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Realidad: 20

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Escena IX

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AUGUSTA; FEDERICO.


FEDERICO.- Perdóname, vida mía, si he tardado un poco.

AUGUSTA.- ¿Qué te pasa; qué ocupaciones...? ¿Ha llegado tu papá?

FEDERICO.- No, mañana.

AUGUSTA.- Ya sé lo de Clotildita. Me lo ha contado Manolo.

FEDERICO.- (Con disgusto.) No hablemos de eso.

AUGUSTA.- ¡Qué susto he pasado! Creí que no venías.

FEDERICO.- Por Dios. (Cariñoso.) ¿Cómo podías suponer...?

AUGUSTA.- Quita allá, embustero, farsante. A fe que estoy contenta de ti.

FEDERICO.- Esta mañana, cuando recibí tu carta, dije: «Paces tenemos».

AUGUSTA.- Perdón habrá, si sales bien del juicio oral a que voy a someterte. Vamos a ver, procesado, conteste usted. ¿En dónde ha estado usted hoy?

FEDERICO.- (Aparte, con recelo.) Si le habrá dicho Manolo...

AUGUSTA.- ¿Qué asunto, qué negocio le trae a usted estos días tan sobresaltado?

FEDERICO.- (Aparte.) No, Manolo es discreto. (Alto.) Pues nada, hija; asuntos, cosas mías que no pueden interesarte.

AUGUSTA.- ¡Que no me interesan! ¡Vaya unas herejías que echas por esa boca! Si el amor tuviera su Inquisición, serías tú condenado a la hoguera por las atrocidades que dices contra el dogma. No, no debí escribirte hoy: ha sido una debilidad... Anoche no dormí pensando en tus traiciones.

FEDERICO.- Pero sepamos qué traiciones son ésas... No las conozco.

AUGUSTA.- Hazte el tontito. Esa mujer indigna... ¿Qué se te ha perdido a ti en su casa?

FEDERICO.- Vamos a ver... ¿quién te ha dicho...? ¿Acaso Manolo...?

AUGUSTA.- Manolo, por ser ministerial de todo, lo es hasta de ti, y siempre que te nombra te pone en las nubes.

FEDERICO.- Entonces, Malibrán, que ahora se dedica a desacreditarme.

AUGUSTA.- Quien me lo dijo añadió que ese trasto tiene gran influencia sobre ti.

FEDERICO.- ¡Qué disparate!

AUGUSTA.- Nada es disparate. El disparate no existe. Los hechos podrán ser o no ser; pero no es la mejor manera de negarlos el decir que son absurdos. Convénceme, pues, de otra manera.

FEDERICO.- ¿Cómo?

AUGUSTA.- Queriéndome mucho, como yo me merezco, y probándomelo. Si me quieres a mí, no podrás querer a otra.

FEDERICO.- Pues eso, vida mía, más demostrado está que la redondez de la tierra, más que la atracción de los cuerpos, más que...

AUGUSTA.- (Riendo.) Basta... de matemáticas. Y ahora continúa el interrogatorio del procesado.

FEDERICO.- Basta de curia, digo yo: la detesto. ¡No te atormentes, querida mía! Si yo te quiero a ti sola, a ti; si por más que rebusque tu suspicacia, no verás en parte alguna... nada que pueda...

AUGUSTA.- Sigue... ¿Por qué se te traba la lengua? Porque sólo la verdad la pone expedita y corriente; y tú me engañas...

FEDERICO.- No por Dios. Podré tener... Yo te juro que no sé lo que es amor fuera de aquí. Lo demás, ¿qué te importa?

AUGUSTA.- ¿Pues no ha de importarme? El amor, si es de ley, ha de completarse con la compañía y el apoyo recíproco, con la confianza absoluta, sin ningún secreto que la limite, y con la comunidad de penas y goces... Una queja tengo de ti, y es que nunca has querido confiarme secretos penosos que te amargan la vida. ¿Dices que me quieres? Pruébamelo. ¿Cómo? Clavando en mi corazón parte de las espinas que desgarran el tuyo. ¡Ay!, algunas de esas espinitas... verás qué pronto me las sacudo yo.

FEDERICO.- (Aparte.) Corazón inmenso, no merezco poseerte.

AUGUSTA.- Si me quieres de verdad, confíate a mí. Temes parecer indelicado, innoble. ¡Qué tontería! (Con veleidad graciosa.) Oye lo que se me ocurre. Gasta con todos ese orgullo, y suprímelo para mí. Tu delicadeza es mi enemiga, mi rival, y tengo celos de ella. Le clavaría las uñas... Para que lo sepas todo: tu vida angustiosa, tu pobreza, sí, empleemos la palabra terrible, han sido un incentivo más del amor que te tengo. (Sonriendo.) Si fueras capitalista, yo no te habría querido. Si fueras un hombre metódico, que llevara sus cuentas por partida doble, créelo, me serías antipático.

FEDERICO.- (Estrechándole las manos.) ¡Monísima! Tienes toda la gracia de Dios.

AUGUSTA.- Yo soy así. Estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el desorden.

