Reflexiones religiosas
He asistido al templo el Viernes Santo. Quería ver muchachas, y escuchar la palabra de Dios. Sospecho que yo no era el único a quien agradaba flirtear en esa visita de pésame a la sagrada familia. El amor se insinúa por las grietas de los sepulcros, y palpita en la lívida claridad de los fantasmas y se mueve con las alas de los ángeles. Se acomoda a cualquier decoración y lugar. No pierde su encantadora virtud al pie de los altares, entre vagos vapores de incienso, y a la luz temblorosa de los cirios. Noté que las muchachas conservaban la fatal belleza que hizo temibles a Eva, a Lucrecia Borgia y a la Otero. Bajo los mantos azules o blancos lucían misteriosamente delicados perfiles, se bajaban suavemente largas y misteriosas pestañas. Eran ellas, es decir, las eternamente jóvenes. El que había envejecido era Dios, que por la boca del predicador no nos comunicaba más que desmayadas vaciedades.
Recordé que, según Anatole France, el catolicismo es la forma más elegante del descreimiento. La procesión salió de la iglesia. Anochecía, y una lluvia fina engrisaba el ambiente. Detrás de las imágenes, balanceadas sobre el mar de cabezas, el pueblo gemía y rezaba. Junto a mi pasó una vieja, abandonada al torrente humano y al fuego de la fe. Su rostro era doblemente antiguo. Por sus mejillas áridas, surcadas por las hondas heridas del tiempo, descendían lentamente aquellas lágrimas que pintaban los sombríos monjes de la Edad Media con colores cuya composición se ha perdido, y que quedan como veladuras tenaces en los retablos italianos. En su garganta sarmentosa vibraba un estertor fanático, y sus dedos se clavaban unos en otros para no dejar escapar a Cristo. Comprendí que el pueblo no es elegante, y que se permite ser creyente. Comprendí también que los elegantes de otras épocas fueron descreídos como lo son ahora y lo serán siempre. Pero no por eso, ¡oh Anatolio inmortal!, admiro menos tu ironía sublime.
Publicado en "Rojo y Azul", 22 de abril de 1906.