Regionalismo. II. La nación catalana
El señor Cambó decía que Cataluña está perfectamente capacitada para recibir y ejercer la soberanía, limitada en cuanto a su extensión, pero absoluta en su intensidad, porque tiene conciencia viva, cabal e ilustrada, de su personalidad nacional. En otros términos: Cataluña no es, lisa y llanamente, una región española, sino una nación, claramente caracterizada por la raza, por el idioma y por la conciencia de su homogeneidad.
Entre el hecho «Cataluña es nación» y la consecuencia «luego debe ejercer la soberanía», hay que colocar esta premisa jurídica, que el señor Cambó no expuso, pero que es absolutamente indispensable para la consistencia y vigor lógico del razonamiento: toda nación, por serlo, debe participar activamente de las funciones que integran la soberanía.
El señor Cambó no la pidió total, íntegra, absoluta, sino parcial y limitada, reservando algunas facultades y funciones al Estado español. La soberanía, absoluta en cuanto a la extensión, envolvería la independencia de Cataluña y su separación de España, o bien la federación de potencias iguales.
El señor Cambó no quiere o no pide tanto. Conténtase con una parte de soberanía, con poderes plenos, absolutos e ilimitados para ciertos asuntos y cuestiones. Decir esto no es decir nada, porque tal y tan grande puede ser la parte arrancada que sólo quede en la mano un residuo insignificante, viniendo a cuento, y como anillo al dedo, la respuesta de un campesino andaluz cuando le preguntaron las espuertas de tierra que podría sacar de un monte: «Si la espuerta es tan grande como el cerro no llenaré nada más que una».
Omisión tan palpable no podía escapar a la sagacidad del señor Cambó, pero como le escuchaban muchos diputados y senadores, a quienes toda concesión parece desmedida, y habían de leerle muchos catalanes, que hallan coja y corta toda petición, por amplia que sea, de poderes autónomos, dejó para ocasión más propicia la enumeración precisa de las facultades que anhela Cataluña, contentándose con las que tiene cualquier Estado de la Confederación germánica. Cataluña quiere y pide, por boca del señor Cambó, la soberanía de Prusia, de Baviera, de Sajonia, de los demás pueblos y ciudades confederadas bajo las águilas del Emperador Guillermo.
El señor Cambó contaba sin duda con que la inmensa mayoría de sus oyentes no sabrían nada acerca de las soberanías parciales de los Estados germánicos. Y la verdad es que la afirmación pasó sin pena ni gloria, ante la fría inconsciencia de una mayoría, que no demoraba sus protestas cuando se percataba de lo que el orador decía o vislumbraba su intención.
Y cuenta, que la comparación era sobradamente inadecuada y atrevida. ¿Qué motivo hay para que Cataluña reciba de España los poderes soberanos que tiene y ejercen los pueblos alemanes confederados? El unitario más fervoroso podría ofrecer a Cataluña, sin riesgo alguno, ni merma de sus convicciones, las partículas de soberanía que el imperio alemán haya regalado a los pueblos que lo integran. Porque el imperio alemán no ha dado a Baviera, por ejemplo, ni un átomo de poder público. Fueron Baviera y Sajonia y los demás Estados alemanes quienes se desprendieron parcialmente de sus soberanías, transmitiéndola al imperio para bien, engrandecimiento y esplendor de todos. La soberanía que dichos Estados tienen es retenida, conservada, la que no cedieron a la nueva y más grande persona internacional.
Cataluña no tiene soberanía que conservar o retener: quiere que se la den. Está bien; pero que no se iguale a los Estados confederados de Alemania, ni compare al imperio que de las soberanías de sus componentes se nutrió, con España, a quien se quiere arrancar parte de su soberanía para darla a una región.
En Alemania había diversos reinos, estados, pueblos y ciudades independientes, condenados a vida mísera y quizás a morir y desaparecer pronto entre las ambiciones y codicias, intrigas y guerras de pueblos más grandes y fuertes. Fué necesario que se agruparan y unieran para salvarse de los dos enemigos permanentes de los pueblos pequeños y débiles, el sable pesado del coloso y el guante, tan fino como letal, de la diplomacia. A costa de algunas prerrogativas, las más excelsas sin duda, las que mejor caracterizan a la soberanía, salvaron la vida, prepararon la grandeza de la raza y levantaron la única muralla, de hierro y acero, que podía oponer Europa a las fieras e insaciables expansiones del pan-slavismo que habría arrollado fácilmente los frágiles valladares de los pueblos pequeños. Lo que fué ayer, será mañana y si llega al cabo, en esta guerra loca y asoladora, el vencimiento de Alemania, es de esperar que Inglaterra se oponga seriamente al rompimiento de la confederación germánica y hasta que defienda a capa y espada el poder militar terrestre de Alemania, deshaciendo tan sólo su fuerza naval, porque ningún gobierno europeo, y mucho menos, con el excelente sentido práctico de los ingleses, puede ignorar la fuerza y la fiereza del oso ruso cuando vea rotos los barrotes de hierro de su jaula.
