Relación de un viaje al Río de la Plata/Capítulo 4

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Descripción de la ciudad de Potosí y sus minas

Tan pronto como descendí de mi caballo en la casa del comerciante a quien había sido recomendado, cuando fui conducido por él al Presidente de las provincias de Los Charcas, al que iba dirigido el mandamiento del Rey que yo llevaba, como principal director de los negocios de Su Majestad en esta provincia, en la cual está situada Potosí, que es el lugar ordinario de su residencia, aunque la Ciudad de La Plata es la capital. Después de haberle entregado el mandamiento, fui llevado al Corregidor, para entregarle el que le pertenecía, y después a aquellos otros oficiales para quienes traía órdenes. Todos ellos me recibieron muy bien, particularmente el Presidente, quien me obsequió con una cadena de oro por las buenas noticias que le había llevado.

Pero antes de seguir más adelante, es conveniente que haga alguna descripción de la ciudad de Potosí, como lo hice con las otras. Los españoles la llaman Ciudad Imperial, pero nadie supo decirme por qué razón. Está situada al pie de una montaña llamada Arazassou y dividida en medio por un río que viene de un lago encerrado con murallas, que se halla a un cuarto de legua hacia arriba de la ciudad y es una especie de recipiente para conservar el agua que se necesita para las casas de labor de esta parte de la ciudad, que está de este lado de acá del río, contra la montaña, y se levanta sobre un cerro, siendo la parte mayor y más habitada; porque en aquellas que está sobre la ladera de la montaña apenas hay otra cosa que máquinas y las casas de los que trabajan en ellas. La ciudad no tiene ni murallas ni fosos, ni fuertes para su defensa. Se calcula que hay cuatro mil casas bien construidas de buena piedra, con varios pisos, a la manera de las de España. Las iglesias están bien hechas y todas ellas ricamente adornadas con platería, tapices y otros ornamentos, sobre todo las de los monjes y monjas, de los cuales hay varios conventos de diferentes órdenes, los que están muy bien equipados. No es esta la menos populosa ciudad del Perú, con españoles, mestizos, extranjeros y nativos (a estos últimos los españoles llaman indios), con mulatos y negros. Cuentan que hay entre tres y cuatrocientos españoles naturales capaces de llevar armas, quienes tienen fama de ser hombres muy fornidos y buenos soldados. El número de mestizos no es mucho menor, ni son menos expertos en el manejo de las armas; pero la mayor parte de ellos son perezosos, inclinados a la riña y traicioneros; por ello generalmente visten tres o cuatro justillos de cuero de ante, uno sobre otro, que no permiten el paso de la punta de la espada, para asegurarse contra estocadas. Los extranjeros no son sino pocos: hay algunos holandeses, irlandeses y genoveses, y algunos franceses, la mayoría de los cuales son de St. Malo, Provenza o Bayona y pasan por gente de Navarra y Vizcaya.

En cuanto a los indios, se calcula que suman cerca de diez mil, además de los mulatos y los negros: pero no se les permite usar ni espada ni armas de fuego, ni siquiera a sus Curacas o Caciques, aunque todos ellos pueden aspirar a cualquier grado de las hermandades y a los beneficios, a los cuales son elevados con frecuencia por sus acciones laudables o buenos servicios. También les está prohibido usar el traje español, siendo obligados a vestirse de manera diferente, con una túnica ceñida, sin mangas, que llevan sobre la camisa, a la cual van sujetos el cuello y los puños de encaje. Sus pantalones son anchos abajo, a la moda francesa; van desnudos de pie y pierna. Los negros y mulatos, estando al servicio de los españoles, se visten según la moda española y pueden llevar armas; y todos los indios esclavos, después de diez años de servicio son puestos en libertad y tienen los mismos privilegios que los otros.

El gobierno de esta ciudad es muy prolijo, por el cuidado que se toman veinticuatro magistrados, quienes están constantemente observando que se cumplan las buenas ordenanzas, además del Corregidor y Presidente de Los Charcas, quien manda a los oficiales a la manera de España. Es de observar que, a excepción de esos dos oficiales principales, tanto en Potosí como en cualquier otra parte de las Indias, todas las personas, ya sean señores, caballeros, oficiales u otros, se dedican al comercio, con el cual algunos hacen tan gran provecho que en la ciudad de Potosí se calcula que hay algunos que tienen dos, algunos tres y algunos cuatro millones de coronas; y muchísimos tienen fortunas por valor de dos, tres o cuatrocientas mil coronas. El pueblo bajo vive muy a sus anchas, pero son todos orgullosos y altivos y van siempre muy elegantes, ya sea en tisú de oro y plata, o de escarlata, o de seda con abundantes encajes de oro y plata. El menaje de sus casas es muy rico, porque generalmente son servidos en vajilla de plata. Las esposas tanto de los caballeros como de los ciudadanos están muy encerradas, hasta un grado mucho mayor que en España: jamás salen, salvo para ir a misa, o para hacer alguna visita o a algún festejo Público, y esto sólo raras veces. Las mujeres son excesivamente aficionadas a tomar coca: ésta es una planta que viene del lado del Cuzco, la cual, enrollada y seca, mastican como hacen algunos con el tabaco. Están tan excitadas, y a veces tan absolutamente embriagadas con ella, que carecen de todo dominio sobre ellas mismas. Asimismo es usada con frecuencia por los hombres y tiene sobre ellos los mismos efectos. De otro modo son muy sobrios en la comida y en la bebida, aunque están bien provistos con toda clase de vituallas, tales como carne vacuna y de carnero, aves, carne de venado, frutas frescas y desecadas, maíz y vino, las cuales les llevan allí desde otras partes, y algunas desde gran distancia, lo que hace que estas mercaderías sean caras, así que la clase más humilde de los habitantes, especialmente aquellos que tienen muy pocos recursos, encontraría muy difícil la vida allí, sino fuera tan abundante el dinero y fácil de ganar por aquellos que tienen buena voluntad para trabajar.

