Relación de un viaje al Río de la Plata/Capítulo 3
Viaje desde Buenos Aires hasta el Perú
Salí de Buenos Aires y tomé el camino de Córdoba, dejando a Santa Fe a mi derecha, de cuyo lugar recibí esta noticia.
Es una población española dependiente de Buenos Aires: el Comandante no es más que un Teniente y no hace nada sino por orden del Gobernador de Buenos Aires. Es un pueblito que comprende veinticinco casas, sin murallas, fortificaciones ni guarnición, distante ochenta leguas hacia el norte de Buenos Aires, situado sobre el Río de la Plata: hasta allí podrían llegar grandes buques si no fuera por un enorme banco que obstruye el paso un poco más arriba de Buenos Aires. A pesar de todo es una posta muy ventajosa porque es el único paso desde el Perú, Chile y Tucumán hacia el Paraguay y en cierta manera el depósito de las mercaderías que se traen desde allí, particularmente esa yerba de la cual ya hablé, sin la cual no pueden pasarse en esas provincias. El suelo es aquí tan bueno y tan fértil como en Buenos Aires, y no teniendo la población nada notable que difiera de lo que observé en Buenos Aires, la dejo y continúo con mi viaje.
Se cuentan ciento cuarenta leguas de Buenos Aires hasta Córdoba y como algunas partes del camino están deshabitadas en largos trechos, me proveí antes de la partida de todo aquello que me informaron que me sería necesario. Así partí, llevando por guía a un salvaje, con tres caballos y tres mulas, unos para llevar el equipaje y el resto para cambiar en el camino, cuando se cansara el que montaba.
Desde Buenos Aires hasta el río Luján y aun más lejos, hasta el río Arrecifes, en treinta leguas pasé por varias poblaciones y estancias cultivadas por españoles, pero más allá del Arrecife, hasta el río Saladillo, no vi ninguna. Haré observar de paso que estos ríos, como todos los demás de las provincias de Buenos Aires, Paraguay y Tucumán que desembocan en el Río de la Plata, son vadeables a caballo; pero cuando las lluvias u otro accidente los hace crecen, el viajero las debe atravesar a nado o bien colocarse sobre un bulto por el estilo de una balsa, que un salvaje arrastra hasta el otro lado. Yo no sabía nadar, así que me vi obligado a hacer uso de este expediente dos o tres veces, cuando no pude hallar un vado. El sistema fue así: mi indio mató un toro salvaje, le quitó el cuero, lo rellenó de paja y lo ató con tientos del mismo cuero, formando un gran bulto, sobre el cual me coloqué con mi equipaje; el indio pasó nadando, arrastrándome tras él por medio de una cuerda atada al bulto, y luego repasó el río e hizo pasar nadando los caballos y mulas hasta donde yo estaba.
Todo el país entre el río Arrecifes y el Saladillo, aunque deshabitado, abunda en ganado y en toda clase de árboles frutales, excepto nogales y castaños. Hay bosques íntegros de durazneros, de tres o cuatro leguas de extensión, que producen excelente fruta, que no solamente comen cruda sino que también cocinan o secan al sol, para conservarla, como hacemos en Francia con las ciruelas. Raras veces usan otra madera que la de este árbol para el fuego, en Buenos Aires y sus alrededores. Los salvajes que viven en estas regiones se dividen en dos clases: los que voluntariamente se someten a los españoles se llaman Pampistas y el resto Serranos; ambos se visten con pieles, pero los últimos caen sobre los Pampistas como sobre sus mortales enemigos, en cualquier lugar donde los encuentren. Todos pelean a caballo, ya sea con lanzas con punta de hierro o huesos afilados o también con arcos y flechas. Llevan un cuero de toro, con la forma de un jubón sin mangas, para protegerse el cuerpo. Los jefes que mandan sobre ellos en la guerra y en la paz, se llaman Curacas. Cuando se apoderan de un enemigo, vivo o muerto, se reúnen, y después de haberle reprochado que él o sus parientes fueron los causantes de la muerte de sus parientes o amigos, lo cortan y parten en pedazos, que asan un poco y los comen, haciendo con sus cráneos recipientes para beber. Se alimentan principalmente de carne, ya cruda ya preparada, y particularmente de potrillo, que prefieren a la ternera. Además pescan en abundancia en sus ríos. No tienen lugares fijos de residencia, sino que vagan de un punto a otro, varias familias juntas, viviendo en toldos.
