Redención: 6
A orillas del río, bajo una bóveda de mirtos por entre cuyo repretado ramaje filtraba en puntitos áureos el sol, se verificó la entrevista.
En aquel sitio, designado por la joven durante el desayuno, aguardaba Mendoza. Luisa acudió apenas encontrado pretexto para excusarse con los huéspedes. Fernando fué á su encuentro, la hizo asentar sobre unos troncos que á manera de sillón se encontraban á dos cuartas de tierra, y en pie junto á la amada, con voz nerviosa, pero firme, comenzó á hablarle de este modo:
-Verdad, Luisa, que usted, que tú, de tú es como mi alma te nombra, de tú, como mis labios te hablarán; siempre te llamaré, siempre te evocaré llamándote de tú aunque de mis confesiones arranque por tu voluntad nuestra separación...
-¡Nuestra separación! ¿Tan cruel, tan duro ha ser lo que oiga? ¿Tan insuperable obstáculo ha de constituir para nuestro cariño?
-Quizá depende ello exclusivamente de como tú pienses y juzgues...
-¿Yo?...
-¿Verdad, Luisa -vuelvo á mi pregunta anterior-, verdad que viéndome huir de tu lado, tú que sabes, que adivinaste en mis ojos, en mis frases, mi amor, como en tus frases y en tus ojos adiviné yo el tuyo, has supuesto, has imaginado porque sabes que mi amor es sincero y grande, que un obstáculo, una barrera se levantaba entre nosotros imposibilitando nuestra dicha?
-Todo lo he supuesto menos que tus ojos mintieran y tus frases aportaran engaño.
-Ese obstáculo, esa barrera, existen. No por mí. No; esencial, moralmente soy libre, completamente libre, dueño de mi voluntad, de mi albedrío, de mi corazón, de mi vida. Nadie, en ley de justicia, tiene derecho para impedírme dar mi amor á una mujer honrada y para recibirlo de ella. Imbéciles formulismos legales, ruines prejuicios y dictados de la sociedad que vivimos forman esa barrera y constituyen ese obstáculo. Óyeme, Luisa, óyeme sin interrumpirme, sin protestar hasta que llegue al fin. Después, juzga y resuelve. Nuestro porvenir va á quedar en tus manos; yo acataré sin apelación la sentencia.
El relato comenzó en la paz matutina, al murmullo querencioso del río, a los vapores cálidos del sol, que cernidos por las bajas montañas, caían en lluvia menudísima sobre aquella mujer trémula de amor y ansiedad, sobre aquel hombre que mordía con rabia las frases antes de dejarlas ir por sus labios.
Fernando Mendoza, terminada su carrera á los veintidós años, y empujado por ansias legítimas de vivir en lugares hábiles á la aplicación de sus vastos conocimientos, al desarrollo de sus atrevidos planes agronómicos, embarcó con rumbo al Perú en busca de su parte incivilizada, de los terrenos fecundos y salvajes donde el Putumayo y el Purus pechan al Amazonas.
Corriente arriba de estos ríos echó, uniéndose á un grupo de aventureros españoles en busca del «caucho», primero; después, este era plan exclusivo de Mendoza, en busca de extensiones vírgenes, dentro de las cuales, auxiliado, ayudado por los indígenas, formaría una gran colonia, un importante centro agrícola, sobre cuyos límites ondearía la española bandera, proclamando el triunfo del trabajo y el imperio de la civilización.
Tuvo suerte, ya que se ha dado en llamar suerte á la constancia, al valor y al talento. Mientras sus compañeros procedían en nómadas sedientos de botín y de sangre, en rapiñadores de haciendas, en inquisidores de vidas, Fernando, con media docena de compañeros más que le proclamaron su jefe, procuró, consiguió atraerse á los naturales con la más hábil de las políticas, aquella que sin excluir la fortaleza se funda en la bondad, en la justicia, en el amor. Los indios acabaron por asociarse, por compenetrarse con él. Ayudado por ellos desmontó montes, desecó lagunas, roturó campos, edificó viviendas, corralones y establos, y fundó en seis años, breve espacio de tiempo para obra tan grande, una colonia cuyos habitantes vivían á la europea usanza, acaso mejor, porque se gobernaban por leyes más naturales y más simples y no llevaban sobre sus hombros el peso de la tradición y de la costumbre. Hechos ya firmes los cimientos de su obra, Fernando regresó á Europa á los objetos de asegurar y aumentar su tráfico; al fin de constituir una sociedad que, aportando al plan capitales cuantiosos, le permitiera establecer transportes marítimos, grandes vías interiores de comunicación..., todo lo necesario para que la colonia se trocara en emporio.
