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en sus grietas inexpugnables, chillan cuando pasamos al pie de ellas.

La vuelta que he mencionado ayer, en el punto donde están los trozos transportados, nos detiene algún tiempo por estar casi inundada y por formar el río una curva tan pronunciada, que aparentemente desciende del este. A las doce la cruzamos y a una milla de distancia al oeste, nos detenemos para tratar de cazar unos guanacos que se presentan en la orilla sur, y que, muy confiados, nos miran con curiosidad. Herido uno de ellos, nos da gran trabajo para agarrarlo y cuando no puede disparar más que los que lo perseguimos a pie, se arroja al río y puede cruzarlo, muriendo frente a la barranca del norte.

A las cuatro de la tarde, los que vamos tirando de la cuerda que remolca el bote, divisamos el lago, en momentos en que hacemos grandes esfuerzos para cruzar un rápido producido por el derrumbe de un barranco elevado. La alegría rebosa y se refleja en nuestras caras. Rozando las piedras donde las aguas furiosas se estrellan, adelantamos por entre enmarañados matorrales hasta un pequeño remanso, donde al cuidado de los marineros, dejo amarrado el bote, mientras Moyano, Estrella y yo, vamos por tierra en busca del punto por donde debemos hacer nuestra entrada al lago.

Todo nos halaga: el día baña con luz nítida, las aguas tranquilas o agitadas contra las rocas; el sol brilla en todo su esplendor purpureando las quebradas lejanas y dorando las crestas con sus rayos. La vista se recrea y el corazón se expande, y para que el regocijo sea completo, encuentro bajo una hermosa mata de calafate, de la cual cuelgan los más exquisitos frutos de esta clase que he conocido, algunos cuchillos de piedra. El antiguo patagón también ha tenido la suerte de admirar este majestuoso panorama; sus cacerías han tenido lugar ante él.