No pude informarme exactamente acerca de la religión que practicaban, pero me contaron que consideraban al Sol y a la Luna como deidades, y mientras viajaba vi a un salvaje arrodillado con la cara hacia el sol, gritando y haciendo gestos extraños con las manos y brazos. Me enteré por el salvaje que me acompañaba que era uno de esos que llaman Papas, que por la mañana se arrodillan hacia el Sol y por la noche hacia la Luna, para suplicar a esas caprichosas divinidades que les fueran propicias, que les dieran buen tiempo y la victoria sobre sus enemigos. No usan de grandes ceremonias en sus casamientos; pero cuando muere un pariente, después de haber frotado el cadáver con una tierra que lo consume todo menos los huesos, los guardan, y llevan de ellos tantos como convenientemente pueden, en una especie de cofres; y esto lo hacen en prueba de su afecto por sus parientes. Realmente no les dejan faltar sus buenos oficios durante la vida, ni en la enfermedad ni en la muerte.
A lo largo del río Saladillo advertí muchísimos loros o papagayos, como los llaman los españoles, y ciertos pájaros llamados guacamayos, que son de diversos colores y dos o tres veces más grandes que un loro. El río mismo está lleno de un pez que llaman dorado, que es muy bueno para comer. Hay un animal en él cuya carne nadie sabe si es comestible o venenosa; tiene cuatro patas y una cola larga, como un lagarto.
Desde el Saladillo completamente hasta Córdoba se marcha a lo largo de un hermoso río, que abunda en pescado; no es ni ancho ni profundo, por lo que puede ser vadeado. En sus orillas se encuentra uno pequeñas plantaciones a cada tres o cuatro leguas; son como casas de campo habitadas por los españoles, los portugueses y los nativos, quienes tienen todas las comodidades necesarias para vivir y son muy educados y caritativos con los extranjeros. Su principal riqueza consiste en caballos y mulas, con los cuales comercian con los habitantes del Perú.
Córdoba es un pueblo situado en una amena y fértil llanura, a orillas de un río, mayor y más ancho que aquellos de los que he hablado hasta ahora. Está compuesta de alrededor de cuatrocientas casas, construidas como las de Buenos Aires. No tiene ni fosos, ni fuerte para su defensa; el comandante de ella es Gobernador de todas las provincias de Tucumán y aunque es el lugar de su residencia ordinaria, con todo se marcha de cuando en cuando, en cuanto ve ocasión, para ir a pasar un tiempo en Santiago del Estero, en San Miguel de Tucumán (que es la ciudad capital de la provincia), en Salta y en Jujuy. En cada una de estas villas hay un Teniente, que tiene bajo sus órdenes a un Alcalde y a algunos Oficiales para la administración de justicia. El Obispo de Tucumán del mismo modo reside en Córdoba, donde la Catedral es la única iglesia parroquial de toda la ciudad; pero hay diversos conventos de monjes, a saber de dominicos, recoletos, y de los de la orden de la Merced, y uno de monjas. Los jesuitas tienen allí un colegio y su capilla es la más hermosa y más rica de todas.
Los habitantes tienen riquezas en oro y plata, que adquieren por el comercio que tienen con las mulas, de las cuales proveen al Perú y otras regiones, comercio que es tan considerable que venden alrededor de 28 o 30.000 animales por año, los cuales crían en sus estancias. Generalmente los tienen hasta que llegan más o menos a los dos años y entonces los ponen en venta y reciben alrededor de seis patacones por cada una de ellas. Los traficantes que vienen a comprarlas las llevan a Santiago, a Salta y a Jujuy, donde las dejan durante tres años, hasta que se han desarrollado bien y hecho fuertes y, después las llevan al Perú, donde actualmente tienen salida para ellas, porque allí, lo mismo que en el resto de las regiones occidentales de América, la mayor parte del transporte se hace a lomo de mula. La gente de Córdoba también se dedica a comerciar en vacas, que se procuran en la campaña de Buenos Aires y llevan al Perú, donde, sin este medio de subsistencia, es seguro que tendrían mucha dificultad para vivir. Esta clase de tráfico hace de este pueblo el más considerable de la provincia de Tucumán, tanto por sus riquezas y productos como por el número de sus habitantes, los cuales suman al menos quinientas o seiscientas familias, además de los esclavos, que son tres veces más, pero la generalidad de ellos, de todas las clases, no tienen otras armas que la espada y el puñal y son soldados muy diferentes: el aire de la región y la abundancia de que gozan los hacen perezosos y cobardes.
