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A LA LAGUNA NEGRA

ninguna nube, parecia de muerte. Todo era monótono i silencioso. Ningun grito, ningun murmullo se dejaba oir, era un cementerio. Apénas si, de sitio en sitio, algun cóndor retardado roía todavía los últimos despojos de una res, caida de cansancio o de hambre, i cuyo blanco esqueleto iria a unirse mas tarde a tantos otros para jalonear los bordes del sendero i los precipicios.

Pasado el primer cerro, seguimos, siempre ascendiendo i ahora de una manera harto visible, como lo demostraba la fatiga, causada, no tanto por el trabajo de ascencion, como por la rarefaccion de la atmósfera.

Cuando se liega a una altura un- poco considerable, dice Saussure, la ascension se convierte en una ruda labor. Los movimientos i la respiracion se hacen estremadamente difíciles, a medida que mas se sube. Llega un momento en que el viajero se ve obligado a reposar a cada instante. En la cuesta de los Piuquenes tuvimos ocasion de esperimentar lo que dice el sabio ascensor de los Alpes, siendo de notar que, en el campamento que acabábamos de dejar, nos fué aun mas sensible esa opresion, teniendo, a cada bocado, que tomar aliento.

A la vuelta de cada recodo i hasta a cada diez pasos, nos veíamos obligados a detenernos, agobiados por la fatiga, de la que tambien participaban nuestras cabalgaduras.

La rarefaccion del aire hace cada vez mas fuerte esa opresion, las fuerzas musculares se agotan con estremada prontitud i el corazon salta como si qui-