FEDERICO.- ¡Ah!, ya te cogí; contradicción; si eres como dices, ¿a qué ese empeño de poner orden en mí?

AUGUSTA.- Pues si hay contradicción, mejor. No retiro nada de lo dicho. Dame tu confianza. Destruye esta muralla que hay entre nosotros.

FEDERICO.- ¿Y si yo te dijera que derribando esta muralla perdería tu estimación?... Yo no merezco el interés que te tomas por mí. Lo que de mí ignoras te seduce porque es misterio, porque es drama o novela para ti...

AUGUSTA.- (Con arranque.) ¡Pues fuera misterio... fuera lo novelesco y dramático! ¡Abajo el disparate que tanto me gusta! ¡Abajo el desequilibrio! ¿Que me contradigo? Bueno. ¿Que desmiento mi carácter? Mejor. ¿Que destruyo ese encanto, esa poesía, llamémosla así, de tu pobreza disimulada? Mejor. Este amor mío primero y último hace una revolución en mi naturaleza. ¿Qué significa esto? Es el paso del período soñador al período práctico, del noviazgo al matrimonio; la gran crisis de amor; el tránsito de la época legendaria a la época clásica. ¿Qué tal?

FEDERICO.- (Admirado.) Divino.

AUGUSTA.- Esto se llama erudición. Tontín, ¿no me comprendes?

FEDERICO.- Sí, sí.

AUGUSTA.- ¿Lo quieres más claro? Es preciso que nos volvamos muy prosaicos, muy caseros.

FEDERICO.- Te desvanece tu propia bondad. ¿Cómo puede ser eso de volvernos tú y yo muy caseros?

AUGUSTA.- Pues siendo.

FEDERICO.- ¿Con bienes comunes?...

AUGUSTA.- Sí, sí.

FEDERICO.- ¿Necesitaré traerte a la realidad? Olvidas...

AUGUSTA.- ¡Ah!, ya... tienes razón. (Con desaliento.) Para lo que te proponía, necesito libertad, y no la tengo. Iba yo por los espacios imaginarios, como las brujas que cabalgan en una escoba.

FEDERICO.- Vuelve a la realidad.

AUGUSTA.- Vuelvo... y en ella te digo que... con arte todo es posible. Óyeme: te contaré una cosa interesante. Esta mañana me dijo Tomás: «Tengo un proyectillo para modificar la vida de ese pobre Federico, y librarle de la plaga de sus acreedores».

FEDERICO.- (Agitado.) No me hables de eso. ¡No sabes el daño que me causas!...

AUGUSTA.- Considera que no es él quien te favorece, sino yo.

FEDERICO.- No puedo considerar tal cosa: Querida mía, si me amas, impide los favores de ese hombre a quien yo debería reverenciar, de un hombre cuya noble confianza pago con el mayor, con el más villano de los ultrajes.

AUGUSTA.- (Con gravedad, después de una pausa.) Habíamos convenido en no hablar de eso... Quien le ultraja... no eres tú. Al acusarte, parece que me acusas a mí.

FEDERICO.- ¡Yo... a ti!, ¡jamás! Pero desde el momento en que me hablas de generosidades tuyas o de tu marido, la cuestión moral se me impone, y veo, planteado un dilema terrible.

AUGUSTA.- ¿Es eso verdadera virtud o simplemente falta de valor? Bueno: déjame a mí el pecado entero, y coge para ti todos los escrúpulos. (Se levanta airada.)

FEDERICO.- Sosiégate... espera...

AUGUSTA.- Lo diré todo de una vez. Reconozco, como nadie, el mérito de mi marido. Sólo yo, que vivo a su lado, sé bien toda la extensión de su bondad. Me inspira un cariño acendrado y puro, admiración, veneración, no sé qué... Yo reverencio a Tomás... le rezaría... pero te amo a ti.

FEDERICO.- (Aparte.) Su valor es tan grande como su pasión. ¡Qué mujer!

AUGUSTA.- (Impaciente por no recibir respuesta.) ¿Será preciso que te lo repita? Él es un santo, y yo te quiero a ti. Aquí tienes las dos verdades capitales. ¿Crees que trato de buscar entre ellas una componenda hipócrita? No. Dejo los hechos como están. Tú eres cobarde y huyes. Yo soy valiente, y me paso la vida delante de estas dos verdades, mirándolas cara a cara.

FEDERICO.- Tu tesón me abruma.

AUGUSTA.- (Despechada.) Pero qué, ¿no tienes nada que contestarme?

FEDERICO.- Ten calma... escúchame. Si he nombrado a tu marido, tú tienes la culpa. Ni de él ni de ti admito favores de cierta clase; y si insistes en ello...

AUGUSTA.- ¿Qué? Dílo.

FEDERICO.- Lo comprendes sin que yo lo diga.

AUGUSTA.- Sí lo comprendo (Con aflicción.) tú no me quieres, no me has querido nunca.

FEDERICO.- Por Dios, vida mía... ven acá. (Tratando de abrazarla.) Ten juicio... considera...

AUGUSTA.- Me perteneces, y quiero que participes de los bienes materiales que yo poseo. ¿Cómo he de soportar que vivas sujeto a mil humillaciones? No, no. Te someterás. Yo lo quiero, yo... lo haré.