Á intentar lo último vino á España. Quería que el proyecto se trocara en realidad por mérito de capitales españoles. Olvidó en la ausencia que el capital español es cobarde y avaricioso, que sólo vivir sabe de la hipoteca y del cupón. De ahí que, sintiendo el desengaño, decidiese retornar al Perú y seguir por su cuenta y riesgo la labor comenzada con tan buenos auspicios.
Durante su estancia en Madrid frecuentó la vivienda de unos sus parientes lejanos, pobres y modestas personas que apenas si un mal pasar lograban en fuerza de trabajos y apuros.
En aquel hogar había una muchacha, Herminia, hermosísima criatura de pelo negro, cutis valenciano y ojos verdes con esa transparencia ígnea que adquieren las olas cuando se comban para romper contra las peñas y los buques. Diez y ocho años contaba. Era esbelta y recia sin gordura, como las Venus del Ticiano. Como en las Venus del Ticiano, tenía su carne matices color de ámbar.
-Yo me enamoré de aquella hembra -murmuró Fernando con entonación rencorosa.
-¡Dios mío! Y...
-¡Calla, no me interrumpas; te suplico que no me interrumpas hasta que mi historia, mi cruel historia termine!
Hubo una pausa, durante la cual Luisa se recogió en sí misma, con la barba apoyada en el puño como quien atiende para juzgar. Fernando, luego de apretar con las manos su frente, que se fruncía en pliegues de odio, siguió:
-He dicho enamorarme. ¡No!... No fué amor; fué locura carnal; ansia de poseer, de gozar aquella hermosura provocativa y atrayente. A todo llegué por alcanzarla, hasta contrariar y escarnecer mis más íntimas convicciones. Casé con ella, al pie de un altar, con la bendición religiosa de un clérigo.
-Fernando...
-¡Ah! -siguió el hombre, sin querer escucharla, deteniéndola con el gesto-. La hermosa fué mía. La carne espléndida cayó en estos brazos imbéciles que sólo carne espléndida pudieron apretujar contra ellos. En aquella carne no había alma. Pronto me convencí. ¿.Pronto?... Era muy tarde ya.
-Si es así; si está usted unido á esa mujer, si es su esposa, ¿á qué continuamos? -interrumpió Luisa puesta en pie, pálida, con los grandes ojos azules enmatecidos por el llanto.
-Ni estoy unido á ella, ni es mi esposa. Oyeme todavía, Luisa. Aún debes oírme. Siéntate. Tiempo hay para que me abandones y me dejes de solo á solo con mi desesperación y mi angustia.
-Casé con ella -continuó roncamente Fernando- poniendo mis caudales y mi corazón al servicio de aquella mujer y al de su ruin familia.
Era menester regresar al Perú. Lo exigían los asuntos de la colonia. En el viaje me acompañaron ella y un primo hermano de ella, joven listo y buen mozo, cuya mala situación, ayudada por los ruegos de la familia, me impulsó á llevarle con nosotros y á proporcionarle medios para ganarse un buen vivir. Aquel buen mozo, aquel mendigo que se encomienda á mi protección, aquel á quien yo tendía generosamente la mano, era amante de mi mujer, lo era desde antes de conocerla yo; lo siguió siendo después de nuestra boda, lo seguiría siendo allá, en América, en la tierra fecundada por mi trabajo, en el hogar construido por mi constancia y por mi esfuerzo. El plan era sencillo: satisfacer á mis espaldas su lujuria y explotarme como explotan los bandidos mineros de las sierras americanas el ajeno filón. -¡Infames! -exclamó Luisa con espontáneo y generoso arranque.
-¡Muy infames, Luisa, muy infames! Porque yo, noblemente, lealmente, aun comprendiendo, como pronto lo comprendí, el error que significa mi ayuntamiento con aquella mujer que no sería, que no podría ser mi compañera nunca, me resignaba á purgar mi culpa, á vivir unido á ella, á hacerla con mi cariño y con mi respeto feliz.
¡Feliz! Sí, lo era; lo era con el amante, con aquel pícaro buen mozo que satisfacía los apetitos groseros de su carne; yo satisfacía los de su vanidad. Acompañada de él, mofándose de mi estúpida confianza, hacía viajes á la capital del Perú, á las poblaciones importantes que riega el Amazonas. Yo, dedicado á mis trabajos, nada veía ni sabía tampoco. Cuando las infamias son grandes, se disimulan y se ocultan mejor. No hay nadie que las imagine y las crea.
