Ricardo/Capítulo IV
Capítulo IV
La desesperación
La casa de Ricardo era en efecto la tumba de su madre. No había más que acercarse a su gabinete para convencerse de que vivía Carolina en brazos de la muerte. El suelo estaba alfombrado de palio negro; las paredes tapizadas de negra bayeta; las ventanas cubiertas de cortinas igualmente fúnebres; sobre las mesas veíanse siempre-vivas, violetas, cruces, libros de rezo, en tal manera, que parecía encerrada aquella mujer en triste catafalco cual si asistiera a sus propios funerales, y celebrara sus propias exequias. Un largo trajo de merino negro, sencillo en demasía, pero ajustado a su elegantísimo cuerpo, la amortajaba entre sus anchos pliegues; una toquilla negra cubría su cabeza peinada con la sencillez correspondiente a su tocado, pero con limpísimo esmero. Como el rostro, a pesar de su demacración, no había perdido la hermosura; como los ojos, a pesar de su fiebre, no habían perdido el poder; como el cuerpo, a pesar de sus maceraciones o de sus dolores, no había perdido la esbeltez; semejábase a una imagen de la penitencia trazada por artista, cuya hábil mano tuviese empeño en asociar al dolor acerbo la perfecta hermosura.
A veces solía abandonarse por completo a la desesperación, cuya fuerza no se aminoraba jamás en aquellos sus agitados nervios, y en aquella su vivísima sensibilidad. Entonces la palidez de la muerte caía como una sombra con matices entre verdes y amarillos sobre sus hermosas facciones; copioso sudor producido por la extrema debilidad y el pertinaz desmayo bañaba su cuerpo; la postración la rendía hasta el punto de no poder estar de pie; y la razón se escapaba de su inteligencia como si sólo quedaran ya en aquel organismo medio roto, pavesas de la vida, crepúsculos del alma; y en aquella alma medio extinta la capacidad necesaria al sufrimiento. Y como jamás podrá el dolor tener esta exaltación continuamente, ni revolcarse en estos espasmos de violencia, habíanse acostumbrado sus ojos y sus facciones a una contracción casi perpetua, reveladora de contrariedad casi continua. Sus largos párpados se entornaban como al peso de sueño incontrastable; su cabeza se caía sobre el pecho como la flor marchita inclinándose sobre el tallo; las mejillas mostraban surcos hondísimos de esos que deja el pensamiento con sus hondas tristezas; la frente mostraba arrugas numerosas; y los extremos de los labios una dejadez tan irremediable y tan duradera como la de aquellos que han dejado la vida. No respiraba; suspiraba. Y cuando sobre aquel suspiro quería poner algo más doloroso todavía, no suspiraba en verdad; amargamente sollozaba. En la frecuencia con que se llevaba la mano a la garganta, veíase que la anudaba una pena terrible. Toda su vida era aflicción. Así, los músculos que la anatomía moderna llama músculos del dolor, estaban casi siempre en su frente contraídos; las cejas arqueadas como a la interior contemplación de una idea fija; y el labio superior vibrante cual si a todas horas le agitase el afán o la necesidad de gemir.
Imposibilitada Carolina de toda expansión, su tristeza la conducía necesariamente a concentrarse dentro de sí misma y a vivir de sus propios dolores, como vivía y se alimentaba en los infiernos el Conde Ugolino de la carne cruda de sus hijos. Esta idea fija de su pena irremediable le congestionaba el cerebro con una congestión tan pesada, que la obligaba y constreñía a tener siempre la cabeza sobre la palma de la mano para auxiliarla a soportar tanta pesadumbre. Y sin embargo, esta pena, ¡ah! no había alterado sensiblemente su hermosura. Diríase que aquella mujer era la Niobe antigua, tal como la hemos admirado en los Museos de Florencia, embellecida y como transfigurada por la intensidad misma de su desesperación. Cuántas veces quedaba como fuera de sí; cuántas veces miraba y no veía más objeto que los negros círculos producidos por la irritación de sus pupilas; y pugnando por abrir su alma a pensamientos o esperanzas múltiples, sólo sentía el pensamiento y la esperanza de la muerte. Y a medida que más rodaban en su cabeza estos torbellinos de ideas fúnebres, más se contraían y cerraban sus labios con el sello de un tenaz y profundísimo silencio. ¿Qué palabra habría en el humano lenguaje, bastante a llevarle algún consuelo en aquella desolación tan duradera como su vida? Ni siquiera la luz que todo lo vivifica, que todo lo anima, que todo lo colora, que despierta la vida en los organismos, y la alegría en la vida, llegaba hasta el interior de aquella alma desierta. Ni siquiera le quedaba el lenitivo último de los desgraciados; departir de sus penas, comunicarlas, hacer que penetren hasta el alma de otros seres y provoquen la consoladora y necesaria compasión. Pasaba continuamente de las tristezas a las aflicciones, y de las aflicciones a las tristezas. Estos dos estados eran al cabo los dos estados naturales y perpetuos de su alma, envuelta en los senos del misterio y obligada por la propia delicadeza de sus sentimientos y por la piedad maternal y el culto necesario de la honra vinculada en su hijo a un perpetuo silencio.