Razones hubo, sobradas y potísimas, para que los pueblos y estados de la Europa central aunaran sus esfuerzos bajo una bandera y con una espada. ¿Qué razones hay para que en España se haga un movimiento invertido de soberanía, fraccionándola y trasegándola parcialmente desde el centro a la periferia? ¿Porque Cataluña es nación?
Temo que este concepto nos lleve mucho más lejos de lo que el señor Cambó ha indicado. El instinto popular es certero: y no cabe negar que en Valencia, en Aragón y en Andalucía, en los cuatro puntos cardinales de la Península, se ven con agrado los ataques al centralismo, las aspiraciones de las regiones y hasta sus afanes autonomistas; pero se presencian con prevención y temerariamente, los movimientos nacionales. Se vislumbra en ellos el deseo de ser algo distinto de España, y no se vislumbra, en cambio, el término y remate de la aspiración.
El señor Cambó, dotado de finísima percepción, se adelantó a los temores y a las suspicacias, hablando de soberanía parcial, limitada en cuanto a su extensión, lo que vale tanto como reconocer la dependencia parcial, en ciertos aspectos, de Cataluña. Y no contento con la distinción abstracta y descendiendo hasta el nivel más bajo de la mayoría de sus oyentes y lectores, agregó que él, lejos de querer la separación de Cataluña, desea verla unida con Castilla, porque ambos pueblos se necesitan, ayudan y completan, ya que los catalanes, por su talento, pujanza, iniciativas, actividad y recursos, pueden ser anárquicos, y los castellanos, dóciles, obedientes y sufridos, pueden ser víctimas de todas las tiranías.
No anduvo muy galante el señor Cambó al repartir los papeles. Cataluña piensa, labora, se agita, se rebela y se impone: es el motor, y como la dinámica de la vida española. Castilla escucha, obedece y sigue: es lastre y cuerpo muerto, solamente útil para la disciplina, para que Cataluña no se estrelle arrebatada por sus alas potentes. El señor Cambó, como buen catalán, calzó a los suyos las espuelas y les dio el látigo para que avivaran y sacaran de su modorra al desmedrado corcel castellano.
Los diputados por Castilla, hundidos en los escaños rojos, no se dieron cuenta del papel que les había asignado el señor Cambó: el latigazo quedó impune.
Parecióme entonces que se había eclipsado la sagacidad habitual del señor Cambó y sentí viva comezón de que algún diputado sevillano le preguntase: ¿Pero en España no hay más regiones que Cataluña y Castilla? ¿Qué ha sido de aquel discurso pronunciado en los Juegos florales de Sevilla? ¿Es que Andalucía no representa nada en la vida española, para su porvenir y grandeza, o es que para el señor Cambó es Castilla todo lo que no es Cataluña? Lo primero, implicaría contradicción en él y agravio para nosotros, y lo segundo, sería triste confirmación de una sospecha que han apuntado varias veces los enemigos de la Liga regionalista, a saber: que se preocupa sólo de lo suyo, importándole bien poco las demás regiones españolas.
Posible es que el señor Cambó dijera para su coleto: allá andaluces, aragoneses, valencianos, etc., que pidan cuanto se les antoje para sus pueblos y regiones. Y posible es, también, que los representantes de las provincias omitidas, pensaran, con Sancho, que peor era meneallo, no fuera que en otro reparto más amplio, hecho por vía de explicación, el papel de pobre jamelgo, asignado hasta entonces a Castilla, fuera a caer en otros campos que bien pueden conquistar, con poco trabajo, mejor y más digno símbolo.
