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eran la personificación del desorden; por la mañana bebían, por la tarde dormían, por la noche velaban. Eran pobres como ratas de iglesia; pero en los huecos de sus ventanas se alineaban, cómo las pesas en una balanza, botellas de vodka de todos tamaños; colgaban en la pared, de sendos clavos, un tamboril y una guitarra; sobre la mesa se veía un hermoso acordeón. Una noche, cerca de la una, el servio Rayko Vukich, otro estudiante hospedado en el «Polo Norte», recorrió los pasillos tocando el tamboril, y los numerosos huéspedes que a aquella hora estaban durmiendo se levantaron asustados, creyendo que se había declarado un incendio. Desde entonces, todas las noches, Sergio, el camarero del piso, confiscaba, en cuanto sonaban las once, el tamboril y lo devolvía por la mañana, al entrarles a los dos amigos el desayuno, consistente en una o dos botellas de cerveza. Vanka Kostiurin, que se despertaba de mal humor, lo cogía y tamborileaba una marcha fúnebre, mientras Panov lucía sus dotes de acordeonista tocando un can-can. Así comenzaban el día. Chistiakov consideraba aquella vida el summum de lo absurdo y lo estúpido.

—¡Aquí está el extranjero!—gritaba Vanka Kostiurin al verle entrar.

Los demás estudiantes se echaban a reír; con sus largos cabellos, su blusa azul, su pronunciación dulce, indolente, Chistiakov no tenia ni la más leve apariencia de extranjero.

Sus compañeros, de cuya vida se hallaba siempre como al margen y cuyas diversiones no compartía, no le miraban con buenos ojos. Su actitud entre ellos