-¡Imperdonable fué la de ellos! -exclamó Luisa-. Quien como ellos paga á quien se lo dió y se lo confió todo, caudales, honra, presente y porvenir, no merece perdón.
-Al cabo lo supe. Llegó á mí la noticia, por conducto de un indio, que no quiso verme por más tiempo convertido en burla y escarnio de los dos miserables. Los sorprendí. No podían negar; era flagrante su delito.
Al pronto la rabia se apoderó de mí; empuñando mi rifle, apuntando á los dos con él, les hice amarrar por los criados de la casa. Él era un cobarde; ni siquiera la supo defender; ella temblaba; temblaba y lloraba; lloraba mucho, pero no con llanto de arrepentimiento, con llanto de temor, no con el llanto que redime, con el llanto que denigra y que mancha. ¡Eran dos miserables!
Pensé en algo terrible, en un castigo semejante á los que mis bárbaros compañeros buscadores del «caucho» imponían a los indígenas: en una piragua agujereada levemente que fuera hundiéndolos poco á poco con hundimiento inquisitorial en las aguas del Putumayo; en un asaeteamiento calculado que no produjera hasta el nuevo día las heridas mortales; en una hoguera hecha con troncos húmedos para que ardieran lentamente y achicharraran línea á línea sus carnes. El hombre primitivo, el salvaje, resucitaba en mí reclamando una venganza, con desquites tan crueles, tan impíos como la culpa, como la traición de que me habían hecho víctima.
-¡Oh, no, no!... -dijo Luisa-; hubiera sido horrible, indigno de usted.
-Hubiera sido digno de ellos. Duró aquel vértigo minutos. El hombre humano, el ser consciente, triunfó en mí. Á más, tales canallas ni aun venganza merecían. Era honrarles de más. «Desatadlos -dije á los indios-. Ahí tenéis -añadí- una barca que os conducirá río abajo. Partid en ella, partid juntos y seguid juntos. Os merecéis el uno al otro.» Y partieron; el río los llevó en su corriente. Yo seguí el barco con los ojos hasta que solo fué un punto negro, hasta que ni eso fué, confundido por la distancia con los grises del horizonte.
Esta es mi historia; desengañado, herido en mis más íntimos afectos, viendo roto mi porvenir, decidí regresar á España, abandonar aquellos parajes, refugiarme en un lugar cualquiera, donde, entregado á mis estudios, permaneciera oculto, solitario, sin que nadie pudiera conocer los sucesos á mi arribo anteriores, siendo un extraño para todos y para todo, algo digno de compasión.
-Toda la mía es para la desdicha de usted.
-Así pensaba yo; me creía ya morir. Pero usted apareció á mis ojos. Viéndola un día y otro, sin darme cuenta exacta de ello, sentí que mi alma renacía; dentro de mi alma iba entrando el amor cautelosa, hipócritamente, sin avisarme de su arribo. Era ya cautivo, esclavo de amor por usted y todavía lo ignoraba.
-Ignorancias muy crueles son estas -murmuró Luisa, dejando caer las manos al largo de su falda, sin alzarlas para enjugar las lágrimas que una á una, anchas, silenciosas, brillantes, saltaban de sus párpados y se evaporaban al calor febril de las mejillas.
-Al enterarme de este amor, usted sabe, usted ha visto, Luisa, que puse toda mi voluntad, todas mis energías en matarlo, en huir de usted, en condenarme anticipadamente á la desesperación y al martirio. Casi la muerte me ha costado el esfuerzo. ¡Ojalá que la muerte viniera entonces, si he de vivir apartado para siempre de usted!
-¿La muerte? No, Fernando, no; sea como sea, hay que vivir; la vida es una obligación.
-Ya ve usted que vivo. ¿Pero sabe usted por qué vivo? Porque aún conservo una esperanza. Porque tras largas, tras profundas meditaciones, me creo con derecho á poseer su amor.
-Fernando...
-Á una criatura vulgar, á una mujer de esas sobre las cuales pesan todas las losas de la tradición, del social prejuicio, del respeto sin apelaciones á leyes y costumbres injustas, no diría yo lo que voy á decirle á usted, lo que voy á decirte. Vuelva el tú amoroso á mi boca, aunque sea por la vez última. Tú podrás rechazarme, pero yo me creo, me juzgo con derecho á requerirte de amor, y si no con derecho, con esperanza de que tú á mi amor correspondas.
-Por caridad, dejemos esta conversación.
-He de llegar hasta su término. Oye mis preguntas. Solo te pido que respondas oyendo no más que á tu conciencia. ¿Verdad que aquel hombre y aquella mujer fueron unos infames?
-Verdad.