La mejor y más fina plata de todas las Indias es la de las minas del Perú, la principal de las cuales se encuentra en la montaña de Aranzasse, donde además de las prodigiosas cantidades de plata que se han extraído de las venas, en las cuales el metal aparecía a la vista, y que ahora están agotadas, se encuentran cantidades casi tan grandes del mismo en lugares que no habían excavado antes, es más, de parte de la tierra que antes habían desechado cuando abrieron las minas e hicieron pozos y atajos en las montañas, han extraído plata, habiendo comprobado con esto que la plata se ha formado allí desde entonces, lo que demuestra lo apropiada que es la calidad de este terreno para la producción del metal. Pero a la verdad esta tierra no produce tanto como las minas que se encuentran en venas entre las rocas. Hay, además de estas, otra clase de venas en la tierra, que llaman Paillaco, que son duras como una piedra, del color de la arcilla, que eran despreciadas hasta ahora, y como lo ha enseñado la experiencia desde entonces, no eran tan despreciables como se suponía, desde que a poco costo se puede extraer plata de ellas, de modo que no es inconsiderable el provecho que rinde el trabajo. Además de las minas de esta montaña, hay muchas otras en la región, a gran distancia, que son muy buenas: entre otras las de Lippes, de Carangas y de Porco; pero las de Oruro, que han sido descubiertas últimamente, son las mejores.

El Rey de España no obliga a que alguna de estas minas sea trabajada por su propia cuenta, sino que las deja a las personas que hagan el descubrimiento, las que quedan como dueñas de ellas después que el Corregidor las ha visitado, declarándolas propietarias, bajo las acostumbradas condiciones y privilegios. El mismo Corregidor describe y señala la superficie de terreno en el cual les está permitido abrir las minas al exterior, cosa que no hace para limitar o restringir el trabajo subterráneo, pues todo hombre tiene libertad para seguir la vena que ha encontrado, sea mucha su extensión o profundidad, y aunque cruce por la que otro haya excavado cerca. Todo lo que el Rey se reserva para sí, además de los derechos de que hablaremos después, es el de dar una reglamentación general por medio de sus oficiales, para todo el trabajo de las minas, y disponer el número de salvajes que se emplearán en ellas, para prevenir los desórdenes que se producirían si cada propietario de mina tuviera libertad para hacer trabajar tantos como quisiera, lo que con frecuencia daría ocasión para que aquellos que son más poderosos y ricos los aumentaran y tuvieran tan elevado número de salvajes que quedarían pocos o ninguno para que los emplearan los otros para mantener en marcha su trabajo. Porque esto estaría en contra de los intereses del Rey, que están en proveer para que haya suficiente número de esclavos para todas las minas que se abran. Con este fin obliga a todos los Curacas o jefes de los salvajes a proporcionar un cierto número, que siempre deben conservar completo o de lo contrario están obligados a entregar dos veces la cantidad de dinero que se les habría pagado por su trabajo a aquellos que faltan.

Los destinados a las minas de Potosí no pasan de 2200 a 2300. Los traen y los ponen en un gran cercado, situado al pie de la montaña, donde el Corregidor hace distribución de ellos a los conductores de las minas, de acuerdo con el número que necesitan; y después de seis días de trabajo constante, el conductor los trae de vuelta al mismo sitio el sábado siguiente, donde el Corregidor hace hacer una revista de todos ellos, para que los propietarios de las minas les paguen los jornales que les están señalados y para ver cuántos de ellos han muerto, para obligar -a los Curucas a suplir los que faltan, porque no pasa semana sin que mueran algunos, ya sea a causa de los diversos accidentes que ocurren, como ser el desprendimiento de una gran cantidad de tierra o la caída de piedras, o por las enfermedades y otras contingencias. En ocasiones los molestan mucho los vientos que se encajonan en las minas, el frío de los cuales, unido al que hay en algunas partes de la tierra, los enfría excesivamente, y salvo que mastiquen coca, que los calienta y embriaga, les resultaría intolerable. Otra de las molestias que sufren es que en otros sitios los vapores sulfurosos y minerales son tan abundantes que los secan en una forma extraña, al punto de impedirles la libre respiración, y para esto no tienen otro remedio que la bebida que se hace con la yerba del Paraguay, de la cual preparan grandes cantidades para refrescarse y humedecerse cuando salen de las minas a las horas señaladas para comer y dormir. Esta bebida también les sirve de medicina, para hacerles vomitar y arrojar cualquier cosa que les incomode en el estómago. Entre estos salvajes ordinariamente eligen los mejores obreros para separar la ganga entre las rocas, lo que hacen con barras de hierro que los españoles llaman palancas, y otros instrumentos de hierro; otros sirven para acarrear lo que excavan en canastitas, hasta la entrada de la mina; otros para ponerlo en sacos y cargarlos sobre una especie de grandes ovejas, que llaman «carneros de la tierra»: son más altos que los asnos y comúnmente llevan un peso de doscientas libras. Estos animales sirven para llevar el mineral a las casas de laboreo que están en la ciudad a lo largo del río, que viene del lago del cual he hablado antes.

