Regionalismo. III. El centralismo
El señor Cambó, acierta en parte, pero en otra, muy principal e importante, se equivoca, pues si bien tiene sobrados motivos para quejarse y censurar a los gobernantes y aun para pedir la apertura de cauces nuevos en la política española, no atina al proponer, como remedio radical y compendioso de nuestros achaques y desventuras, el reconocimiento de la personalidad nacional de Cataluña.
Estoy conforme con el fiscal y suscribo su implacable acusación, idéntica, en sustancia, a cuanto han dicho y escrito Costa, Mella y Maura, pero me aparto, con premura, del peligroso curandero, porque su receta, es decir, la dispersión de la soberanía, agravaría la situación de España, sin cortar el grave mal que la corroe, y aun daría al traste, en corto plazo, con las últimas reservas de energía y de esperanza.
El señor Maura lo dijo hace años, con galana frase, en un discurso, que yo oí, en el teatro de San Fernando de Sevilla, Cataluña, quizás sea lo mejor de España por su actividad, por su cultura, por múltiples merecimientos, pero los catalanistas ansiosos de independencia son tan insensatos como el que pretendiera arrancar los ojos porque el alma está en la mirada.
Pero si el señor Cambó yerra como médico, la enfermedad de España es grave y notoria. Conviene precisarla, para hallar su remedio.
Se ha dicho muchas veces, en todos los tonos y por hombres de diversos sectores, que la política española se distingue, por la suplantación sistemática y organizada de la voluntad nacional. El pueblo, en la más amplia acepción del vocablo, está subyugado por bandos y facciones que se disputan el poder y que en su alcázar entran y salen periódicamente con la precisa regularidad de las estaciones.
Más de una vez se han roto los faroles del alumbrado público por impaciencia de los que llevaban dos años de espera a la puerta del refectorio. Los jefes pactan muchas veces, con reloj en mano, pero la guardia hambrienta adelanta, con frecuencia, las manillas de la esfera.
Los ciudadanos, en mayoría inmensa, no actúan en la vida pública y aun se apartan, con repugnancia, de sus funciones, abandonando el campo a los menos, ambiciosos y audaces, que manejan y esgrimen a su antojo los instrumentos del poder, y aparecen en escena como únicos pregoneros de las riecesidades y anhelos nacionales.
Todo está en manos de las facciones, que han de atender por fuerza a ellas mismas, al bienestar de los adeptos, a la mejora y pujanza del bando, porque el socorro mutuo es, como diría Ardigó, la única fuerza específica del organismo. La casaca recamada de oro, que luce y brilla bajo las luces espléndidas del salón cortesano, ha formado compañía con la parda capa que abriga al tosco cazurro de la aldea, aunque descubriendo aquélla las arrobas de malicia que la segunda oculta.
Pero la influencia de las banderías detentadoras del poder fluye y dimana de la organización brutalmente centralista de la política y de la administración españolas. Si lográramos dar al traste con el centralismo caería rota la pesada cadena y quedarían vacíos los grandiosos almacenes de la tropa nefanda. Porque el cacique rural tiene asegurada su vida en el despacho del jefe de la provincia, que a la vez contrata su seguro en Madrid, en los mismos despachos ministeriales. Sin los provechos derramados por la mano poderosa del brillante camarada cortesano, no habría secuaces en provincias ni en los pueblos.
Dan éstos cuanto se les pide y a veces más de lo que pueden. Todo cae, sangre y oro, en los grandes estanques de Madrid, a disposición de los facciosos de turno. iQuién vuelve la espalda a los parciales merecedores de recompensa, si ellos supieron abrir con las llaves falsas de sus listas y escrutinios, las puertas del alcázar! La savia, recogida y centralizada, no retorna a las provincias y a los pueblos por los cauces naturales de las necesidades respectivas, sino por las atarjeas artificiales de los partidos políticos, que teniendo al alcance de sus manos los grifos, escapes y salidas del depósito, reservan tercio y quinto para los secuaces fieles, merecedores de recompensa.
Ningún afiliado puede sustraerse a los capitales mandamientos del caciquismo nacional: servir y complacer a los electores porque en la mayoría de sufragios, falsos o verdaderos, pero oficialmente certificados, está el único título legítimo del poder: dar carta blanca a los caciques rurales y provinciales porque sin las habilidades y estratagemas de su gente adiestrada no es posible la victoria electoral: dejar abiertas, bajo las manos ávidas de los primates, las arras de las credenciales, de los honores, de cuanto pueden reclamar la vanidad y la codicia: en vez de buscar hombres aptos para los menesteres precisos, crear destinos y cargos para los secuaces de valor y servicio acreditados. Quien se rebele contra estos mandamientos de política oligárquica, atenta a la vida misma de la facción. No cabe mutualidad más pura y perfecta.