Desde Córdoba tomé el camino de Santiago del Estero, que dista noventa leguas de allí. Durante mi viaje, de cuando en cuando, esto es cada siete u ocho leguas, me encontré con casas aisladas de españoles y portugueses, quienes viven muy solitarios. Están todas situadas sobre arroyuelos, algunas de ellas al amparo de bosques, con los cuales se encuentra uno frecuentemente en la región, y son en su mayor parte de algarrobos, cuyo fruto sirve para hacer una bebida que es dulce y picantita, y que sube a la cabeza como el vino; otras casas están en campo abierto y no tan dotadas de ganado como las de Buenos Aires; pero, sin embargo, hay suficiente y en realidad más aun del que se necesita para la subsistencia de los habitantes, quienes también comercian con mulas, algodón y cochinilla para teñir, que produce la zona.
Santiago del Estero es un pueblo de alrededor de trescientas casas, sin fosos ni murallas, emplazado en terreno llano y rodeado de bosques de algarrobos; está situado sobre un río medianamente ancho, navegable por botes y ricamente dotado de peces. El aire es muy cálido y bochornoso, que hace de los habitantes unos perezosos y afeminados. Tienen el rostro muy moreno, son sumamente dados a sus diversiones y les importa muy poco el comercio. Hay trescientos hombres capaces de llevar armas, contando también los salvajes y los esclavos; y están todos muy mal armados y no son sino soldados mezquinos. La mayor parte de las mujeres son bastante guapas, pero tienen generalmente una especie de hinchazón en el cuello, que llaman coto en el idioma del país, y parece ser casi lo mismo que nosotros llamamos «wen» (lobanillo). La región está suficientemente dotada de aves silvestres, venados, trigo, centeno, cebada y frutas tales como higos, duraznos, manzanas, peras, ciruelas, cerezas, uvas, etc. Abundan los tigres, que son muy feroces y voraces; leones que son muy mansos y guanacos grandes como caballos, con el cuello muy largo y cabeza pequeña y cola muy corta; en el estómago de estos animales se encuentra la piedra bezoar. En este pueblo hay cuatro iglesias, a saber: la iglesia parroquial, la de los jesuitas, la de los frailes recoletos y una más. Aquí tiene su residencia el Inquisidor de la provincia de Tucumán; es un sacerdote secular y tiene a sus órdenes comisarios o diputados, a quienes coloca en todas las otras poblaciones de la provincia.
Después de haber pasado tres días en Santiago, me fui a Salta, que dista cien leguas; y dejando San Miguel de Tucumán a la mano izquierda, que es una población bajo la jurisdicción de Santiago, tomé el camino de Esteco, encontrando en el viaje algunas aldeas de españoles acá y allá y muy pocos salvajes. La región es llana y consiste principalmente en fértiles llanura y bosques llenos de algarrobos y palmeras que producen dátiles algo menores a los de los países orientales, y también muchas otras clases de árboles y plantas, entre otras la que produce la brea, la cochinilla y el algodón.