En estas casas, que son ciento veinte en total, es refinada la ganga, para lo cual adoptan el siguiente sistema: la baten bien sobre yunques con unos grandes martillos, que un molino mantiene continuamente en movimiento. Cuando está bastante bien reducida a polvo, lo pasan a través de un fino cedazo y lo desparraman por el suelo, formando una capa de medio pie de espesor, en un sitio cuadrado que es muy liso, preparado con ese propósito: entonces arrojan una gran cantidad de agua sobre él, después de lo cual, con un cedazo desparraman una cierta cantidad de mercurio sobre el polvo, mercurio que es proporcionado por los oficiales de la casa de moneda, y también una substancia líquida de hierro, que es preparada por dos piedras de molino, una de las cuales está fija y la otra continuamente girando: entre las dos ponen un viejo yunque o cualquier otro trozo de hierro macizo, que es triturado y consumido con agua por las piedras de molino, hasta quedar todo reducido a una cierta materia líquida. Así preparada la ganga, la revuelven y la mezclan, como hacen los hombres cuando preparan la argamasa, durante una quincena ininterrumpida, templándola cada día con agua. Y después de esto la ponen varias veces en una cubeta, dentro de la cual hay un molinillo, cuyo movimiento separa toda la tierra con el agua, arrojándolas juntas; de modo que no queda sino la masa metálica en el fondo, la cual se pone después al fuego en crisol, para separar de ella el mercurio, lo que se hace por evaporación: en cuanto a la substancia de hierro, ésta no se evapora, sino que permanece mezclada con la plata, por cuya razón siempre hay en ocho onzas (pongamos por ejemplo) tres cuartos de onza, poco más o menos de falsa aleación.

La plata, una vez así refinada, se lleva a la casa de moneda, donde la ensayan, para comprobar si tiene la debida aleación; después de lo cual es fundida en barras o lingotes, que son pesados y deducida una quinta parte de ellos, que pertenecen al Rey y son sellados con su marca; el resto pertenece al mercader, quien del mismo modo aplica su sello y se los lleva de allí adonde quiera, en barras o acuñados en reales u otra moneda. Esta quinta parte es el único provecho que el Rey obtiene de las minas, la cual es estimada con todo en varios millones. Pero aparte de esto, extrae considerables sumas por los impuestos ordinarios sobre las mercaderías, sin contar lo que obtiene del mercurio, tanto del que se obtiene de las minas de Guancavelica, que están situadas entre Lima y Cuzco, y del que se trae de España, con el cual son cargados dos buques por año, porque el que se saca de las minas no es suficiente para todas las Indias.

Para transportar la plata que anualmente se produce en Potosí hasta España, utilizan diversos medios. Primero la cargan en mulas, para llevarlas hasta Arica, que es un puerto del Mar del Sur, desde donde la transportan en pequeñas embarcaciones hasta el Fuerte de Lima, o Los Reyes, que es un fuerte sobre el mismo mar, a dos leguas de Lima. Aquí la embarcan, con toda la que viene de otras partes del Perú, en dos grandes galeones que pertenecen a su Majestad Católica, cada uno de los cuales lleva mil toneladas y están armados cada uno con cincuenta o sesenta piezas de artillería. Estos generalmente son acompañados por gran número de pequeños buques mercantes tan ricamente cargados, que no tienen cañones, sino unos pocos petareroes (pedreros) para hacer salvas, y ponen rumbo hacia Panamá, teniendo siempre el cuidado de enviar una pequeña pinaza ocho o diez leguas por delante, para que vaya a la descubierta. Pueden hacer este viaje en unos quince días, teniendo siempre la ayuda del viento del sur, que es el único que reina en este mar; sin embargo nunca lo hacen en menos de un mes, porque con este retraso el comandante del galeón hace un gran negocio, proveyendo de naipes a aquellos que quieren jugar a bordo durante la travesía; ganancia que se eleva a una suma considerable, tanto porque el tributo que recibe es de diez patacones por cada baraja de naipes, y porque es prodigiosa la cantidad de ellas que se consumen, ya que están jugando continuamente; y apenas hay alguien a bordo que no esté interesado en grandes sumas. Cuando los galeones llegan a Panamá, en el continente, desembarcan su carga y esperan la llegada de los que vienen de España, para recibir noticias, ya que comúnmente poco más o menos al mismo tiempo, o un poco después, llegan a Portobello, que está a dieciocho leguas en el mar del norte. Mientras tanto llevan hacia allá parte del oro, plata y otras mercaderías de esta flota que están consignadas a Europa, a lomo de mula, por tierra, y otra parte por agua por el río de Chiagre, en botes hechos de un trozo entero de madera, llamados piraguas. Pocos días más tarde son descargados, y después que han llegado los galeones que venían de España, se celebra una gran feria durante una quincena seguida, durante la cual venden y cambian toda clase de mercaderías necesarias para cada país: negocios que son realizados con tanta honradez que las ventas se hacen sólo por los inventarios, sin abrir los bultos, y sin que haya el menor fraude. Terminada la feria, se retiran todos a su respectivo destino. Los galeones que se dirigen a España, van a Habana, en la Isla de Cuba, donde esperan la llegada de la flota de La asuntos en Europa y órdenes que les indican cómo evitar cualquier desastre y realizar con seguridad el viaje.

En cuanto a los galeones del Perú, después de haber recibido un nuevo cargamento en Panamá vuelven a Lima, navegando por distintos rumbos, debido a las contrariedades del viento, que los tiene dos o tres meses en el mar. Llegados allá, venden lo que tienen para el Perú y el resto de las mercaderías es adquirido por los comerciantes de Chile, que entregan una gran cantidad de productos de su país en cambio de ellas, tales como cueros de cabra, que en el lenguaje del país se llaman «cordobán», cuerdas, cáñamo, pez y alquitrán, aceite, olivas y almendras, y sobre todo una gran cantidad de oro en polvo, que se extrae de los ríos de Copiapó, Coquimbo, Valdivia y otros, que desembocan en el Mar del Sur.