Nada hace a los humanos tan desgraciados como faltar a la entera vocación de su vida. Eminentemente sociales como somos, la fuerza que mantiene la sociedad es el amor, como la fuerza que mantiene el Universo es la atracción. El amor primero, esencial, necesario, es el que acerca entre sí, une, confunde en sus placeres y en sus efusiones indecibles a los dos opuestos sexos. Pero, aparte de esta primera y genuina acepción del amor, hay otros muchos grados conocidos en la lengua común por las palabras afecto, cariño, simpatía, amistad, que nos unen con el suelo en que nacimos, con el hogar que habitamos, con la religión que en la primera edad recibimos, con los semejantes que vemos, grados varios constitutivos de esta entidad superior que llamamos sociedad. El ser más social, es el ser que más siente, porque es el ser que más atrae. La pureza y la intensidad de los grandes sentimientos crea y mantiene la sociedad. De consiguiente, la mujer más sensible, más tierna, más afectuosa, también es mucho más sociable que el hombre. Como sucede en la vida común, que junto a una mujer inteligente y hermosa, suele formarse una abreviada sociedad, sucede en la vida universal, y en las grandes y permanentes sociedades humanas. El hombre, fuerte de temperamento, llamado a la guerra, con voraces instintos de odio, cazador, guerrero, es mucho menos social que la mujer; como el águila, como el milano, como todas las aves carniceras y rapaces, unas obligadas a vivir en las sombras para tender sus emboscadas; otras en los altos y solitarios peñascos para lanzarse sobre sus presas, indudablemente son mucho menos sociables que los ruiseñores, cuyos coros de amor resuenan por la primavera en nuestros floridos campos, y que las golondrinas, siempre en bandadas, viajeras misteriosas, benditas entro todos los pueblos, y cuyos dulces píos y cuyos parabólicos vuelos y cuyos consoladores regresos de las largas emigraciones a nuestros patrios techos, nos anuncian la vuelta del calor y la resurrección de la vida. Así, pues, la mujer tiene el don de despertar todos los grandes afectos, y como tiene el don de despertar todos los grandes afectos, tiene el don también de servir como base incontrastable y primera a la humana sociedad.
Una mujer que falta en el mundo a esta vocación primera de su naturaleza, a este ideal luminoso de su vida, a este llamamiento de la sociedad, es el más desgraciado de todos los seres, como lo son generalmente todos aquellos cuyos medios y cuyas facultades no corresponden por uno de esos accidentes, denominados infortunios, al fin primordial para que fueron criados. Carolina había nacido para amar y ser amada en el seno de la familia, y para procurar a cuantos se agrupaban a su lado bajo la techumbre del hogar la primera y la más necesaria de todas las felicidades, la felicidad doméstica. Carolina había nacido para irradiar desde este centro de amor íntimo la luz y el calor de sus amores, en amistad, en afecto, en cariño, en obras piadosas y caritativas sobre toda la sociedad de su tiempo, animando desde las inspiraciones que mueven a la libertad, hasta las inspiraciones que mueven al culto y a la práctica de la poesía y del arte. Vestal en la casa, y en la familia sacerdotisa; numen y musa de muchas grandes obras sociales por su inteligencia y por su hermosura, sus ideas y su sangre la impulsaban a despedir esas corrientes de electricidad que en la sociedad sirven para grandes operaciones; en la sociedad, necesitada como la naturaleza de una mecánica y de una química especial que distribuya las fuerzas, que condense las ideas, que cristalice los organismos, que produzca y mantenga la vida. Había faltado Carolina por una serie de accidentes, todos infortunados, a este fin supremo de su existencia, y en realidad se había precipitado desde las sonrosadas alturas del alto ministerio que le deparaba naturaleza, al hondo abismo de una irremediable desgracia, que la reducía tristemente a ser incompatible ya con toda sociedad.
El sentimiento provoca el sentimiento. Un suspiro triste os sumerge en la tristeza, aunque vuestro ánimo se halle naturalmente alegre como el ver una persona en el borde de un abismo os produce vértigo semejante al que experimentaríais si en su lugar os encontrarais. La comunicación del sentimiento se parece al estallido de una chispa eléctrica. La mirada que recoge de lo interior una idea, y la concentra en las retinas, como se concentra la luz en los focos de los espejos ustorios, y la despide sobre otra mirada, produce instantáneamente en el choque de los ojos una misteriosísima centella, la cual penetra hasta en lo íntimo del ser, y agita hasta las entrañas del alma. La palabra, ese sonido tan tenue, combinando letras y vocablos, si recoge de lo íntimo del ser grandes sentimientos, concluye por dominar a un auditorio frío e indiferente, por hacerlo reír si quiere provocar la risa; por hacerlo llorar, si quiere provocar el llanto; por llevarlo a la compasión, cuando se enternece; al odio, cuando se indigna; a todas las emociones más distantes en aquella hora de la voluntad y de la idea del que escucha arrastrado a pesar suyo por la rápida y misteriosa comunicación de las profundas emociones. Hay almas que son grandes conductoras de los sentimientos y de las ideas, como hay cuerpos que son grandes conductores de la electricidad. El alma de Carolina era una de estas almas. Dios le había dado los dones que más sirven para despertar en los demás los sentimientos experimentados en ella misma; le había dado el don de una mirada comunicativa, y el don de una palabra elocuente. Pero aquella naturaleza franca, irradiante, efusiva, había tenido que encerrarse en sí misma como si fuera una triste naturaleza egoísta, dada la concentración natural e inevitable del dolor.