Así se explica la evaporación de los presupuestos generales de cuarenta años con criminal abandono de las tres grandes necesidades de los pueblos: fuerza organizada, que ampare y defienda la vida, honor e independencia nacionales; justicia recta, ilustrada e independiente que dé a cada uno su derecho, e instrucción que capacite a los ciudadanos para mejora y provecho de todos.
Sin mutuas y continuas prestaciones no vivirían las oligarquías imperantes: pero dejando secos los estanques del centralismo, no habría prestaciones eficaces y quedarían defraudadas la vanidad y la codicia, rompiéndose, como por ensalmo, los contratos de seguro.
La cadena empieza en Madrid y acaba en la aldea: Cualquiera vecino, que sienta afanes de dominación, se dedica a cazar sufragios. Si no los tiene, los fabrica. Rinde su voluntad, con voto solemne de obediencia, al cacique de la ciudad, pero recibe en cambio facultades omnímodas para proveer los destinillos del Ayuntamiento, algunas contratas, el estanco del pueblo, etc., etc. Disponiendo de cuanto puede rendir algo, creando plazas, aunque no sean precisas, tolerando correrías en el haber común del vecindario, y recibiendo, por añadidura, para manos leales y amigas, la vara de la justicia municipal, se reclutan adeptos y hasta se forman camarillas adiestradas en todo género de trapacerías electorales. Viendo el amigo de la ciudad, cómo se refuerzan los puntales de su plataforma, da rienda suelta a la generosa protección, y adquiere, con ella, el de abajo cuanto necesita para limpiar el campo de enemigos. La violencia y la astucia dan rápida cuenta de los vecinos independientes.
El cacique de la ciudad, alega, como singular merecimiento, los votos que cuenta en los pueblos, y con ellos se abre camino y llega a Madrid, recogiendo para sí una carta en blanco, parecida a las que él entregara a los parciales de los pueblos. A su disposición están todos los puestas vacíos, desde los sillones aterciopelados del gobierno y de la alcaldía, hasta las banquetas de las porterías oficiales. La recomendación secreta del cacique, insinuante, sugestiva o amenazadora, llega, como airecillo sutil, a las salas de justicia, a los claustros de doctores, a los tribunales de oposición, a las escuelas, al catastro, a las oficinas, abre todas las puertas, allana todos los caminos, resuelve dificultades o las crea y amontona para agravio y mortificación del enemigo, pone vetos a granel, aprisiona a los escritores con destinos que necesita y agradece su parentela, hace, en suma, cuanto se le antoja, como señor de horca y cuchillo y con las espaldas bien guardadas en Madrid, porque sus diputados y senadores están siempre propicios a decir sí o no desde los escaños parlamentarios, a gusto y conveniencia de los jefes del bando, aunque opinen otra cosa o no entiendan la propuesta.
Todos se necesitan recíprocamente, y todos saben, además, que el concurso de la mayoría puede ser ventajosamente sustituido por la preparación esmerada, buena organización y cabal disciplina de unos cuantos, repartidos como cordones de la misma red por todos los ámbitos de la península, acordes en el mismo programa, y colaboradores asiduos de la obra común. En el corto número está cifrado cabalmente el provecho, que es premio y estímulo, satisfacción y acicate, porque, a medida que disminuye el divisor de parciales merecedores, aumenta el cociente de mercedes cotizables. Pero el día que se suprima el dividendo, es decir, ios grandes almacenes y depósitos del brutal centralismo, no habrá cociente alguno y en corto plazo se esfumará el divisor de aspirantes, vividores o necesitados que consumen buena parte de los recursos amontonados por el pueblo a costa de sudores, fatigas y privaciones. Toda la maquinaria vendrá estrepitosamente al suelo como el retablo de Maese Pedro.
Podrá quedar viva alguna planta y retoñar en algunos pueblos y regiones, pero sin correspondencia nacional, sin el riego fecundante de arriba. De los retoños aislados darán cuenta, a buen seguro, los pueblos expoliados, que si el corazón no se quiebra cuando no ven los ojos, no hay larga paciencia para presenciar el diario despojo de los frutos nacidos al calor del sacrificio.
Así sea, si Dios quiere, en todas partes, y a corto plazo.