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Restauración y erudición

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Restauración y erudición (1914)
de José Ortega y Gasset

En torno mío abre sus hondos flancos el bosque. En mi mano está un libro: Don Quijote, una selva ideal.

Ha aquí otro caso de profundidad: la de un libro, la de este libro máximo. Don Quijote es el libro-escorzo por excelencia.

Ha habido una época de la vida española en que no se quería reconocer la profundidad del Quijote. Esta época queda recogida en la historia con el nombre de Restauración. Durante ella llegó el corazón de España a dar el menor número de latidos por minuto.

Permítaseme reproducir aquí unas palabras sobre este instante de nuestra existencia colectiva, dichas en otra ocasión:

«¿Qué es la Restauración? Según Cánovas, la continuación de la historia de España. ¡Mal año para la historia de España si legítimamente valiera la Restauración como su secuencia! Afortunadamente, es todo lo contrario. La Restauración significa la detención de la vida nacional. No había habido en los españoles durante los primeros cincuenta años del siglo XIX complejidad, reflexión, plenitud de intelecto, pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo. Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo y fueran substituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno. Riego y Narváez, por ejemplo, son como pensadores, ¡la verdad!, un par de desventuras; pero son como seres vivos dos altas llamaradas de esfuerzo.

»Hacia el año 1854 — que es donde en lo soterraño se inicia la Restauración — comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de aquel incendio de energías; los dinamismos van viniendo luego a tierra como proyectiles que han cumplido su parábola; la vida española se repliega sobre sí misma, se hace hueco de sí misma. Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración.

»En pueblos de ánimo más completo y armónico que el nuestro, puede a una época de dinamismo suceder fecundamente una época de tranquilidad, de quietud, de éxtasis. El intelecto es el encargado de suscitar y organizar los intereses tranquilos y estáticos, como son el buen gobierno, la economía, el aumento de los medios, de la técnica. Pero ha sido la característica de nuestro pueblo haber brillado más como esforzado que como inteligente.

»Vida española, digámoslo lealmente, vida española, hasta ahora, ha sido posible sólo como dinamismo.

»Cuando nuestra nación deja de ser dinámica, cae de golpe en un hondísimo letargo y no ejerce más función vital que la de soñar que vive.

»Así parece como que en la Restauración nada falta. Hay allí grandes estadistas, grandes pensadores, grandes generales, grandes partidos, grandes aprestos, grandes luchas: nuestro ejército en Tetuán combate con los moros lo mismo que en tiempo de Gonzalo de Córdoba; en busca del Norte enemigo hienden la espalda del mar nuestras carenas, como en tiempos de Felipe II; Pereda es Hurtado de Mendoza, y en Echegaray retoña Calderón. Pero todo esto acontece dentro de la órbita de un sueño; es la imagen de una vida donde sólo hay de real el acto que la imagina.

»La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría»[1].

¿Cómo es posible, cómo es posible que se contente todo un pueblo con semejantes valores falsos? En el orden de la cantidad, es la unidad de medida lo mínimo; en el ordern de los valores, son los valores máximos la unidad de medida. Sólo comparándolas con lo más estimable quedan justamente estimadas las cosas. Conforme se van suprimiendo en la perspectiva de los valores los verdaderamente más altos, se alzan con esta dignidad los que les siguen. El corazón del hombre no tolera el vacío de lo excelente y supremo. Con palabras diversas viene a decir lo mismo el refrán viejo: «En tierra de ciegos, el tuerto es rey». Los rangos van siendo ocupados de manera automática por cosas y personas cada vez menos compatibles con ellos.

Perdióse en la Restauración la sensibilidad para todo lo verdaderamente fuerte, excelso, plenario y profundo. Se embotó el órgano encargado de temblar ante la genialidad transeúnte. Fue, como Nietzsche diría, una etapa de perversión en los instintos valoradores. Lo grande no se sentía como grande; lo puro no sobrecogía los corazones; la palidad de perfección y excelsitud era invisible para aquellos hombres, como un rayo ultravioleta. Y fatalmente lo mediocre y liviano pareció aumentar su densidad. Las motas se hincharon como cerros, y Núñez de Arce pareció un poeta.

Estudíese la crítica literaria de la época; léase con detención a Menéndez Pelayo, a Valera, y se advertirá esta falta de perspectiva. De buena fe, aquellos hombres aplaudían la mediocridad porque rio tuvieron la experiencia de lo profundo[2]. Digo experiencia, porque lo genial no es una expresión ditirámbica; es un hallazgo experimental, un fenómeno de experiencia religiosa. Schleiermacher encuentra la esencia de lo religioso en el sentimiento de pura y simple dependencia. El hombre, al ponerse en aguda intimidad consigo mismo, se siente flotar en el universo sin dominio alguno sobre sí ni sobre los demás; se siente dependiendo absolutamente de algo — llámese este algo como se quiera. Pues bien; la mente sana queda, a lo mejor, sobrecogida en sus lecturas o en la vida por la sensación de una absoluta superioridad — quiero decir, halla una obra, un carácter de quien los límites trascienden por todos lados la órbita de nuestra dominación comprensiva. El síntoma de los valores máximos es la ilimitación[3].

En estas circunstancias, ¿cómo esperar que se pusiera a Cervantes en su lugar? Allá fue el libro divino mezclado eruditamente con nuestros frailecicos místicos, con nuestros dramaturgos torrenciales, con nuestros líricos, desiertos sin flores.

Sin duda, la profundidad del Quijote, como toda profundidad, dista mucho de ser palmaria. Del mismo modo que hay un ver que es un mirar, hay un leer que es un intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo. Sólo ante éste se presenta el sentido profundo del Quijote. Mas acaso, en una hora de sinceridad, hubieran coincidido todos los hombres representativos de la Restauración en definir el pensar con estas palabras: pensar, es buscarle tres pies al gato.

  1. Vieja y nueva política.
  2. Estas palabras no implican por mi parte un desdén caprichoso hacia ambos autores, que sería incorrecto. Señalan meramente un grave defecto de su obra, que pudo coexistir con no pocas virtudes.
  3. Hace poco tiempo — una tarde de primavera, caminando por una galiana de Extremadura, en un ancho paisaje de olivos, a quien daba unción dramática el vuelo solemne de unas águilas, y, al fondo, el azul encorvamiento de la sierra de Gata —, quiso Pío Baroja, mi entrañable amigo, convencerme de que admiramos sólo lo que no comprendemos, que la admiración es efecto de la incomprensión. No logró convencerme, y no habiéndolo conseguido él, es difícil que me convenza otro. Hay, sí, incomprensión en la raíz del acto admirativo, pero es una incomprensión positiva: cuanto más comprendemos del genio, más nos queda por comprender.