FEDERICO.- (Exaltándose.) Pues si persistes en tu loca idea, he de hablarte con claridad, como no lo he hecho nunca. Tiempo ha que me siento minado por una pena sorda y punzante... Cree que cuando entro en tu casa, y estrecho la mano de aquel hombre tan superior a mí, de tan elevado espíritu, de corazón grande y puro... no sé... no sé... Me creo el más abyecto de los hombres, y para adormecer mi conciencia, para acallarla por instantes tan sólo, necesito embriagarme, necesito un anestésico, vicios degradantes y obscuros, de esos en que la ansiedad ahoga el pensamiento Y acaba por matarlo... No puedo, no puedo más. Eres muy bella, discreta, graciosa, por mil razones interesante, y digna de ser amada... Pero ¿por qué no eres mujer de otro hombre...? Perdóname si te ofendí. No es mi ánimo ofenderte. Deseo tu felicidad. Pero quiero convencerte de que yo no puedo dártela... Augusta: tú no me conoces. Soy un perdido, un miserable. Huye, apártete de mí, si no quieres que te lleve a la perdición, al escándalo vergonzoso, peor que la muerte.

AUGUSTA.- ¡Huir de ti! (Llorando.) No puedo.

FEDERICO.- Me revelo a ti con absoluta ingenuidad. Soy ya bastante indigno, y no quiero serlo más.

AUGUSTA.- ¡Farsa, comedia! Te rebajas, te humillas para conseguir de mí la separación que deseas.

FEDERICO.- ¡Ay, no me conoces! ¡Qué sabes tú! Por algo te oculto las miserias de mi vida. Si conocieras ciertos oprobios que hay en mí, quizás no tendría yo que hacerte ningún argumento para que me dejaras.

AUGUSTA.- ¡Dejarte! Nunca. (Con brío.) Porque si fueras un presidiario te querría lo mismo.

FEDERICO.- ¡Corazón monstruoso, nada puedo contra ti! ¡Dispuesto estoy a seguirte, a dejarme arrastrar de tu locura, hasta donde quieras, hasta la condenación eterna... pero no me des nada... no quiero nada!

AUGUSTA.- ¡Hipocresía!... Si lo has de tomar al fin, ¿a qué tanto...?

FEDERICO.- ¡Que lo he de tomar!

AUGUSTA.- (Con terquedad.) Sí.

FEDERICO.- (Dominando un movimiento de ira.) Veo que los dos estamos dañados profundamente. Yo no puedo salvarme ya; tú sí. Estás a tiempo. Vuelve... allá, vuelve, y olvídame.

AUGUSTA.- (Altanera.) Basta. Esto no puede ser. Tu moral de última hora es ridícula, poco delicada, inconveniente. Tienes razón... (Con ira.) Eres un... No debo decirlo... Tú sentirás la injuria, y me agradecerás que la calle.

FEDERICO.- Sin oírla, sé que la merezco.

AUGUSTA.- Y como no está bien que yo trate con hombres indignos... me marcho... sí... (Nerviosa y trémula, se pone el abrigo.) No aguanto más... Esto se acabó...

FEDERICO.- (Aparte.) Se acaba... Mejor.

AUGUSTA.- (Aparte.) ¿Pero será capaz de dejarme marchar?

FEDERICO.- (Aparte, sentado y calmoso.) No se irá, no.

AUGUSTA.- (Furiosa, queriendo aparentar, desdén.) Bien, bien... pero no me marcharé sin decirte que te desprecio, que nunca te he querido... que...

FEDERICO.- Y yo te digo que te querré siempre (Con frialdad afectuosa.) , que serás para mí la mujer más digna de respeto...

AUGUSTA.- (Aparte.) ¡De respeto! Si me abofeteara, si me escupiera, no me ofendería como ahora me ofende.

FEDERICO.- Adiós.

AUGUSTA.- (Va hacia la puerta, y echando de menos su manguito, vuelve a cogerlo. -Aparte.) ¿Pero me dejará marchar de veras? (Alto.) Adiós... (Va hacia la puerta.)

FEDERICO.- Augusta.

AUGUSTA.- (Retrocediendo vivamente.) ¿Qué, hijo mío?... ¡Ah!, se me olvidaba también el pañuelo... (Lo coge.)

FEDERICO.- (Cariñoso, pero frío, sin moverse del asiento.) No te vayas enojada conmigo... no creas...

AUGUSTA.- ¿Enojada...?, no. (Aparte.) Me retiene, quiere retenerme... Pues ahora, golpe maestro... Me marcho resueltamente.

FEDERICO.- (Aparte.) No quiere irse. (Alto.) Ven acá. (Dando un paso hacia ella.)

AUGUSTA.- (Aparte.) Aquí es la mía. (Alto.) Déjame. Adiós... (Sale resueltamente.)

FEDERICO.- No se va... volverá desde la puerta... (Dirígese al fondo, y escucha.) Pues sí... se va... baja la escalera... La conozco. Volverá mañana.


FIN DEL ACTO SEGUNDO