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los de un ser que empezaba a vivir. El también había olvidado su vida presente y la que le esperaba; había olvidado a su padre triste y sin ventura, a su madre brutal y malévola; había olvidado las injurias, la crueldad de los hombres, las humillaciones y los sufrimientos. Sus sueños no tenían formas concretas, eran confusos, vagos; pero por eso mismo turbaban más profusamente su alma. Diríase que el angelito concentraba en sí toda la belleza de la vida, toda la melancolía y todas las esperanzas del alma humana, y por eso exhalaba una luz tan suave y divina y se estremecían sus alitas transparentes de cigarra. El padre y el hijo no se veían uno a otro. Agitaban sus corazones emociones distintas; pero había algo que unía sus almas y anulaba el abismo que separa a los hombres y hace de ellos unos seres tan aislados, tan débiles y tan miserables.

El padre apoyó inconscientemente la mano en el cuello del hijo, cuya cabeza, inconscientemente también, se apoyó en el pecho enfermo del padre.

—¿Te lo ha dado ella?—murmuró el padre, sin apartar los ojos del angelito.

En otra ocasión, Saohka hubiera respondido rudamente que no; pero entonces sus labios mintieron sin violencia alguna.

—¡Naturalmente, ella!

Ambos se callaron.

Oyóse un ruido sordo en la habitación inmediata: la campana del reloj contaba, con sones como martillazos, las horas: una, dos, tres...