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e interpretaba sus órdenes de una manera tan fantástica, que los demás asistentes se desternillaban de risa. Luego de beberse otra copa, el capitán se fué al cuartel, dejándole la llave al ama de la casa, que vivía en el piso de al lado.

Cuando se retiró, ya cerca de la media noche, Kukuchkin no había vuelto aún.

Y a la noche siguiente, no mucho antes de la hora a que debían ir los invitados, seguía el asistente sin aparecer por la casa.


II


Guardada la lista de bebidas y comestibles en la ancha manga de su capote, salió Kukuchkin a la calle. El frío intenso le hizo acelerar el paso, de ordinario lento, tan lento, que había sido uno de los motivos de que hasta cierto punto se le desmilitarizase. El vodka que había bebido no había disipado su mal humor. Como tropezase, al doblar una esquina, con una vieja, en vez de disculparse la envió a los infiernos. Luego tuvo una seria agarrada con un cochero, cuyo caballo había estado a pique de atropellarle.

Todo cuanto veía provocaba sus protestas o sus sarcasmos. Y las gentes en cuyo rostro se pintaba la alegría de vivir despertaban en su corazón un odio africano.

«¡Cerdo!—gruñó al ver, en su trineo, a la puerta de una tienda de ultramarinos, a un señor rodeado de paquetes—, ¡Cerdo! ¡Comilón!»

Le parecía injusto e ilógico que el capitán le obli-