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Reina

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Reina
de Emilia Pardo Bazán


No se recordaba, en la «histórica urbe» de Alcazargazul, acontecimiento igual, por lo menos desde que cesaron de ocuparla los moros y la conquistó el buen Alvar Mojino de los Mojinos, asaltando la muralla con sus hombres, cual banda de gatos monteses que trepan a un peñasco con las uñas.

Justamente, en conmemoración de tal acontecimiento (aunque en apariencia no existiese íntima relación entre ambas cosas) pensaron varios alcazargazuleños entusiastas en que se celebrasen unos Juegos florales, verdaderamente solemnes. Una comisión constituida al efecto, y de que formaban parte todas las «fuerzas vivas», trabajó lo increíble, revolvió Roma con Santiago, y consiguió (no dando paz a diputados y senadores de la región) una subvencioncilla y varios premios, con la consiguiente designación de temas.

También jugaron influencias para que «mantuviese» el certamen el célebre orador don Propicio Meloso, el cual arañó un poco en Lafuente y Mariana, se empapó en las leyendas y fastos de Alcazargazul, y, llegado el momento de dejar fluir su elocuencia, hizo un relato de la proeza de Alvar Mojino, que ni que la hubiese estado presenciando la víspera. Enorme resonancia alcanzaron los Juegos florales, porque otro acierto de la Comisión fue señalar para la celebración de los Juegos, no el día en que se cumplían siglos de la hazaña, sino el mismo en que tradicionalmente se verifica la feria de Alcazargazul. Un arqueólogo de la localidad, don Senén Morquecho, los insultó en varios artículos de un periodiquito por esta libertad que con la historia se tomaban; pero el resto de la Prensa regional declaró que el tal don Senén era un majadero (como si esto no se supiese desde años hacía).

El mayor aliciente, sin embargo, de los Juegos, y la más feliz ocurrencia de la Comisión, consistió en disponer que presidiese el certamen, lo mismo que en tiempos de Clemencia Laura, una Corte de Amor, compuesta de una Reina, seis damas y siete pajecillos. Al difundirse la noticia de tan romántica novedad -entonces lo era-, las posadas de Alcazargazul cobraron desde varios días antes de la solemnidad cinco duros diarios por tabucos indecentes, camastros con chinches, y asados de carnero.

No había sido tarea fácil la de reunir la Corte, porque al principio las familias distinguidas de Alcazargazul y sus contornos se negaban a que sus hijas saliesen al tablado «lo mismo que cómicas». Hubo que tocar resortes, hasta políticos y religiosos, para convencer a aquella gente atrasada. Y hubo también que transigir unas miajas en lo de la belleza. No fueron precisamente las más hermosas las que, engalanadas, se agruparon alrededor del trono. En cambio, la Reina, la hija del cacique liberal, era casualmente la muchacha más reputada de bonita en el pueblo y sus alrededores.

Requerido por el diputado, a quien interesaba el lucimiento de los festejos, el cacique no había tenido remedio sino acceder, un tanto a rastras, a la exhibición de su hija, y a encargar a Madrid un suntuoso traje blanco elegido por la madre del diputado, y con el cual Mari-Virginia, tal era el nombre de la Reina, lo parecía en efecto cuando ocupó el trono de sedas, flores y ramaje que le estaba destinado.

Iba Mari-Virginia pálida de emoción; pero el color de su cara se convirtió en rosa vivísima cuando estallaron los aplausos provocados por su presencia, cuando el rumor de la multitud subió a ella incensándola, cuando el diputado, el joven duque de la Morería, cual si nunca la hubiese visto antes, la envolvió en una ojeada que de puro admirativa tenía algo de insolente, y cuando el mantenedor, en un párrafo hecho a torno, declaró que en ella estaba representado todo el hechizo de la mujer de aquella comarca, de árabes ojos de gacela y talle de cimbreante lirio. Hubiese sorprendido mucho a la concurrencia y al orador quien les dijese que los lirios no se cimbrean más ni menos que otra planta.

Sin entrar en este género de análisis, Mari-Virginia sentía como si en su corazón derramasen un vino añejo y que embriaga dulcemente, con dorada embriaguez. Era una muchacha honesta, que se había pasado los cinco años que separan los quince de los veinte cosiendo, sentada en el patio de su casa, en conversación alegre con las sirvientas y las vecinas, comentando el gorjear del jilguero favorito y las gracias del hermanillo pequeño. Nunca se le había ocurrido pensar que los moros, en otro tiempo, lavaron su ropa en aquel riachuelo mismo que corría al pie del huerto de su casa. No sospechaba siquiera que hubiese habido un Alvar Mojino que realizó valentías, y menos que, en virtud de tal suceso, ella hubiese de subir al trono. ¡Reina! Enfáticamente pronunciaban la palabra las mozas del servicio, las comadres de la barriada y las amigas y los parientes viejos. ¡Reina, reina de la belleza! ¡Ella, Mari-Virginia Rosón! Pero ¡qué cosas suceden! ¡Quién lo pensara!

