Reveladoras/IV
{{encabe|título=Reveladoras|autor=Felipe Trigo|notas= En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. |anterior=III |sección=IV |siguiente=V
Le obligó a volverse en el trapecio un ruido de botellas que se quebraban y de perros ladrando.
Vió por la tapia del hotel una naranja lanzada al alto... y en seguida otra... y otra... que empezaron a cruzarse en un subir y bajar gracioso. Momentos después no eran tres, sino seis o siete las naranjas, trazando por el aire un arco en que se perseguían sin cesar...
Incapaz de resistir la curiosidad, se arrojó del trapecio. Iba a verlo. De puntillas y cargado con la escalera blanca de la percha, la adosó al tabique, comenzando cautelosamente a subir.
Una niña estaba en la terraza de la fonda, rubia como las muñecas, cuya melena rizada le caía sobre el guardapolvo de dril ondulando en el gentil balanceo de los brazos y sujeta por una diadema de piedras verdes. Estaba de espaldas. No le sintió. Las naranjas volaban como una guirnalda sobre su cabeza, dilatándose, extendiéndose, ciñéndosele otra vez hasta parecer que le llegaba a rodar por las sienes, obedientes a las rosadas manos que las impulsaban con ligereza de encanto — mientras que el talle flexible y firme se tendía o se doblaba, ora sobre la punta de los pies erguida, ya a uno y otro lado, o con el busto atrás y la cara al cielo, rodilla en tierra, en tan violenta flexión, de todo el cuerpo, que tocaban el zapato blanco las puntas de la áurea cabellera... Y siempre la hermosísima criatura rodeada por aquel aro girador que parecía extasiarla fingiendo los anillos de una rojiza serpiente... Cerca de un banco, tenía una cítara y un arpa. Enfrente la contemplaban, atados y mimosos, dos perros de San Bernardo.
Cada vez que la niña, arrodillándose, echaba atrás la cabeza, Rodrigo se ocultaba tras la tapia. Por último le vio; los perros gruñían y habían ladrado. Ella interrumpió su juego. El, deslumbrado por la brillantez singularísima de aquel rostro, se quedó mirándola también. Había recogido en la falda las naranjas y enseñaba los encajes azules de su enagua de seda, a media pierna, estallando la vigorosa pantorrilla en el calcetín escocés.
— ¡Molk! ¡schut! — le gritó dando en el suelo una patada al perro, que refunfuñaba aún.
Inmediatamente sonrió a Rodrigo, dedicándole una reverencia.
— ¿Quién te enseña eso? — preguntó éste animado por la plácida jovialidad.
— Yo lo aprendo — respondió la muchacha con acento extranjero, dulcísima la voz y amable.
— ¡Será muy difícil, ya lo creo!
— ¡Oh! Aquí en el suelo, no; se hace. Es que quieren que lo haga en panneau sobre Stern, que galopa muy alto.
— ¿Cómo?
— Corriendo encima del caballo.
— Pues te caerás. ¿Quién te coge a ti?
— Nadie. Voy de pie encima. ¿No me has visto en el circo?
Redobló hacia la niña su curiosidad. Se acordó de haber leído anuncios por las esquinas con la llegada de una compañía ecuestre.
— ¡Ah! ¿Tú eres titiritera, entonces?
— Acróbata y excéntrica musical — rectificó la niña con una suerte de ofendido orgullo.
Soltó las naranjas en el banco, se sentó al extremo y cogió la cítara.
— ¿Ves? Toco esto, y el violín, y el arpa, y en botellas y copas de agua. Hago el volteo también en mi jaca Káiser. Me llamo Elia Deval. Miss Elia. ¿Has visto los carteles? Pues... ¡yo soy!
Callaba Ricardo, admirado y un poco ahora con ganas de reír ante la nueva reverencia llena de cortesanía y de gracia que acompañó la chiquilla a su presentación. Lista, desenvuelta, tan rubia, tan rubia y linda, estábale haciendo recordar las princesitas encantadas de los cuentos que él leía. Y le parecía una mascarita miss Elia, una muñeca que se riese y que tuviese los ojos de cristal verde y hechos de dientes de nácar. Pero ¡qué bonita!... Cuidado que lo era de verdad su hermana Petra, y, o ésta le ganaba, o es que le chocaba a Rodrigo la animación de feria de sus colores... La cítara tenía incrustaciones de marfil y níquel y las cuerdas de plata. El arpa era dorada y roja.
