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—Entonces un traje de bandido. Un ancho sombrero, un puñal...

—¡Un puñal! Eso me pareció de perlas. Por desgracia, el bandido cuyo traje me dió el peluquero no debía de haber cumplido aún la edad legal. Tengo razones para suponer que era un niño perezoso de ocho años todo lo más. Su sombrero ni siquiera llegaba a cubrirme la nuca, y costó gran trabajo desembarazarme de sus pan talones de terciopelo, en los que quedé preso como en una trampa.

El traje de paje lo rechacé porque estába lleno de manchas, como la piel de un tigre.

El traje de fraile estaba estropeadísimo.

—¡Bueno!—decíanme mis compañeros—. Despáchate, ya es tarde.

Sólo quedaba un traje, el de mandarín.

—¿Qué vamos a hacerle? ¡Démelo usted!— acepté, completamente desesperado.

Y me dieron el traje de chino.

Era una cosa horrible. No hablaré del traje propiamente dicho, de las imbéciles botas de color, demasiado chicas para mí y en las que mis pies sólo entraban a medias; tampoco hablaré del pedazo de tela roja colocado como una peluca en mi cabeza y sujeto con hilos a mis orejas, que, levantadas por los hilos, parecían las de un murciélago.

No, no hablaré del traje; pero de la careta...

¡Qué careta, Dios mío!

Era, si me es dable expresarme así, una fisono-