-¿Verdad que yo no hice sino lo justo apartándolos, arrojándolos de mi lado? ¿Verdad que entre aquella mujer y yo, todo lazo, todo vínculo, toda obligación están rotos? ¿Que la más ajena de todas las mujeres no es más ajena para mí que esa hembra miserable?
-Verdad.
-Pues siendo ello así, soy libre, moral y justamente libre. Si hay leyes humanas contrarias á esa libertad moral y justa de que yo puedo disponer, esas leyes no merecen respeto, debo recursarlas; hay algo por encima de la ley; la justicia intrínseca. Si la ley va contra esa justicia, es una ley absurda; los absurdos no se respetan, se condenan y se derriban.
No; no hay ley, no puede haber ley que me obligue á mí, víctima de un engaño, de una traición, á vivir en muerte, á privarme de ser amado, de amar honradamente, noblemente; á constituir un hogar, á vivir dentro de él con una compañera que vaya junto á mí, hombro á hombro, corazón á corazón, pena á pena, alegría á alegría, por el viaje de la existencia. Soy joven, soy honrado, soy bueno, tengo necesidad de amar. ¿Es que no he de amar dignamente? ¿Es que sólo amores de mancebía son ya posibles para mí? No. Tengo derecho á un amor santo y noble. Por eso te lo vengo á pedir, ofreciéndome á ti como hombre libre, justamente libre que soy, en esposo, es decir. entregándote por siempre y para siempre mi corazón, mi hacienda y mi vida; haciéndote reina y señora de un hogar al que faltarán bendiciones religiosas y sanción de leyes puramente circunstanciales, pero al que sostendrán sobre cimientos más duraderos y más fuertes nuestro amor y nuestra mutua honradez. Yo hubiera podido, abusando, no de tu inocencia, sí de tu confianza, ocultarte la verdad de mi historia, envolverte en artificios amorosos, aguardar un impulso tuyo de pasión y hacerte mía para que me pertenecieras, para que no estuvieras en libertad de rechazarme ó de aceptarme. Pero tal acción no cabe en mí. Soy leal. Porque lo soy nada te oculto. Todo lo sabes. Sabes que mi alma es tuya; que si me tomas por compañero lo seré de por vida; que en mí no caben ni traiciones ni engaños. Ahora decide. ¿Qué resuelves?
Cesó de hablar Mendoza y se pasó un pañuelo por la frente, limpiándose el sudor.
La joven hundió su rostro entre las manos, y quedó inmóvil por un muy largo espacio, frente á Fernando, que la contemplaba en silencio.
Era un momento emocionante aquel. Él, pálido, de pie, como si el supremo interés de aquel instante llevase arrogancia á su persona, aguardaba á que Luisa hablara. Estaba impaciente; se agitaba nervioso, esperando la respuesta que había de apresurar ó detener la felicidad que ambicionaba y acaso y sin acaso el curso corriente de su vida. Sin embargo, voluntad templada para la duda y la adversidad, intentaba contenerse y lo lograba.
Ella, pálida también, con las manos procurando cubrir el rostro, impresión sobrenatural daba.
Por la imaginación de Fernando, pronta á volar y suponer, pasaban, agolpándose, las ideas, las absurdas y las naturales.
¿Cómo procedería Luisa? ¿Qué contestaría á aquella confesión que acababa de hacerla noblemente, entregándose, dejando al corazón que venciese sobre la cabeza?
A hacer caso de lo que le respondía la razón, Luisa le aceptaría, noble y caballeroso como era. Emancipada de prejuicios, educada por aquel doctor libre y justo, no era, no podía ser una mujer vulgar, que ante el temor absurdo del qué diría una sociedad aún más absurda, destrozase con una negativa la felicidad paralela de dos vidas.
Cuando, al cabo, pasado un rato, Luisa alzó la cabeza, en los ojos de Mendoza, que siguió silencioso, brilló insostenible la impaciencia. El joven la cogió las manos, y sin poder contenerse preguntó:
-¿Qué?
En los ojos de ella brillaba bravamente una decisión firme. Estrechó las manos de Fernando, y dijo:
-Acepto.
-¡Luisa!
-Acepto, pero con una condición. La de que mi padre, luego de escucharnos, consienta, sancione nuestra unión. Si no, tendría que dejarle, y mi padre es viejo y está solo. No le dejaré nunca. Si él se opusiera...
-Aguardaríamos hasta que cediese ó su muerte te concediera libertad.
-Conformes. Ahora, que nos escuche el padre.
-No necesita oíros -exclamó el doctor apareciendo en la entrada del bosquecillo-: el padre os ha escuchado.