Recuerdos de la campaña de África: 05
Capítulo IV
Aprovechando la tregua que el reciente escarmiento de los moros nos proporcionaba, consagré mi tiempo al reconocimiento y estudio del campo conquistado, y de la nobilísima ciudad de Ceuta, cuya historia se pierde en la oscuridad de la fábula, como una estrella en la inmensidad del espacio. Penetré primero, en la Mezquita, tosco y reducido templo erigido por la piedad musulmana a la memoria de un santón, que duerme allí en brazos de su fe el eterno sueño de la muerte; pero cuyo espíritu vaga y reina en aquellas agrestes comarcas como una tradición, como un recuerdo. Su nombre se ha olvidado; los mismos que le imploran no saben quien fue; sólo saben que rigió su alma la justicia; que consoló muchos dolores y enjugó el llanto de los que padecían; ¿acaso necesitan saber más? Los años que gastaron la vida del santón, han reducido a polvo sus huesos; todo cuanto pertenecía a la tierra, la tierra lo ha recobrado, vida, nombre, honores, ilusiones y desengaños; sólo ha quedado de él la memoria de sus virtudes, y esto le basta para ser inmortal.
Es la Mezquita un templo moro mucho más reducido que nuestras ermitas de aldea, bajo de techo, de cúpula enana, blanqueado todo él por fuera y por dentro, con una cal limpia y brillante. A uno de los lados de la puerta está el babuchero en donde cuando yo llegué, vi un candil de barro, pintado de verde y sin asa, y en medio de la Mezquita, descansa en el suelo el cuerpo del santón. Sobre su sepultura se levanta, o por mejor decir se levantaba, porque ya, según mis noticias, se ha destruido todo, una especie de jaula de madera, tosca, pero caprichosamente labrada; yo no sé si como un relicario o como un sepulcro. Abríanse en la tierra o argamasa extendida sobre la huesa varias hendiduras, que servían en otro tiempo para humedecer todos los viernes con agua de fuente el consumido polvo del bien aventurado mahometano, y de los palos de la jaula-sepulcro pendía multitud innumerable de hilachas que habían arrancado de sus turbantes o chilabas para colgarlas allí a guisa de ofrenda, los moros fanáticos y supersticiosos. Las paredes interiores y exteriores de la Mezquita estaban llenas de inscripciones en alabanza de Dios y del profeta, trazadas groseramente con lápiz o carbón, y entre las cuales sólo encontré una que por su estilo casi bíblico mereciese ser copiada. Decía así: Señor, en los peligros de la espada tú eres mi espada.
Después de haber visto la Mezquita, dirigí mis pasos hacia el Serrallo, derruido edificio que se distingue no muy lejos, sobre una altura pelada de árboles y escasa de yerba. Registré, pues, estas curiosas ruinas, hollando por todas partes montones de escombros, subiendo y bajando escaleras desquiciadas y oscuras, que conducían a estrados sin techo, sin puertas ni ventanas, por donde el viento pasaba a su antojo. Todavía se conservan en algunas paredes ennegrecidas por el tiempo, labores que recuerdan las de la Alhambra, y un ancho patio, con elegantes arcos de herradura, en cuyo centro se alza un pozo, de forma primitiva, como vemos aún en algunas láminas del Antiguo Testamento.
El Serrallo fue edificado, según una tradición de Ceuta, en 1795, para residencia de Muley-Ismael, emperador de Marruecos y enemigo declarado de los cristianos, durante el formidable cerco que por aquellos años puso a la ciudad española, tal vez, para hacer olvidar entré los suyos sus usurpaciones y crueldades. Desde la cuadrada torre de este aniquilado palacio, aspillerado con sacos de tierra para defensa de nuestros soldados, y donde flotaba la castellana enseña, divisábase a larga distancia, sobre un cerro escabroso y casi inaccesible, un rústico edificio medio oculto entre matorrales conocido con el nombre de Casa del renegado, y que es el vivo recuerdo de un poema de melancolía y resignación.
