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chebuena. Todo el mundo se divierte hoy. ¡Divirtámonos también nosotros!

—¿Pero cómo?—preguntó tristemente uno de los compañeros.

—¿Pero dónde?—preguntó otro.

—¡Disfracémonos y vayamos, una tras otra, a todas las soirées—propuse yo.

Y la tristeza de mis compañeros desapareció como por encanto. Se llenaron de una alegría loca. Gritaban, saltaban, cantaban. Me daban las gracias y contaban el dinero de que disponían.

Media hora después nos dedicábamos a recoger por la ciudad a todos los estudiantes solitarios que se aburrían. Cuando éramos ya diez, todos unos diablos, locos de alegría, nos dirigimos a casa de un peluquero que alquilaba disfraces, y llenamos su salón frío de juventud y de risa.

Yo necesitaba algo sombrío, bello, con un matiz de tristeza graciosa.

—¡Deme usted un traje de hidalgo español!—le dije al peluquero.

Debía ser un hidalgo muy alto, porque su traje me envolvió como un saco de pies a cabeza, y me sentía en él terriblemente aislado, como en un vasto salón desierto.

Cuando salí de aquel traje le pedí al peluquero otra cosa.

—¿Quiere usted un traje de clown, con muchos colorines y con cascabeles?

—¡De clown!—exclamé con desprecio—. ¡No, eso no!