Reveladoras/II
Sin embargo, le había visto escapar tan decidido que, temiendo que el simplote fuera a contarlo, resolvió observar por allí dentro. Cogió su blusa en la cocina y se abrochó. Se anudó el cabello.
En el recibimiento no halló a nadie, ni en la sala. Todo estaba a oscuras y silencioso y cerrado el cuarto de doña Luz... Cuando se retiraba la llamó Petra, entreabriendo la puerta del tocador. Volvió «la señorita» a cerrar. La mandó sentarse. «Concluía.»
También se sentó Petra a escribir, doblada afanosamente en la mesita llena de pliegos rotos, con los pies cruzados a un lado de la silla, descubriendo al borde de la falda los tobillos y los zapatos finos como guantes. La hermosa trenza de azul de acero, en fuerza de ser negra, caíale por la espalda sobre el matine de medio luto.
Cerró la carta en un sobre y fué hacia la doncella, tímida, dulce, encendida por adorable rubor. — ¿Para quién es? — preguntó teniéndola en alto por un pico con dos dedos —. ¡Acierta!
— Para el señorito Román — respondió sin vacilaciones Gloria.
— Tómala. Se la das a la noche.
Guardando la carta, Gloria sonreía: un par de duros valdríala del rumboso pretendiente.
— ¡Le dice usted que sí, por supuesto!
— Lo has conseguido. Seremos novios — respondió la gentilísima chiquilla estirándose en la butaca, donde había ido a caer, como quien descansa de un trabajo —. Bien, ¿y qué?... Ahí le digo que le quiero, lo cual no es cierto, porque mal puedo quererle cuando no le he hablado nunca... ¡No creo que va a gustarme que digamos esta correspondencia en que se empeña mi amiga Pura, porque es la novia del amigo de éste... y en que te empeñas tú sin saber por qué!
— ¡Ah, «señorita»! (bueno, me dicen que te llame así, me da lo mismo...) Usted le querrá cuando le trate y le hable en la Alameda estas noches, después que pase la Virgen y se haya usted puesto de largo, quitándose del todo el luto. Allí, la música; las mamas se sientan bajo los árboles, y las niñas, de claro como palomas, vueltas y más vueltas a los jardines y de punta con sus novios las que lo tienen. Luego el teatro, luego los bailes... y la reja en casa de alguna amiga... Luego... ¡ah, usted no ha vivido, señorita, aún! — ¿Has tenido tú muchos?
— ¿Novios? ¡Regular!
— ¿A qué edad el primero?
Sepultóse Gloria en sus recuerdos, perdida en confusas lejanías.
— A los trece años — dijo luego —. Pero aquél puede decirse que no lo tuve yo, sino qué... me tuvo. En realidad, era el novio de una prima mía; un maquinista del tren. Estaba yo sola una tarde y entró él... me dijo que era guapa y me reí; me dijo que me quería y me reí... y...
Soltó una carcajada, contenta de poder jugar con intenciones equívocas que Petra no entendiese.
— Y nada... que me quiso aquella tarde, como si hubiese sido su novia..., ¡más!... Sólo que tenían hecho el ajuar mi prima y él, y al mes se casaron; se marcharon. Después me puse en relaciones con un señorito muy guapo — continuó, apresurada para aturdir a Petra con su sonrisa maligna y no dejarla preguntar —, el señorito de mis amos. Ya se ve; le entraba el chocolate todas las mañanas, y el señorito acabó por enamorarse. Una noche fuimos de máscara al baile, cenamos y me achispé un poco... ¡Le digo a usted que se divierte una de veras con los novios!
Petra estaba violenta, casi avergonzada de no sabía qué adivinaciones terribles, que no podía en modo alguno conciliar con la tranquila jovialidad de la criada. — ¡Bien!... ¡Vosotras... tenéis otra libertad! — repuso para atajar la conversación con un asomo de reproche digno, seco, que picó a Gloria.
— ¡Cómo! ¿Más libertad? ¿Y las señoritas?... He servido desde entonces a bastantes, y podría contar de señoritas largo y tendido. ¡Oh! En estas cosas no hay señorío que valga, y no es preciso ir a los bailes... ¿Conoce usted a Salvadora Villarreal?
— De vista.
— Pues a la reja, Salvadora Villarreal, cuando yo servía en su casa frente al Parque... ¡qué! ¡a media noche la dejó en camisa el novio!
— ¡En camisa!... ¡Oh, Gloria!
— Pero así como le digo a usted, yo que lo sé, porque se me vino llorando a mi cuarto a despertarme, ¡si usted no conoce el mundo, señorita!..., llorando a suplicarme que saliese a pedirles sus ropas a aquellos tres: al novio y dos amigos del novio, que habían sido también los novios primeros, todos en broma y en jarana por apuesta... saliendo, cuando ya estaba ella desnuda, de unos árboles.
— ¡Oh! ¡Calla! ¡Calla, Gloria!... ¡¡Qué sinvergüenza!!... ¡Eso es mentira, Gloria!... ¡¡Se necesitaría ser indecente para eso!!
Habíase levantado la chiquilla con nerviosa indignación, y Gloria se acercó para cogerle la barba, siempre sonriente...
— ¡Pobre Petrita! La verdad es que no me acostumbro a llamarte de usted. Daré tu carta a la noche- ¡Tú irás aprendiendo de lo que una novia es capaz poco a poco!
Dándola un sonoro beso, escapó.
Petra se desplomó en una butaca. Vaga repugnancia de no sabía qué perspectivas ingratas la invadía. Sintió impulsos de llamar a la doncella y romper la carta. Aquella carta escrita, en verdad, porque su criada y sus amigas de colegio se obstinaron; inútil, falsa, mala, puesto que mentía en ella, y puesto que por ella, como si efectivamente fuese el principio de una reprochable acción, huía y se escondió de Rodrigo y de su madre.
Le entraban ganas de llorar, sofocada por la visión de la novia en camisa, a la reja, vista a la vez por el novio y por los otros escondidos en los árboles... ¡vista también por Petra, aquí, a través de sus candores de ángel, a modo de odiosa pena de sonrojo y de deshonra al final de un sendero de pecados de amor, negro como la noche!...