Tal vez huyendo de la justicia, un español, natural de Algeciras, abandonó su hogar y su familia, pasose al moro, y cambió su fe cristiana por los torpes errores de Mahoma. Pero sólo en la africana tierra deslizábanse sus días tristemente lejos del lugar en que había nacido y separado de las dulces prendas de su corazón. No lucía para su espíritu atribulado, aurora alguna tranquila, ni ilusión, ni alegría, ni consuelo que le hiciesen olvidar los ya perdidos goces de la tierra nativa, donde de fijo llorarían también en solitario recogimiento, acaso faltos de pan, la triste esposa y los pequeñuelos hijos. Tan profundo fue su dolor que, rompiendo toda comunicación y comercio con los moros, se refugió en lo alto de una roca desde donde en los días serenos se divisaban a través de las brumas marítimas los muros de Algeciras; allí fabricó su choza, y allí pasó su vida, solo, entregado a sus pensamientos, viendo con Moisés, a lo lejos la tierra donde no le era permitido entrar, calculando desde su retiro el sitio que debía ocupar la casa de sus hijos, aspirando quizás los besos de su familia en las fugaces auras de su patria. De este modo vivió por espacio de muchos años, hasta que la vejez y el sentimiento cortaron el hilo de sus penosos días; y como las grandes desdichas hallan consideración y respeto hasta entre las hordas salvajes, la casa del Renegado ha venido a ser un objeto de veneración entre los moros, que la conservan religiosamente, cuidando de reparar los estragos que hacen en ella las inclemencias y rigores del tiempo.
Cuando ya nada tuve que ver en el campo, sino la animación de nuestros soldados en medio del cruel azote que les afligía, me dediqué a recorrer la ciudad, muy pobre por cierto de monumentos artísticos sino de recuerdos históricos. Visité su catedral, edificio poco notable, construido en el siglo XVI, si no me informaron mal, con más empeño de darle solidez que belleza: la iglesia de Nuestra Señora de África, a donde acuden en todas sus tribulaciones y amarguras, con fervorosa devoción, los cristianos hijos de Ceuta; el espacioso cuartel del Fijo, convertido entonces en hospital; el teatro donde a la sazón trabajaba una exigua compañía, compuesta sólo de galán, dama, gracioso y bailarina, cuyos ruidosos triunfos no son para contados, y últimamente las alturas del Hacho desde donde miraba a mis pies el mar amedrentador aunque tranquilo; hacia Europa el Peñón de Gibraltar, que parecía brotar violentamente del fondo del Mediterráneo, y por la parte de Tetuán el oscuro Cabo-Negro, en cuyas sombrías cortaduras nos aguardaba la victoria.
Durante los días que empleé en estas excursiones por la ciudad y sus alrededores, los moros como he dicho, se mantuvieron quietos sin hostilizarnos, contra su costumbre. El general Prim con algunos batallones de la división de reserva, había practicado un reconocimiento camino de Tetuán, llegando hasta los Castillejos, antiguas ruinas situadas a más de legua y media de Ceuta, en un vastísimo y deleitoso valle, regado por un sosegado arroyuelo que desemboca por aquella parte en el mar, y cuyo nombre no guardo en la memoria. Esta vega, donde en pasados tiempos nos ha sido muchas veces ingrata la fortuna, sobre todo, en 1670 en que perecieron lastimosamente sorprendidos en ella el valeroso capitán Pedro Vieyra Arráez y una gran parte de las tropas que le seguían, talando los vecinos bosques, estaba destinada a ser, como lo fue más tarde, el teatro de un gran peligro, de una inolvidable hazaña y de un completo triunfo. Pero no adelantemos los sucesos.
Amaneció el día 9 de diciembre. La noche había sido fría, oscura y en extremo húmeda, como generalmente lo son en todos los climas meridionales. A pesar de la exquisita vigilancia de los soldados que guarnecían los reductos de Isabel II y Francisco de Asís, los moros aprovechándose de las pavorosas tinieblas de la noche, se habían corrido sigilosamente por entre los árboles hasta muy cerca de nuestras posiciones, sin ser vistos, ni oídos, ni esperados. Empezaba a clarear el día cuando los centinelas avanzados de los fuertes creyeron percibir entre el silencio, ligero y sospechoso rumor de gente, que iba aproximándose cada vez más. Apenas habían tenido tiempo de dar la voz de alerta, cuando de improviso brotó de entre los montes próximos, muchedumbre incalculable de africanos, dando feroces aullidos, avanzando hacia los reductos y extendiéndose impetuosamente de izquierda a derecha, con ánimo de cortar toda comunicación entre los fuertes y el Serrallo.