Y ahora que estamos hablando de los productos de Chile, debe decirse algo relacionado con esta gran provincia o Reino. En la boca de estos ríos de que acabo de hablar, hay buenos puertos y pueblos, cada uno de los cuales consiste en cuatrocientas casas y esas suficientemente ocupadas por la gente. Las ciudades más importantes sobre la costa del mar son Valdivia, La Concepción, Copiapó y Coquimbo. Valdivia está fortificada y tiene guarnición, generalmente compuesta sólo de hombres desterrados y malhechores de las Indias; las otras tres son ciudades comerciales. Más arriba está Santiago de Chile, la cual es capital de todo Chile, donde también hay una fuerte guarnición y algunas tropas regulares, en razón de la continua guerra que tienen con los salvajes llamados Araucanos. Más allá, en las montañas, se halla la pequeña provincia de Chucuito, de la cual las principales plazas son San Juan de la Frontera y Mendoza. Alrededor de esos pueblos crece gran cantidad de maíz y abundancia de viñas que proveen al país de Chile y la provincia de Tucumán y hasta Buenos Aires.

Tres semanas después de mi llegada a Potosí tuvieron lugar grandes regocijos por el nacimiento del Príncipe de España, que duraron una quincena, durante cuyo tiempo cesó todo trabajo en la ciudad, en la ciudad, en las minas y en las poblaciones adyacentes, y todo el pueblo, grandes y pequeños, ya fueran españoles o extranjeros, indios o negros, no tuvieron más cuidado que hacer algo extraordinario para la solemnización de las fiestas. Comenzó con una cabalgata, hecha por el Corregidor, los veinticuatro magistrados de la ciudad, los otros oficiales, lo principal de la nobleza y los caballeros, y los comerciantes más eminentes de la ciudad, todos ricamente vestidos: todo el resto del pueblo y particularmente las señoras, estaban a las ventanas y arrojaban abundancia de aguas perfumadas y gran cantidad de dulces secos. Los días siguientes tuvieron varias diversiones, algunas de las cuales llaman «Juegos de Toros» y otras «Juegos de cañas», varias clases de mascaradas, comedias, bailes con música vocal e instrumental y otras diversiones que eran celebradas un día por los caballeros y otro por los ciudadanos; un poco por los plateros y otro por los mineros; algunas por gentes de diversas naciones y otras por los indios; y todas con gran magnificencia y prodigiosos gastos.

Los regocijos de los indios merecen una nota particular: porque además de estar ricamente vestidos según una manera diferente, y esa bastante cómica, con sus arcos y flechas, en una noche y una mañana, en la principal plaza pública de la ciudad prepararon un jardín en forma de laberinto, cuyas parcelas estaban adornadas con fuentes que arrojaban agua; provistos de toda clase de árboles y flores, llenos de pájaros y toda clase de bestias salvajes, como leones, tigres y otras especies; en medio de los cuales expresaban su alegría de mil diferentes maneras, con extraordinarias ceremonias.

El penúltimo día una cosa sobrepasó a todas las demás, y fue una Carrera de Sortija, que se realizó por cuenta de la ciudad con máquinas muy sorprendentes. Primero apareció allí un buque arrastrado por salvajes, con carga de unas cien toneladas, con sus cañones y tripulación de hombres vestidos con curiosos uniformes; sus anclas, cuerdas y velas agitadas por el viento, que felizmente soplaba a lo largo de la calle por la cual lo llevaban hacia la gran plaza pública, donde tan pronto como llegó, saludaron a la compañía con la descarga de todos sus cañones. Al mismo tiempo un caballero español, representando a un emperador del Oriente llegado para felicitar por el nacimiento del Príncipe, descendió del bajel escoltado por seis caballeros y un hermoso cortejo de criados que conducían sus caballos, en los que montaron para ir a saludar al Presidente de Los Charcas; y mientras estaban haciendo sus cumplimientos, sus caballos se arrodillaron y se mantuvieron en esa postura, ya que antes les enseñaron esa prueba. Fueron después a saludar al Corregidor y a los jueces de Campo, de quienes, una vez que obtuvieron licencia para correr la sortija contra los defensores, se despidieron con gran bizarría, recibiendo muy hermosos premios distribuidos por las damas. Terminada la carrera de sortija, el buque y muchísimas otras barcas que habían sido llevadas hasta allí, avanzaron para atacar un gran castillo, en cuyo interior se fingía estar encerrado Cromwell el Protector, quien a la sazón estaba en guerra con el Rey de España; y después de un combate bastante largo de fuegos artificiales, el fuego se apoderó del buque, de las pequeñas barcas y del castillo, y todo junto se consumió.

Después de esto fueron distribuidas y arrojadas al pueblo en nombre de su Católica Majestad, gran número de piezas de oro y plata, habiendo algunas personas particulares que tuvieron la prodigalidad de arrojar dos o tres mil coronas cada una entre la multitud.

Al día siguiente estos regocijos terminaron con una procesión hecha desde la iglesia mayor hasta la de los recoletos, en la cual fue llevado el Santísimo Sacramento acompañado por toda la clerecía y el laicado; y como el camino de una de estas iglesias a la otra había sido despojado del pavimento para la celebración de otros regocijos, lo volvieron a pavimentar para esta procesión con barras de plata, con las cuales estaba cubierto todo el trayecto. El altar donde la Hostia iba a ser depositada en la iglesia de los recoletos, estaba tan adornada con imágenes, vasos y planchas de oro y plata, perlas, diamantes y otras piedras preciosas, que difícilmente alguien podría haber visto algo más rico: porque los ciudadanos llevaron allí todas las joyas más raras que tenían. Los extraordinarios gastos de todo este tiempo de regocijos fueron calculados en una suma que sobrepasaba las quinientas mil coronas.

