, apresuradas, en busca de la masiega, donde piaba la prole. A la puerta de las cuevas, las lechuzas abrían sus grandes ojos noctámbulos, golpeaban el pico y gritaban, quien sabe por qué, quien sabe a quién.

–¡Chus, chus!... Chus. Chus!...

El overo del piquete, atado a soga, cerca de las casas, pacía filosóficamente, sin imaginarse que en ese momento, su frente blanquecina, se habla maquillado, ofreciendo una coloración verdirroja. De cuando en cuando, en su atolondramiento de bohemio, gritaba un tero. A lo lejos relinchaba un caballo, y allí cerca, oíase el ruido de las gallinas acomodándose en los barrotes del gallinero. Desde el brete baló un ternero. Por delante de la puerta del galpón pasó un perro con la cabeza gacha, la cola caída, perezosos, cansada de no haber hecho nada en todo el día.

Desde la cocina, un olor a asado llegaba hasta el galpón. Y en tanto la luz se iba zambullendo en la laguna del poniente.