Mientras esto sucedía, dirigíanse hacia los reductos para relevar la fuerza empeñada, en su defensa, los batallones de Castilla y Arapiles. En la mitad del camino, en una selva espesa, por donde apenas podían marchar en formación, saliéronles al encuentro los moros en tumulto, trabándose allí un combate desigual; pero glorioso para nuestras armas. En menos de seis minutos el campo quedó cubierto de cadáveres; sólo que los nuestros no tenían entonces reemplazo posible, y las pérdidas enemigas sí, pues cada vez era mayor y más compacto el número de los que acometían y avanzaban. ¡Qué momento aquel tan tremendo y doloroso! Nuestros soldados tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo con tres o más enemigos a la vez, y tan mezclados anduvieron moros y cristianos, carabinas y espigardas, bayonetas y gumías, que la artillería del reducto de Isabel II se vio obligada a suspender sus fuegos para no herir con el mismo golpe a españoles y marroquíes.
Harto hacían, por otra parte, los fuertes en sostenerse contra las rabiosas embestidas y asaltos de los moros, que estrechaban a los defensores como una serpiente de hierro. Tres veces llegaron hasta los fosos, y tres veces fueron rechazados; hubo ocasión en que, no pudiendo unos y otros hacer uso de sus armas, combatieron a pedradas con incansable tesón y energía. El peligro arreciaba; pero en el corazón de nuestros valientes y decididos hermanos, no podía tener cabida el miedo.
Las violentas ráfagas del levante que reinaba desde a la víspera, llevaban las voces y el ruido de la batalla en dirección contraria a nuestros campamentos; de modo que difícilmente se hubiesen apercibido de la lucha, si el reducto de Isabel II no hubiera enarbolado bandera roja.
Apercibiose de todo el bizarro conde de Paredes, general de las fuerzas comprometidas, y montando inmediatamente a caballo, tendió, seguido de dos ayudantes, a los puntos donde más empeñada estaba la acción. Una lluvia de balas le acompañó todo el camino; sus dos oficiales de órdenes cayeron heridos entre los reductos, y el general Zabala se adelantó sólo por medio de sus enemigos, hasta llegar a donde tan denodadamente combatían los diezmados batallones de Castilla y Arapiles. Entonces nuestros soldados tomaron la iniciativa, y al grito de ¡Viva la Reina! dieron una arrojada carga a la bayoneta que no pudieron resistir los moros, los cuales huyeron confusa y desordenadamente, ocultando su vergüenza y su vencimiento en lo más recóndito de aquellas agrestes selvas, donde por acaso, se habrá oído en siglos el golpe de hacha de los leñadores.
Nuestros adversarios se rehicieron, sin embargo, más pronto de lo que podía creerse, y vióseles de nuevo arremeter con redoblado brío a fin de apoderarse otra vez de las posiciones recientemente perdidas. No es posible formarse idea del cuadro aterrador que ofrecían aquellos bárbaros, mal cubiertos con andrajosos y sucios jaiques, saltando súbitamente del fondo de los barrancos, de entre las peñas, de los montes inmediatos, como hienas enfurecidas sedientas de sangre. Fue preciso para contener su ímpetu, parecido al del río que se desborda, que cargaran por la derecha los cazadores de Figueras, y por la izquierda los de Alba de Tormes con unas compañías del regimiento de Córdoba. Amedrentados los moros, apelaron como único medio de salvación a la fuga, abandonando por completo el campo de batalla, en medio de una espantosa gritería que arrancaban de sus gargantas la desesperación y el miedo. ¡Qué espectáculo tan terrible! Revueltos y confundidos infantes y caballos, veíaselos rodar por ásperos despeñaderos empujados por el temor que los llevaba a una muerte segura; tropezar con los árboles que embarazaban su marcha y subir con una agilidad maravillosa hasta las más altas y escarpadas rocas de la salvaje Sierra-Bullones. De vez en cuando, entre el clamoreo de las dispersas huestes, oíase un grito agudo, un ¡ay! prolongado que hacia estremecer de angustia; era el postrer lamento de algún moribundo que se arrastraba agonizando y huyendo todavía a través de espesos jarales.