Terminadas estas diversiones, el resto del tiempo que permanecí en Potosí lo empleé en completar la venta de las mercaderías, cuyos inventarios llevara conmigo; y me obligué a hacer que esas mercaderías fueran entregadas en un tiempo determinado en Jujuy, y a pagar todos los gastos de transporte hasta allá. Recibí la mayor parte de los pagos en plata, principalmente en patacones, plata labrada, barras y piñas, esto es plata virgen, y el resto en lana de vicuña. Cuando hube concluido por completo el negocio para el cual fui enviado a Potosí, abandoné el lugar para volver a Buenos Aires por el mismo camino por donde viniera.

Cargué mis fardos a lomo de mula, que es el modo ordinario de transporte, para pasar las montañas que dividen el Perú de Tucumán. Pero cuando llegué a Jujuy juzgué conveniente hacer uso de carretas, las cuales son mucho más cómodas, y de este modo continué mi viaje: y después de una travesía de cuatro meses, felizmente llegué al río de Luján, que está a cinco leguas de Buenos Aires, donde me encontré con Ignacio Maleo, que había llegado allí antes que yo. Llegó por el río, en un botecito del cual resolvimos hacer uso para transportar secretamente hasta nuestro buque, la mayor parte de la plata que llevaba conmigo. Pensamos que era mejor adoptar este sistema, para evitar el riesgo que podíamos correr de ser confiscados si hubiéramos llevado nuestro buque cerca de Buenos Aires, a causa de la prohibición de exportar oro y plata, aunque esta orden no se observa siempre con regularidad, pues el Gobernador tolera que algunas veces sea llevada privadamente, consintiendo en ello por algún obsequio, o también no siendo muy estricto en la vigilancia de ello.

No debo omitir aquí la razón por la cual los españoles no toleran que la plata del Perú, y de las provincias vecinas, sea transportada por el Río de la Plata, ni que toda suerte de barcos vayan a comerciar allí sin licencia: es por esta consideración, que si dieran franquicias al comercio libre por este lado, donde el país es bueno y fértil, la tierra abundante en frutos, el aire saludable y hay comodidad de transportes, los mercaderes que comercian en el Perú, Chile y Tucumán pronto abandonarían la ruta de los galeones y el pasaje ordinario a través de los mares del norte y del sur y a través del Continente, que es difícil e incómodo, y tomarían la ruta de Buenos Aires. Esto sería infaliblemente causa de que la mayor parte de las ciudades del continente fueran abandonadas, pues en ellas el aire es malo y las necesidades y comodidades de la vida no se pueden tener en tanta abundancia.

Una vez que aseguramos nuestra plata con la precaución que tuvimos, fui a Buenos Aires con el resto de nuestras mercaderías; apenas había llegado cuando fue resuelto nuestro regreso a España. Pero para que no fuera hallado a bordo nada que pudiera dar ocasión a un secuestro, cuando los oficiales del Rey hicieran su visita acostumbrada a nuestro barco, antes de salir del puerto, pensamos que era conveniente embarcar primero sólo aquellas mercaderías que ocupaban más lugar, como la lana de vicuña, cuero de varias clases, entre otros, 16.000 cueros de toros, con muchos otros bultos y cofres pertenecientes a los pasajeros que volvían con nosotros, y alrededor de treinta mil coronas en plata, que es la suma más grande que se permite llevar, para pagar todos los gastos necesarios que pueden ocurrir durante el viaje y abonar el barco. Pero después de hecha la visita, acabamos con el embarque de la plata que teníamos escondida, la cual, con el resto del cargamento, podría alcanzar alrededor de tres millones de libras.

Partimos de Buenos Aires en el mes de mayo de 1659, en compañía de un barco holandés, comandado por Isaac de Brac, que iba también ricamente cargado. Nos comprometió a que siguiéramos la ruta con él, porque su barco hacía agua y como este defecto aumentó con la prosecución del viaje, nos vimos obligados a entrar en la isla de Fernando de Noroña, a tres grados y medio al sur de la Línea. Resultó bueno para nosotros, tanto como para el holandés, que nos hubiéramos detenido aquí, porque habiéndosenos ocurrido, por temer lo peor, tomar una nueva provisión de agua dulce, comprobamos que la mayor parte de la que habíamos tomado en Buenos Aires se había derramado, y de cien barriles que creíamos que nos quedaban en nuestro almacén, no nos quedaban sino treinta: por lo tanto, aunque el agua que encontramos allí tenía muy mal sabor y era de mala calidad, lo que hace que los que la beben sufran de cólicos, nos vimos necesitados sin embargo a llenar nuestros barriles con ella: y a aquellos de nuestros hombres que fueron a buscarla de la roca de la cual brotaba, les sucedió un accidente bastante infeliz; porque habiéndose desvestido hasta casi quedar desnudos para trabajar con más comodidad, el calor del sol los quemó tan intensamente que les puso el cuerpo totalmente rojo y después aquellas partes sobre las cuales el sol alcanzó con sus rayos con la mayor violencia, se llenaron de bubas y pústulas, las que eran muy molestas y los tuvieron muy incómodos durante una quincena.