Pero el deseo del señor Cambó en punto a la unión, recíprocamente complementaria, de Castilla y de Cataluña, no ofrece garantía ninguna, y una vez admitida la nacionalidad de la segunda podemos llegar al triste término que no quiere ni pide el jefe de la Liga. No hay fundamento ninguno para enlazar con el concepto de nación cierta cantidad limitada de soberanía. La historia y la experiencia denotan y enseñan otra cosa: que toda nación tiene natural e invencible propensión a ganar la soberanía plena, total y absoluta, a convertirse en Estado independiente, a romper toda subordinación. El conocimiento claro, reflexivo y perseverante de la propia personalidad nacional, sugiere la visión de un destino propio, especial, privativo, que la nación debe cumplir soberanamente, sin depender de nadie, con sus propias fuerzas y recursos, avasallando si es preciso, pero sin dejarse avasallar.
El señor Cambó y los suyos están riñendo durísimas batallas por su idioma, para que se extienda, reine e impere; y yo creo, y si no es verdad que Dios me perdone la imputación, que se quieren valer del idioma, extendiéndolo y generalizándolo, para ir formando y afinando la conciencia de la nacionalidad propia mediante el abultamiento de las diferencias con Castilla. Pero el día que se consiga esto, el día que Cataluña se vea más diferente, con caracteres y rasgos distintivos más acentuados; cuando la conciencia de la nacionalidad propia, distinta y separada de la de España, se extienda, afirme y esclarezca en Cataluña, ¿se contentará ésta con una soberanía parcial? Ni los deseos, ni el talento, ni la elocuencia del señor Cambó podrán detener a su antojo el torrente despeñado.
Hoy por hoy no hay razón ninguna para otorgar a Cataluña una soberanía, aunque limitada, de carácter nacional, porque ni siquiera concurren motivos serios para decir que sea nación.
No la definió el señor Cambó, ni expuso siquiera sus elementos esenciales. Habló de la raza y del idioma, exagerando su virtualidad diferencial, pero dejó intacto otro aspecto capital del problema que pudiéramos llamar género próximo, por oposición a la diferencia última y específica. Para saber si Cataluña es nación distinta de España, importa considerar tanto lo que las separa como lo que las asemeja.
Diferencias étnicas, fisiológicas, hay siempre, de pueblo a pueblo, de región a región, de un hombre a otro. Pero la nacionalidad no depende de la comunidad de raza y cada día decrece el influjo de este elemento, porque las razas no viven aisladas, tras murallas impenetrables, sino en contacto íntimo y constante, recorriendo la tierra, cada día más, por la facilidad y rapidez de las comunicaciones modernas.
El lenguaje es signo y fuente de más íntima misión, pero tampoco basta por sí solo para sellar a los pueblos con rasgos distintivos inequívocos. En tal caso, habría en España muchas naciones.
No hay tratadista que simplifique las causas y reduzca a tales extremos los elementos componentes de la nacionalidad. Manifiéstase, en conjunto, por cierta homogeneidad, que es, al mismo tiempo, parecido entre los nacionales y desemejanza con los extraños. Las causas son siempre muchas, enlazadas, complejas, la convivencia en un mismo territorio, la acción de idénticos agentes, la religión, la historia, ideales, tradiciones, afectos, afinidades étnicas, comunicaciones espirituales, intereses comunes, el recuerdo de una misión conjuntamente realizada en lo pasado y el anhelo de un destino que puede ser alcanzado por la cooperación colectiva de cuantos se parecen, todo lo que acerca a los hombres por contactos y semejanzas de caracteres, recuerdos y anhelos, despertando la conciencia de la precisa y recíproca cooperación para una labor colectiva en la vida.
La incorporación de Cataluña a la nación española, es obra vieja, de muchos siglos. Andaluces y castellanos y catalanes y aragoneses, etc., somos, todos, nacionales de España, porque estamos cercados por tres mares y una cordillera altísima, porque hemos recibido las mismas invasiones de tantas razas y civilizaciones diferentes, mezclando con las suyas nuestra sangre y nuestra cultura; porque todos tuvimos que rescatar, sangrientamente, y paso a paso, la tierra perdida; porque subimos a la cúspide y caímos al abismo; porque hemos tenido las mismas glorias y llorado los mismos infortunios, por haber peleado contra los mismos tiranos en Gerona, en Zaragoza y en Cádiz; porque nos acercan la religión, la historia, el ideal y el interés, que si unidos valemos poco, separados y dispersos seríamos absorbidos por el primer ambicioso que pusiera el pie en esta península, asiento incomparable, según Bourges, de una sola y perfecta nación.
Esta es base precisa para nuestra salud: Variedad en la unidad, por reivindicación de los derechos y prerrogativas regionales dentro de una sola nación, merecedora de mejores gobernantes.