Desde este momento, la acción pudo darse por terminada. Sólo otra vez, aunque ya más débilmente, el enemigo intento recuperar las alturas que había perdido por la derecha, guarnecidas entonces por el batallón de Chiclana, frente a la Casa del Renegado. Al principio obtuvo algunas ventajas merced a su número; pero bien pronto, reforzadas nuestras tropas, fue como de costumbre, escarmentado y perseguido hasta sus últimas guaridas.
Yo había presenciado la parte más principal del memorable combate de este día, agregado al Estado Mayor del conde de Reus, cuyo cuerpo de ejército había tomado posiciones en los bosques cercanos a aquellos en que tan gloriosamente se lidiaba, como medida de precaución, y sólo para un caso de necesidad. Mientras duró la lucha, vi pasar por delante de mí multitud de heridos, entre otros, un soldado del regimiento de Córdoba, a quien una bala había atravesado el hombro izquierdo. Venía incorporado en la camilla, y viéndole tan animado, le preguntaron al pasar por cerca de donde yo estaba:
-¿Dónde te han herido?
-Camino del Boquete.
-¿Sufres mucho?
-Algo; pero es por no haber podido disparar más que un solo tiro.
Respuesta heroica que revela cuál era el espíritu que en esta ruda y penosa campaña animaba al soldado español, tan generoso, tan valiente y entusiasta.
Los heridos que no iban de peligro, al llegar por frente de algún batallón, dispuesto para el combate, gritaban con la mayor energía: ¡Viva la Reina! -¡Viva España!
Estaban orgullosos de haber vertido su sangre en servicio de la patria que tan magníficamente sabía comprender y apreciar su resignación y su heroísmo.
Cuando llegué al sitio en que la acción había sido más reñida, entre los reductos de Isabel II y Francisco de Asís, se apoderó de mi corazón un vivísimo sentimiento de horror y lástima. El campo estaba lleno de cadáveres en cuyos rostros apenas había tenido tiempo de imprimir su lívida huella la muerte. Algunos soldados colocábanlos piadosamente en montón a ambos lados del camino, con objeto de dejar expedito el paso; valiéndose, para llevar a cabo esta triste operación, de camillas improvisadas con ramas de árboles y mantas.
Cerca del reducto, había cuando subí dos soldados muertos. El coronel Molins que pertenecía al Estado Mayor del conde de Reus y que cabalgaba a mi lado, observó a pocos pasos de uno de los cadáveres un papel doblado, y la curiosidad le obligó a recogerlo. Era una carta cuya primera línea decía: ¡Querido hijo! Tal vez el infeliz que yacía sin vida, habría recibido el día antes, aquel papel escrito por la trémula mano de una madre impaciente y desconsolada; acaso le hablaría en él de sus esperanzas y de sus amores... ¡Ay! pero no de la muerte!
El coronel rompió la carta sin querer enterarse de su contenido; mas sin duda debió cruzar por su imaginación algún pensamiento doloroso y siniestro, porque exclamó visiblemente alterado: -¿Quién sabe si los que tenemos hijos moriremos también sin abrazarlos por la vez postrera?-
Cuarenta y ocho horas después, en un barranco próximo a los Castillejos, cargando denodadamente con el general Prim y su escolta, los temores del coronel Molins se realizaron para su desdicha. Una traidora bala, hiriéndole en la frente, puso fin a los días de este militar bizarro y pundonoroso, quien, como había dicho, tuvo el dolor de morir sin abrazar a sus hijos por última vez.
Es preciso creer en los presentimientos del corazón.
La pérdida que el día 9 de diciembre tuvieron los moros fue considerable. Entre los cadáveres que no pudieron retirar del campo y que fueron a la caída de la tarde pasto de las llamas, había algunos de viejos casi abrumados por el peso de la edad. Si los hubiesen profetizado algunos meses antes que habían de morir en un campo de batalla ¿lo hubieran creído? No, seguramente. ¿Quién había puesto en sus caducas manos las homicidas armas? ¿Quién los había arrancado de sus olvidadas chozas de Anghera o Ben-Yusuf, y empujado a la pelea? El poderoso sentimiento que inspiran Dios y la patria, capaz, no sólo de encender la sangre de los ancianos, sino hasta de animar dentro de sus mismas tumbas las cenizas de la humanidad que ha muerto.