Entre las felicitaciones, venían los augurios. Ahora tenía que suceder: se casaría lo menos con un príncipe. Vamos, un príncipe no, porque nunca se han visto en Alcazargazul..., pero un señor de lo más alto, un señor que se la llevaría a Madrid, para que se les cayesen de envidia los ojos a todas las señoronas de por allá... Una o dos gitanas cobrizas, con peinas azules en el moño negro y aceitado, acudieron a «isí la buenaventura» a la «zeñita», vaticinándola lo propio: un casamiento que daría que «jablá» para seis años. Y Mari-Virginia subía a su trono con ilusiones de verdadera reinecita adorada, con esperanzas indefinidas de algo supremo, incomparable, que la tenía que suceder, y con alas en los hombros, alas invisibles, de plata y azul, como las de los angelines que cercan el trono de la Patrona de Alcazargazul, Nuestra Señora del Triunfo...

La noche que siguió al certamen, después del baile del Casino, la muchacha no pudo dormir. La desveló dulce fiebre. No cesaba de oír voces que la llamaban «reina, reina de la hermosura», y entre ellas, la del duque de la Morería, baja, timbrada, al parecer, por un sentimiento de amor, que murmuraba a su oído mil frases de sentido equívoco, interpretables en el más halagüeño. Tres veces el joven diputado bailó con la reinecita, y otras tantas la gente aplaudió, hasta que los socios del Casino, cogiendo las flores que adornaban las consolas, las habían arrojado a los pies de la pareja, a pesar de que el secretario de la Sociedad repetía, vigilante:

-Hombre, no hasé tonterías, que van a resbalá...

A la mañana siguiente hubo jira con almuerzo en honor de don Propicio, pero continuó la Reina siendo el gran atractivo de la función. Por la tarde, don Propicio salió en el tren, y con él partieron el joven duque y el poeta premiado con la flor natural, que era un canónigo de Plasencia. Mucha gente se marchó ya aquella tarde: el pueblo se quedó «sordo», al decir de las vecinas. Mari-Virginia, desde aquel punto, no concurrió a los festejos, que aún languidecieron media semana. Al despedirse, el joven duque había ofrecido escribir desde Madrid, adonde le llamaban asuntos urgentísimos.

La crónica refiere que no escribió. No tenía afición al género epistolar. En Alcazargazul todavía por espacio de un año llamaron «Reina» a la linda hija de Rosón. La Reina practicaba un retraimiento que empezaron las gentes a definir como orgullo. Y, mortificadas, suprimieron lo de Reina y la nombraron como antes, familiarmente, Mari-Virginia.

No salía nunca. No quería ver a nadie. Mañana y tarde, silenciosa, cosía en su jardín, con la cara hermética, los ojos árabes perdidos a veces en las lejanías, cual si todo lo bueno que esperase tuviese que venir de gran distancia. El rumor del riachuelo y de la fuente rimaba sus horas con una melancolía musical. El hermanito chico y los jilgueros gorjeadores la eran indiferentes. A decir verdad, la era indiferente todo, menos lo que pasaba en su interior. Y en su interior pasaba siempre lo mismo. A los acordes de una marcha misteriosamente solemne, subía unas gradas mullidas de alfombra, y ocupaba un trono de damasco, ramaje y flores. Y la multitud, electrizada, gritaba, como si aclamase: «¡Viva la Reina!».

Dos o tres de los mejores partidos de la provincia, muchachos de algún porvenir, de hacienda suficiente, se presentaron a solicitar la mano de Mari-Virginia. El padre incitaba a la hija a casarse; deseaba tener en su yerno un lugarteniente para su política mezquina de campanario, y, además, las mocitas, llegadas a los veinte y pico, mejor que se establezcan; pero Mari Virginia rehusaba tenazmente. Y rehusando siguió, y los años transcurrieron, y el padre se fue de este mundo, y el hermano concluyó la carrera y se casó, y Mari-Virginia, solita en su casa del huerto, siguió cosiendo y mirando hacia lo lejos, sin esperar ya concretamente nada bueno, pero negándose a aceptar lo que pudiese venir, porque no quería dejar de ser «Reina».

No estaba triste; sólo estaba muda, cerrada, como los sepulcros. Y duró esta situación hasta que, por azares de la politiquilla local, el duque de la Morería, ya casado, protegió otros Juegos florales y fue nombrada otra Reina joven. Aquel día, Mari-Virginia se acostó quejándose de un dolor que la molestaba, no sabía dónde; acaso dentro; en el alma quizás. Anduvo enfermiza varios meses, y luego dio en frecuentar la iglesia. Y los que la ven pasar, todas las mañanas, cubierta la cabeza con el velillo, se dicen al oído:

-Pues no crea usted, fue la mujé má bonita de Alcasagasú... Como que ha sío la primé Reina de los Juegos florales...