Hay diversos lagos pequeños alrededor de los cuales se forman grandes cantidades de sal, la cual utilizan los pobladores del país. Me quedé un día en Esteco, para prepararme algunas provisiones para el viaje. Está situado sobre un hermoso y ancho río, que con todo puede ser vadeado a caballo. Este pueblo fue antiguamente tan grande y tan importante como Córdoba, pero ahora está arruinado, no habiendo quedado en él arriba de treinta familias, porque las demás lo abandonaron a causa del gran número de tigres que lo infestaban, devorando a sus niños y algunas veces a los hombres, cuando podían sorprenderlos; además hay un número increíble de moscas venenosas que pican agudamente, de las cuales está lleno el país en una extensión de cuatro o cinco leguas alrededor del pueblo, así que no hay modo de salir de él sino enmascarado. Esta zona también es muy productiva de trigo, cebada, viñas y otros árboles frutales; y abundaría en ganado si los tigres no lo devoraran.
Desde Esteco a Salta hay quince leguas, y esta extensión sería igual a la que he descrito hasta ahora, pero es pedregosa en algunos lugares. Se puede distinguir fácilmente a Salta a unas dos leguas antes de llegar a ella, porque se encuentra en medio de una hermosa llanura, fértil en maíz, uvas y otras clases de frutas, ganado y otras cosas necesarias para la vida; está rodeada por algunas partes de cerros y algunas montañas bastante altas. El pueblo está a la orilla de un pequeño río, sobre el cual hay un puente; contendrá unas cuatrocientas casas y cinco o seis iglesias y conventos, cuya construcción es semejante a la de los que he descrito antes. No está rodeada con murallas, ni fortificaciones, ni fosos, pero las guerras que los habitantes han tenido con sus vecinos los han adiestrado en la disciplina militar, haciéndolos más cuidadosos que anteriormente en la atención de sus armas. Son alrededor de quinientos hombres, todos los cuales portan armas, además de los esclavos, mulatos y negros, que suman tres veces más. Es un lugar muy concurrido en razón del considerable comercio que tiene en maíz, carne, ganado, vino, carne salada, sebo y otras mercaderías, con las cuales trafican con los habitantes del Perú.
A doce leguas más allá se encuentra Jujuy, que es la última población de Tucumán por el lado del Perú. En los altibajos del camino hay muchísimas casas de campo o estancias y muchas más que en cualquier otra parte, aunque la región no es tan agradable ni tan fértil, no siendo casi otra cosa que cerros y montañas. Este pueblo de Jujuy comprende alrededor de trescientas casas: no está muy poblado a causa de las continuas guerras que sus habitantes, lo mismo que los de Salta, sostienen con los salvajes del Valle Calchaquí, quienes están continuamente acosándolos. La causa que provocó estas guerras es la que sigue: el Gobernador de Tucumán, Don Alonso de Mercado y de Villa Corta, habiendo recibido informes de que la casa de los últimos Incas, o Reyes del Perú, que se llamaba Casa Blanca, estaba en ese valle y que había allí una gran cantidad de tesoros que los nativos conservaban como prenda de su antigua grandeza, dio aviso de ella a su Majestad Católica y le suplicó le permitiera hacer la conquista del mismo y someterlo a su gobierno, como lo había hecho con tantos otros lugares, cosa que obtuvo.
Para cumplir su designio pensó emplear a Don Pedro Bohoriers, moro, nativo de Extremadura, ya que siendo una persona acostumbrada a tratar con salvajes y capaz de llevar adelante entre ellos una intriga, era por lo tanto más a propósito que otro para hacer triunfar su plan. Pero el negocio tuvo un desenlace completamente contrario: porque este Bohoriers, cuando llegó entre los salvajes del valle y se ganó el afecto de los mismos, en lugar de cumplir con su comisión, trató de establecerse él mismo en el poder entre ellos, en lo cual tuvo tanto éxito que por su astucia y buenas medidas hizo que lo eligieran y reconocieran por su Rey. Después de lo cual se declaró contra este Gobernador español y comenzó con él una guerra hacia fines de 1638, y varias veces lo derrotó a él y a sus fuerzas, lo que dio ocasión a que algunos de los indios nativos, que estaban bajo el dominio de los españoles, arrojaran su yugo y se unieran al pueblo de ese valle, que por medio de esas adiciones se convirtió en algo formidable. Allí también huían los esclavos del Perú, particularmente aquellos que sirven en las minas, cuando se les presentaba oportunidad de fugarse; y el escondrijo seguro que encuentran allí lleva a gran número de ellos a ese lugar, hasta tal punto que los españoles no tendrían ni la mitad de los hombres necesarios para trabajar las minas si no consiguieran negros del Congo, Angola y otros puntos de la costa de Guinea por medio de varios genoveses que van hasta allá a buscarlos y se los venden a un precio convenido entre ellos.
