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Por una extraña asociación de ideas, pensó en Kukuchkin. Kukuchkin le quería. Pero ¿qué había hecho él para merecer su cariño?... Kukuchkin...

El capitán se levantó, cogió el quinqué y, con paso no muy firme, se dirigió a la cocina.

El asistente, tendido en el banco, dormía, colgante una mano, casi tocando al suelo, y en la otra la bota. Estaba muy pálido.

Nicolás Ivanich no le había visto nunca dormido. No se había fijado nunca en las ligeras arrugas de aquel rostro afeitado, que le parecía desconocido, pero más simpático que el que veía siempre, pues era el verdadero, el natural, el humano...

Volvió de puntillas a su cuarto y miró, asombrado, en torno suyo: parecíale que tampoco el cuarto era ya el mismo.

Media hora después se le oyó gritar:

—¡Kukuchkin!

Su voz ronca sonaba de un modo nuevo, extraño.

Kukuchkin abrió los ojos, se levantó y entró, con paso tímido, en la habitación de su señor, cuyas órdenes esperó inmóvil, la cabeza baja, a corta distancia de la puerta.

«¿Y yo me he enfurecido con este pobre hombre?», pensó el capitán. Y repitió:

—¡Kukuchkin!

Los dedos del asistente se agitaron.

—¿Has robado el dinero?

-Sí...

—Habrá que denunciarte...

— Mi capitán: ¡no me pierda usted!