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COMO GUSTÉIS.

Orlando.—Vuestra habla parece más refinada que la que puede adquirirse en tan remota habitación.

Rosalinda.—Muchas personas me lo han dicho. Un anciano y devoto tío mío, me enseñó á hablar. Había sido cortesano en su juventud, y conocía demasiado las cosas de la corte, como que allí se había enamorado. Muchas veces le oí disertar contra el amor, y doy gracias á Dios de no ser mujer, por no verme manchado con las liviandades y defectos que echaba en cara á todo el sexo.

Orlando.—¿Podríais recordar algunos de los mayores males de que acusaba á las mujeres?

Rosalinda.—Ninguno era mayor, sino tan parecidos é iguales todos como los ochavos. Cada pecado parecía monstruoso, hasta que venía á igualarlo el inmediato.

Orlando.—Ruégote que repitas algunos.

Rosalinda.—No: no desperdiciaré mi remedio dándolo á quien no está enfermo. Por ahí anda un hombre que vagabundea en el bosque, maltrata nuestras plantas tiernas grabando Rosalinda en sus cortezas; cuelga odas en los espinos y elegías en las zarzas, y todo con el propósito de divinizar el nombre de Rosalinda. Si tropezara yo con este visionario, le daría un buen consejo, porque parece que le aqueja la fiebre cuotidiana del amor.

Orlando.—Soy yo quien está tan enfermo de amor y os suplico me digáis vuestro remedio.

Rosalinda.—No veo en vos ni siquiera una de las señales que decía mi tío. Él me enseñó á conocer á los enamorados, y de seguro que no estáis aprisionado en su jaula de mimbres.

Orlando.—¿Qué señales eran esas?

Rosalinda.—Mejillas enjutas, que no tenéis; ojos ojerudos y hundidos, que no tenéis; espíritu esquivo, que no tenéis; una barba descuidada, que no tenéis.—