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su rostro una expresión infantil; sus ojos pardos, velados por largas pestañas y que brillaban de un modo tan particular; los hoyuelos de sus mejillas cuando reía; su naricita ñata y de expresión zafada y luego aquel lunar pequeño que tenía entre la comisura, izquierda de su labio inferior y la barba.

Ese lunar fué el que me enloqueció; él y sólo él fué el autor de mi aventura desgraciada.

La tarde que llegó a la quinta llamóme mi madre y enseñándome a ella le dijo, mientras yo colorado hasta las orejas no me atrevía a mirarla y disimulaba mi bochorno manteniéndome tieso como una estaca.

— ¡Ese es Francisco... el mayor!

— Un bonito muchacho... ¡Vén, dáme un beso!

Me aproximé a ella y confuso le retribuí el que me diera y al recibirlo en los lábios, sentí que me dejaba un gusto tan encantador como grande fué el aumento de mi turbación.

Aquella frase «un bonito muchacho» me cantaba en el oído con tanta dulzura cuanto que estaba habituado a ser objeto de pullas por mi deliciosa fealdad.