Yo desembarqué para ver la isla, que tiene alrededor de una legua y media de circunferencia y está deshabitada. Uno de nuestros pilotos me dijo que los holandeses la poseyeron mientras fueron dueños de Pernambuco, en el Brasil, y que tenían allí un pequeño fuerte, del cual quedan todavía algunos restos; que sembraban mijo y frijoles, de los cuales tenían una cosecha mediana y que criaban muchas aves, cabras y cerdos. Vimos una gran cantidad de pájaros de los cuales algunos eran buenos para comer. Permanecimos allí cuatro días; pero cuando vimos que el holandés no estaría pronto en condiciones de continuar su viaje, puesto que se vio obligado a desembarcar su cargamento y recostar su barco sobre uno de los costados para calafatearlo, izamos velas, y después de un viaje bastante perturbado por las tormentas que sufrimos, las cuales algunas veces nos arrojaban hacia la costa de Florida y algunas veces sobre otras, por fin descubrimos las costas de España. En lugar de ir hacia Cádiz, porque temíamos encontrarnos con los ingleses que estaban todavía en guerra con España, creímos conveniente hacer rumbo hacia Santander, adonde llegamos felizmente a mediados de agosto. Inmediatamente nos informamos de que la flota española venía a amarrar al mismo puerto a su regreso de México, por la misma razón que nos trajo a nosotros allí, y que habían izado velas sólo dos días antes de nuestro arribo. Y como los oficiales del Rey de España que habían sido enviados, allí estaban todavía, pensamos que lo mejor era tratar con ellos, lo mismo para salvar la multa en que habíamos incurrido por no volver al mismo punto desde donde habíamos partido que para no ser molestados con su visita: y por cuatro mil patacones que les obsequiamos, fuimos excusados y declarados exentos de la revisación. Por lo tanto desembarcamos nuestra plata y otras mercaderías, parte de las cuales fueron enviadas después a Bilbao y parte a San Sebastián, donde en poco tiempo fueron vendidas y distribuidas entre varios comerciantes, quienes las transportaron a diversos puntos para venderlas.

Cuando terminamos la venta de todas nuestras mercaderías, se hizo una declaración exacta entre todos los que tenían intereses en el barco, tanto de los gastos como de las ganancias de este viaje, acerca de cuyo detalle no me ocuparé. Solo diré, para dar de ello una idea en globo, que los gastos consistían primero en doscientas noventa mil coronas, empleadas en adquirir las mercaderías con las cuales fue cargado nuestro barco en Cádiz y en pagar los derechos de exportación desde España; 74.000 libras por el flete del buque durante diecinueve meses, a razón de 3.200 libras por mes; 43.000 libras más por el pago de setenta y seis marineros, grandes y pequeños, por ese mismo tiempo, a razón de diez coronas por mes, uno con otro; treinta mil coronas gastadas en abastecer el buque durante ese tiempo, tanto para la tripulación cuanto para los pasajeros, ya que hay que hacer muy buenas provisiones, porque en esos largos viajes más allá de la línea, los marineros deben tener buena alimentación y los pasajeros deben tener mucha abundancia de confituras, buenos licores y otras cosas costosas. Dos mil coronas más por los derechos de entrada a Buenos Aires y en presentes para los oficiales de la plaza; y mil coronas de derechos de aduana al salir de allí: más en gastos, impuestos y fletes para transportar nuestras mercaderías desde Buenos Aires a Potosí y desde Potosí a Buenos Aires, a razón de veinte coronas por quintal; cuatro mil coronas más para procurar evitar ser registrados y visitados a nuestro regreso a España; y, en fin, algunos otros gastos, tanto en impuestos de entrada cuando desembarcamos nuestras mercaderías en España, cuanto por otras cosas imprevistas, que no llegaban a sumas importantes.

Estos fueron casi todos los principales renglones de nuestros gastos, los cuales fueron deducidos y pagados, comprobándose entonces que el provecho había sido del doscientos cincuenta por ciento, comprendiendo lo obtenido por los cueros, que llegó a 15 libras cada uno, siendo ese el precio ordinario, aunque no costaban sino una corona de primera mano; y también lo que se obtuvo de los pasajeros, de los cuales llevábamos más de cincuenta a bordo, tanto de ida como de vuelta, lo que no era poco considerable: porque un hombre que no tenía más que su cofre pagaba ochocientas coronas y los demás pagaban proporcionalmente a su pasaje y dieta.

Nos dijeron en Santander que los barcos holandeses que habíamos visto en Buenos Aires, llegaron felizmente a Amsterdam: pero que el embajador español, habiendo sido informado que venían del Río de la Plata y que traían de allá una prodigiosa cantidad de plata y otros productos, tanto por el relato de algunos mercaderes holandeses, cuanto por algunos españoles que habían aprovechado la oportunidad del regreso de esos barcos volver a Europa, y habían remitido su dinero desde Amsterdam a Cádiz y Sevilla, por letras de cambio, además de las mercaderías holandesas que enviado allí; había advertido al Consejo de Indias de Madrid que juzgaba que esa moneda y esas mercaderías eran pasibles de confiscación, porque todos los españoles tenían prohibido comerciar por medio de barcos extranjeros y transportar plata a cualquier otro punto que no fuera España; y de acuerdo con ello se había apoderado y confiscado la mayor parte de ellos, habiéndose salvado el resto por las precauciones que tomaron algunos de los comerciantes, que no tuvieron tanta prisa como los otros.