Cruzadas las piernas, el codo en el respaldo y en la mano reclinada la cabeza, prosiguió Elia su presentación. Su madre era inglesa, pero ella vino de Londres a los tres años. Llevaba nueve en España. Estaba ahora con otras de la compañía: la tenía Grossi (un clown italiano) y la equilibrisa Andrée, que conoció a su madre, muerta por un caballo en Lisboa. No había tenido padre nunca. Andrée la quería bien; Grossi la pegaba cuando la caía Káiser. Del clown eran aquellos perros y los cuidaba; valía cada uno seis mil francos. Se trabajaba en el circo de más: por las tardes ensayo, y de noche concluían las funciones muy tarde...
— Y tú, ¿eres español?
Esta vez serió Rodrigo. Le hizo gracia la pregunta; como si a la edad de ellos se pudiera ser español, ni inglés, ni nada. Y contestó modestamente:
— He nacido en esta casa. Pero, anda, luego tocas. Vuelve a hacer eso: ¿cómo se llama?
— Juegos icarios. ¿Nunca lo has visto?
— Nunca he ido al circo ni al teatro. Hace ocho años que murió papá, y luego una tita mía, y hemos estado de luto. ¿Qué haces para que no se caigan las naranjas?
— ¡Cogerlas! Para aprender hay que acostumbrarse poco a poco.
— Si te viese aprendería. Le diré a mamá que me lleve al circo. ¿Vais a estar mucho?
— No sé.
— ¿Vives ahí en la fonda?
— Aquí vivo.
Tras una pausa, interrogó ella a su vez:
— Y tú, ¿qué eres?
— ¿Yo? — repuso el niño sonriendo —. Nada.
Sólo que en seguida sintió vergüenza, delante de una muchacha más pequeña que ya tenía una profesión, y queriendo, además corresponder a sus galanterías, puntualizó (con una modestia llena de arrogancias para el porvenir) que no era nada aún, pero que estudiaba y sería gobernador [1], como fué su padre. El señor cura, don Alberto, le daba lección en casa, pues aunque iba a examinarse de segundo curso en el Instituto, tenía matrícula de enseñanza libre. Por las tardes paseaba con el señor cura, y antes con la mamá y con la hermana, al machón de la fábrica de electricidad, o a la vía, donde hacían tijeras y sables aplastando alfileres al pasar el tren. Habían [2] estado cerca de cuatro años en su cortijo de El Galapagar, al morir su padre; mas tuvieron que venir para que fuese Petra al colegio de las monjas, y allí se había ido ella echando amigas... Por eso no había visto nunca el circo, y salía ya con el señor cura casi siempre...
Subiendo de la galería se oyeron voces.
— ¿Ves? Me llaman. Don Alberto va a venir. Anda, juega un poco a las naranjas, que te vea.
Le obedeció Elia, sonriosa y dulce, con su hábito de artista complaciente con el público. Y empezó a explicarle, arrojando las naranjas despacio:
— Mira, así... y se coge ésta con cuidado... Y ésta... Y ésta... ¡Lo aprenderías, no es difícil! Hazlo con dos primero... Fíjate: se tira una... cuando baja la otra... La una... la otra... Sin mirar la mano, arriba sólo... Y si se quiere, atiende, se van pasando de mano... tira la derecha... coge la izquierda... Así... Así... Así... A ver si puedes. ¡Tómalas!
Le echó las dos naranjas, que cogió Rodrigo sucesivamente al vuelo, con lo cual cobró ánimos. Afirmándose en la escalera, lanzó primero una y luego otra por el aire... Ambas le botaron en el pecho, rodando a los pies de Elia, que reía.
El se reía igualmente, discípulo dócil, en confesión de ineptitud.
Y le vió ella de pronto desaparecer, como un muñeco de sorpresa.
— Bueno, ¡adiós! — había dicho.