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estrecho de magallanes

tratado con su habitual hospitalidad desinteresada. Separáronse de ellos por haber ocurrido cierto incidente desagradable, y se encaminaron a Puerto del Hambre con la esperanza de hallar algún barco. Diré que eran dos perdularios vagabundos; pero nunca he tropezado con gente de aspecto más miserable. Habían pasado varios días comiendo sólo mejillones y bayas, y sus andrajosos vestidos estaban quemados a causa de haber dormido muy cerca de las hogueras. Noche y día hubieron de estar expuestos a las inclemencias del tiempo, con sus incesantes turbonadas de lluvia, celliscas y nieves, a pesar de lo cual gozaban de buena salud.

Durante nuestra permanencia en Puerto del Hambre, los fueguinos vinieron dos veces, y nos abrumaron con sus gritos y peticiones. Teníamos en tierra muchos instrumentos, ropas y hombres, por lo que se creyó conveniente ahuyentarlos. Al efecto se dispararon algunos cañones de gran calibre, cuando los salvajes se hallaban todavía a gran distancia. Los estuve observando con un anteojo de larga vista, y daba risa verlos coger piedras y, con ademanes provocativos, lanzarlas en dirección al barco, no obstante hallarse éste a milla y media de ellos; pero así lo hicieron siempre que sonaba el estampido de un disparo y la bala botaba en el agua. Se envió un bote con orden de hacer algunas descargas de fusil contra los grupos. Los fueguinos se ocultaron detrás de los árboles, y a cada disparo del bote contestaban con una lluvia de flechas, pero todas se quedaban cortas; el oficial reía al apuntarlos. Esto los puso frenéticos de rabia, y se desahogaron a su modo, sacudiendo los mantos en vana furia. Al fin, viendo que las balas tronchaban las ramas y chocaban en los troncos que los protegían, huyeron y nos dejaron en paz y tranquilidad. En este sitio mismo nos molestaron mucho los fueguinos durante el primer viaje, y para asustarlos tuvimos que