Habiendo reconvenido al mismo tiempo el embajador cuáles serían las consecuencias de tolerar a los extranjeros que continuaran el comercio con el Río de la Plata sin poner coto a ello, el Consejo tuvo muy en cuenta la advertencia, hasta el punto de equipar un barco con toda prisa en San Sebastián, el cual cargaron con armas y hombres para enviarle a Buenos Aires, con la orden estricta tanto de apoderarse de la persona del Gobernador, por haber tolerado que los barcos holandeses entraran y comerciaran en el país, cuanto para que tomaran una cuenta exacta de las relaciones y conocimientos que los holandeses habían conseguido allí, y también para restablecer allá las cosas en forma, fortificando las guarniciones y armándolas mejor de lo que habían estado en tiempos pasados, para que en el futuro pudieran estar en condiciones de resistir a los extranjeros e impedir su desembarco y comunicación con el país. Poco después de nuestra llegada, Ignacio Maleo, el capitán de nuestro barco, recibió una orden de la corte de España de ir a Madrid, para informar al Consejo de Indias acerca de las condiciones cómo halló y dejó las cosas en Buenos Aires. Estaba deseoso de que yo lo acompañara allá, cosa que hice. Tan pronto como llegamos a Madrid entregó los memoriales, no sólo de todo lo que había observado en el Río de la Plata, sino también acerca de los medios que se podrían usar para lograr que los extranjeros tuvieran menos idea de comerciar allí: y lo primero era mantener dos buenos buques de guerra a la boca del río, para disputar e impedir el paso de tales buques mercantes que trataran de ir hasta Buenos Aires; en segundo lugar, enviando cada año dos barcos cargados con todas las cosas que los habitantes de esas regiones necesitan; porque estando así suficientemente abastecidos, no tendrían ocurrencia de favorecer el desembarco y entrada de extranjeros, cuando llegaran allá.

Más todavía, hizo una propuesta de cambiar el acostumbrado camino de llevar las mercaderías, que eran enviadas por el Perú y traídas por vía de los galeones; les aconsejaba que se estableciera en el Río de la Plata, desde entonces, el acarreo por tierra al Perú, lo que se realizaría mucho más convenientemente y a un costo menor, y con menos riesgos que por cualquier otra ruta.

Pero de todas estas propuestas, el Consejo de España realizó sólo la de enviar a Buenos Aires dos barcos cargados con mercaderías adecuadas para el país. Y habiendo obtenido Maleo un permiso y una comisión con ese propósito, bajo su seguridad, regresamos a Guipúzcua, para hacer los preparativos de este viaje y poner nuestros asuntos en orden; los cuales despachamos tan bien, que en poco tiempo tuvimos un barco listo para hacerse a la vela, el cual Maleo ordenó que fuera comprado en Amsterdam y llevado al puerto desde donde partiríamos, siendo cargado en parte con mercaderías holandesas y con otras adquiridas en Bayona, San Sebastián y Bilbao, compradas al por mayor y a nuestro riesgo, en cuyo negocio fui empleado, habiéndome encargado de la comisión de Maleo.

Durante estos preparativos y mientras esperábamos el despacho del permiso que le había sido prometido por el Consejo de España, sucedió que el Barón de Vateville, teniendo prisa por trasladarse a Inglaterra, en calidad de Embajador de su Católica Majestad y teniendo órdenes de hacer uso del primer buque que estuviera listo para zarpar, tomó el buque de Maleo; el cual con todo sólo sirvió para llevar su equipaje, porque el Rey de Gran Bretaña le envió al mismo tiempo una fragata, en la cual cruzó el mar. Durante la estadía que Maleo se vio obligado a hacer en Inglaterra, hizo nuevas provisiones para el viaje a las Indias; y viendo que el permiso todavía no le había sido enviado, juzgó conveniente aceptar una comisión del Barón de Vateville, como Capitán General de la Provincia de Guipúzcua, a mi nombre y al de Pascual Hiriarte, comendando su barco para ir en persecución de los portugueses en la costa del Brasil; que eso nos serviría de pretexto para ir al Río de la Plata.

Fortalecidos con estas órdenes y habiéndonos de tenido en el Havre de Grace para dejar a N... en la costa, quien creyó conveniente regresar a Madrid, para solicitar también una comisión del Consejo de España, para los dos buques con los cuales habíamos convenido que vendrían a reunírsenos en Buenos Aires; continuamos nuestro curso y después de muchos vientos contrarios llegamos al Río de la Plata. Al entrar en él, nos encontramos con dos barcos holandeses que venían de Buenos Aires; los capitanes de los cuales nos informaron que uno de ellos no pudo obtener por ningún medio licencia para comerciar allí, pero que el otro, habiendo llegado antes, en una oportunidad en que el gobierno se veía obligado a enviar un mensaje muy importante a su Católica Majestad, relacionado con el servicio, tuvo la suerte, por la promesa que hizo de llevar a su bordo el correo que se despachaba a España, de encontrar medios de disponer de todas sus mercaderías y de traer de vuelta un rico cargamento. Con lo cual decía la verdad pura; porque tuvo la prudencia, antes de llegar al puerto, de desembarcar sus mercancías más ricas y dejarlas en una isla más abajo, reservándose sólo aquellas de más bulto para ser expuestas a la vista de los oficiales; de las cuales había hecho una factura falsa al precio del país, separada de la general, habiendo hecho que el valor de su cargamento ascendiera a 270.000 coronas. Convino con el Gobernador en dejarle esas mercaderías, siempre y cuando le proveyera en cambio de 22.000 cueros a una corona la pieza, 12.000 libras de lana de vicuña a 4 libras 10 sueldos por libra y 30.000 coronas de plata para pagar los gastos de equipar su barco; lo que se realizó satisfactoriamente. Pero bajo el pretexto del trato y mientras cargaban en su barco el cuero, el capitán por bajo mano vendió sus más ricas mercancías por su justo precio, que sumaba 100.000 coronas, y obtuvo por lo menos 400.000. Así el capitán del barco y el gobernador obtuvieron un gran provecho; pero este Gobernador, cuyo nombre es don Alonso de Mercado y de Villacorta, siendo un hombre muy desinteresado, y nada apegado al dinero, declaró que la utilidad de ese negocio era para el Rey su amo y le dio cuenta de ello por el correo.

