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15 de diciembre.—Lúnes por la mañana, levantamos el campamento, i nos encaminamos hácia el lago de Todos los Santos. El tiempo estaba nublado: andubimos primero como cinco quilómetros por una playa formada de esta arena fina, negra i compacta, despues otro tanto por sobre trozos de lava. El valle del Petrohue se va angostando mas i mas; se estrecha de tal manera que nos vimos obligados a tornar a la izquierda, por el lecho de otro torrente que baja del volcan; caminamos como un quilómetro i volvimos a tomar por un terreno árido la direccion del lago; bajando hácia el Sud-Este, despues de haber atravesado un bosquecillo, nos encontramos a dos o tres cientos metros mas arriba de la salida del Petrohue, en el lugar en donde, algunos años ántes, habia acampado el desgraciado Muñoz Gamero: allí encontramos su embarcacion, pero completamente dislocada; mandé cortar un pedazo, con la intencion de enviarlo a su madre; triste recuerdo, pero precioso para el corazon de una madre que fué privada de su hijo de una manera tan trájica. Hallé en buen estado el bote usado en mi espedicion anterior que habia dejado en la orilla.

En el momento de llegar caia la lluvia con fuerza; el lago estaba de un verde brillante i el poco viento que habia levantaba pequeños penachos blancos; se asemejaba a un manto de un bello color verde, sembrado de perlas arjentinas. El primero que llamó a este lago el de las Esmeraldas tuvo suerte en la eleccion del nombre. Su aspecto es bastante triste, quizás debe esta apariencia a las altas montañas de un verde sombrio que lo ciñen; al medio se ve una islita, tapizada de árboles, i detras de la isla, el camino que debia conducirnos a la cima de los Andes. Ya se oía el ruido del trueno, producido por la caida de los hielos del Tronador: despues, nada turba el silencio de estas soledades, sino el canto melancólico de los hualas de plumaje sombrio. Los pocos tiuques que se ven revoloteando en las orillas, han perdido ahí su carácter bullicioso i pendenciero que en otros lugares los hace tan insoportables. Si Chateaubriand hubiese conocido este lago, no dudo que le habria considerado como un cuadro mas digno para su melancólico René, que las comarcas de la América del Norte en donde hizo soñar a este jemelo de Werther.

A doscientos metros del campamento, vácia sus aguas el lago; en su boca tiene el Petrohue unos treinta metros de ancho; corre bastante despacio sobre una lonjitud de cien metros; despues como un discípulo que se ve fuera del alcance de su maestro o como un chiquillo lejos de las miradas de su madre, principia a hacer un grandísi-