Desde Jujuy a Potosí se cuentan cien leguas; el viaje es muy molesto y no hay sino este camino para ir desde Tucumán al Perú. A dos leguas de Jujuy comencé a internarme en las montañas, entre las cuales hay un pequeño y estrecho valle, que llega hasta Humahuaca, que está veinte leguas más lejos, y a lo largo de él corre un riacho, que uno se ve obligado a pasar y repasar con frecuencia. Antes de haber avanzado cuatro leguas por este camino, se encuentran volcanes o montañas ardientes, llenas de substancias sulfurosas, que estallan en llamaradas de cuando en cuando y a veces revientan y arrojan cantidades de tierra al valle, lo cual hace el camino tan barroso cuando cae una lluvia poco después, como sucede casi siempre, que a veces uno se siente forzado a quedarse cinco o seis meses o hasta que llegue el verano a secarlo, para hacerlo transitable. Estos volcanes continúan durante dos leguas a lo largo del camino y en toda la extensión no hay casas ni de españoles ni de salvajes, pero más allá, a todo lo largo hasta Humahuaca, hay muchísimas casitas de campo, habitadas solo por indios y dependientes de algunas ciudades de ellos, las cuales están gobernadas por sus jefes, a los que llaman Curacas, quienes a su vez tienen un Cacique sobre ellos, cuyas órdenes obedecen y cuya residencia está en Humahuaca, la cual es una población de doscientas casas, construidas de tierra y diseminadas sin orden. La tierra de los contornos no es de las mejores; sin embargo allí siembran trigo y gran cantidad de mijo, el cual utilizan ordinariamente los indios. En cuanto a ganado, tienen muy poco, y generalmente comen carne secada al sol, que les traen aquellos que comercian con ellos; tienen también cabras y ovejas de su propia producción.
La mayor parte de estos salvajes son católicos y viven de acuerdo con los mandamientos de la religión Católica Romana. Tienen una iglesia en Humahuaca, dotada de sacerdotes, quienes van de cuando en cuando a celebrar misa allí. Estos sacerdotes residen en Socchoa, que es la hacienda de Don Pablo de Obando, que es español, pero nacido en este país, y es dueño y señor de él, el cual comprende no sólo todo el Valle Humahuaca, sino también una gran extensión de tierras más allá, y es una zona de alrededor de sesenta u ochenta leguas de superficie, donde hay muchísima vicuña, de cuya lana este propietario saca considerable provecho. Se apodera de estos animales con muchísima facilidad, por medio de sus súbditos los indios, quienes no tienen más trabajo que hacer un gran cercado con redes de poco más o menos un pie y medio de alto, a las cuales atan gran número de plumas, que son agitadas a un lado y a otro por el viento; después de lo cual los salvajes persiguen a esos animales y los arrean dentro de las redes, como lo hacen con los jabalíes en Europa, en los lazos. Una vez hecho esto, algunos van a caballo dentro de la extensión de tierra en que están encerrados, y mientras los pobres animales no se atreven a acercarse a las redes por temor de las plumas que se mueven sobre ellas, aquellos con ciertas bolas atadas a cuerdas, los derriban y matan, tantos como quieren.
De Humahuaca hasta Mayo cuentan treinta leguas y no se encuentra uno con nada a lo largo de este camino, sino unas pocas haciendas de salvajes, porque hace aquí tanto frío en invierno que es duro tener que soportarlo.
El camino desde Mayo hasta Toropalca es a través de muy agradables llanuras; hay doscientas casas en el pueblo, habitadas por salvajes católicos; sólo un portugués vive allí con su familia.
Más allá de Toropalca está la región de los Chichas, que es muy montañosa y está dotada de algunas minas de oro y plata y establecimientos para preparar el metal. Hay veinticinco leguas de distancia hasta Potosí, adonde llegué después de un viaje de sesenta y tres días.