Separados de esos barcos, fuimos a anclar frente a Buenos Aires; pero a pesar de todas las instancias y ofrecimientos que pudimos hacer una vez tras otra a este Gobernador, no pudimos obtener nunca su autorización para desembarcar nuestras mercaderías y exponerlas a la venta al pueblo de la plaza, porque para ello no teníamos licencia de España. Sólo consintió en dejarnos bajar a la ciudad de tanto en tanto, para procurar víveres para nuestros hombres y otras cosas por el estilo que necesitáramos. Nos trató con este rigor durante once meses, después de los cuales se presentó una ocasión que le obligó a tratarnos mejor y a entrar en una especie de arreglo con nos otros. Había otro barco español en el puerto, el mismo que un año antes había traído soldados y armas de España para reforzar las guarniciones de Buenos Aires y Chile, del cual he hablado más arriba, el cual permaneció allá todo este tiempo atendiendo a su negocio particular; pero el capitán que lo comandaba no pudo realizar sus negocios con tantísimo secreto, sino que llegó a oídos del Gobernador que tenía pensado, en contra de la prohibición que se había hecho, llevarse una gran cantidad de plata y en efecto se apoderó de una suma de 113.000 coronas, que estaban precisamente listas para ser llevadas, de las cuales el capitán no consiguió que se le hiciera restitución: y temiendo un mayor disgusto, principalmente que él mismo fuera apresado, izó velas para regresar a España, sin aguardar ninguna carta para su Católica Majestad, las cuales el Gobernador le habría confiado; junto con la información que había recibido de las relaciones que los holandeses habían conseguido en el país, que tenía el propósito de enviar a España con toda prisa, como así también algunas personas que había apresado por ser culpables de mantener correspondencia con los holandeses, entre los cuales se hallaba un capitán holandés llamado Alberto Janson. La fuga del navío español, por lo tanto, obligó al Gobernador a alterar su conducta para con nosotros, y a facilitar el retorno de nuestro barco, del cual creyó bueno hacer uso, por falta de otro, para llevar sus cartas y prisioneros a España. Bajo la condición de que tomaríamos sobre nosotros su encargo, nos toleró, por tácito consentimiento, que hiciéramos nuestro negocio, y que nos lleváramos cuatro mil cueros; pero teniendo nosotros grandes relaciones con los comerciantes de la plaza, hicimos nuestros negocios tan bien, que bajo la sombra de ese permiso, vendimos todas nuestras mercaderías y trajimos de vuelta un rico cargamento, en plata, cueros y otros productos: después de lo cual, sin pérdida de tiempo, emprendimos viaje a España.

A nuestra llegada a la ría de la Coruña, en Galicia, recibimos aviso por las cartas que N... nos envió a los puertos de toda la costa, que había una orden del Rey de España de apresarnos a nuestro regreso, porque habíamos estado en Buenos Aires sin licencia. Al saberlo resolvimos (después de haber enviado las cartas y prisioneros que nos habían sido encomendados al Gobernador de la Coruña, por conducto del sargento mayor de Buenos Aires, que vino por los asuntos de aquel país en nuestro barco) salir de aquella ría y marchar a seis leguas de allí, a la rada de Vares, donde encontré un buquecito en el cual embarqué la mayor parte de las cosas que me pertenecían y las de mis amigos. Habiendo recibido aviso de ello el Gobernador de la Coruña, despachó una chalupa detrás de mí, para detenerme; pero usé de tanta precaución y diligencia que nunca pudo dar conmigo: así que felizmente llegué a Francia, al puerto de Socoa, donde por este medio salvé el fruto de mis trabajos y largo viaje. El buque grande que dejé en la rada de Vares no tuvo suerte tan favorable y se puede decir que fue hundido en el mismo puerto: porque habiendo dejado la rada para ganar rápidamente la de Santurce, a fin de asegurar todas las mercaderías que llevaba a bordo, excepto cuatro mil cueros, de los cuales daba cuenta su permiso de desembarco, y habiendo comenzado a poner seiscientos cueros a bordo de un barco holandés que encontró allí, el mal tiempo le obligó a entrar al puerto de donde primero saliera, donde le fue confiscado todo el cargamento para uso del Rey de España, bajo el pretexto ya citado de que no tenía permiso de su Católica Majestad para el viaje.

Mientras sucedían estas cosas, el sargento mayor de Buenos Aires llegó a Madrid; y el Rey de España, habiendo hecho examinar las informaciones que traía, las cuales insistían principalmente en la necesidad que existía de que se enviaran nuevos suministros de hombres y municiones para aumentar las guarniciones de Buenos Aires y de Chile, asegurando mejor el país contra las empresas extranjeras y también contra las tentativas de los salvajes de Chile, inmediatamente ordenó que fueran equipados tres navíos con ese propósito, el mando de los cuales fue dado a N... Había buena provisión de municiones embarcadas en ellos, pero del reclutamiento de soldados no había más que trescientos hombres, de los cuales la mayor parte fueron mandados a Chile. En el mismo barco fueron enviados letrados para formar una corte de justicia, que llaman audiencia, en Buenos Aires, donde sólo había antes algunos oficiales para la decisión de asuntos pequeños, siendo remitidas las causas mayores a la audiencia que está establecida en Chuquisaca, llamada por otra parte La Plata, en la provincia de los Charcas, a quinientas leguas de Buenos Aires.

Cuando N... volvió de este viaje, vino a Oyarson, en la provincia de Guipúzcua, su país natal, desde donde me envió un informe de su trabajo, y convinimos en tener una entrevista secreta en la frontera. De acuerdo con ello, nos encontramos y nos dimos cuenta de los negocios, en los cuales estábamos ambos interesados, resultando de las cuentas deberme él 60.000 libras, que aún no me ha pagado.