Carolina, desde la hora terrible de su desgracia, se hubiera retirado del mundo y se hubiera ido a un convento para recoger en su corazón el amor divino, ya que le había sido negado el humano amor, a no tener junto a sí el hijo de sus entrañas, lazo único que la ataba a la sociedad y a la tierra. Un alma como la suya, que en el matrimonio podía haber encontrado felicidad tan grande, se había visto obligada a vivir con un esposo a quien no había amado jamás. Y aún con éste, con su marido, a pesar de todas sus ideas, de una pureza inmaculada; a pesar de sus honrados instintos; a pesar de sus castas inclinaciones, no había podido ser ni tan consecuente, ni tan fiel como se lo aconsejaba su conciencia y se lo imponía su propia voluntad. Luego se prendó de otro mortal, y ni tuvo valor para seguirlo, ni valor para rechazarlo. Cayó en sus brazos un momento, el cual decidió de su vida por toda una eternidad. Al esposo que le diera un hijo, una fortuna, un apellido, sino ilustre, ilustrado por la riqueza y por la política en aquella altiva sociedad americana, le había correspondido, arrastrándole a la locura primero, y a consecuencia de la locura, a una muerte desastrosa, cuya agonía fue un estallido continuo de maldiciones que concluyeron por levantar entre tantas interiores tristezas, una espesa nube de remordimientos en la conciencia sombría de la atribulada esposa. Cuando asociaba el día de su unión al pie de los altares con Jura, y el día de su viudez, pensaba que no había sido buena esposa y que no había amado, como era de su deber, y como lo prometiera por inviolable juramento, necesitaba contenerse con ambas manos la cabeza, víctima de vértigos horribles, para no perder completamente la razón. Cuántas veces se levantaba airada contra sí misma por un impulso ciego, y se reconvenía con las reconvenciones amargas que hubiera podido dirigir a otro ser cualquiera. En ninguna memoria estuvo jamás tan presente y tan viva una culpa; en ninguna conciencia estuvo jamás tan presente y tan vivo un remordimiento.
Luego, otro de los sentimientos de su vida había sido el amor, ciego al mulato Antonio. Cuanto más ahondaba en su corazón y en su memoria, más veía que aquella pasión resultaba la pasión única de su vida. En todos los espejismos de su imaginación; en todas las ilusiones que se levantaban de sus sentimientos; en todos los recuerdos de su memoria, las únicas horas placenteras y los únicos instantes felices se relacionaban con aquellas serenatas de amor, con aquellos versos de profundo sentimiento, con aquellas encendidas miradas que penetraron hasta los abismos de su ser, y que en él difundieron una pasión inextinguible. Pero, ¡oh pena de las penas! Este amor había tropezado en la realidad, y de tan irremediable tropiezo, había provenido también una irremediable desgracia. El ser tan amado había subido hasta el cielo de aquel amor purísimo, y lo había manchado con el hálito de un placer pasajero que diera al cabo frutos de perdición eterna. Los dos amantes que acaso habían nacido el uno para el otro, que en realidad se buscaban y seguían, como se buscan y siguen unos a otros los mundos suspensos en el espacio por la misma atracción, debieron, a causa de este minuto de placer, convertido en un infierno perdurable, separarse por toda una eternidad, y huir uno del otro como pueden huirse y esquivarse los seres que a muerte se aborrecen. Y habían huido y se habían separado, para que esta mutua separación, ¡ah! no pudiera realizarse sin que en mil pedazos se destrozaran y de arriba abajo se desgarrasen aquellos dos corazones. Querer a un mortal y no verlo; y no hablarle, y no sentirlo a su lado, y no compartir con él todas las ideas al par de todos los sentimientos, y no asociarlo a su misma suerte, a sus dolores, a sus alegrías, y no tenerlo bajo el mismo techo, y no recoger en su mirada la luz de la vida, en su aliento el aire para el pecho, ¡oh! es el dolor de los dolores, dolor a cuyos golpes y estremecimientos se destrozaba, concluyendo por ver siempre ante sus ojos nublados de lágrimas, sin tranquilidad alguna lo presente, sin esperanza lo porvenir, sin alivio el mal que la postraba, sin compasión los humanos corazones, vacío el mundo y vacíos hasta los cielos, cuyo esplendor se ocultaba y desaparecía tras el sudario de negrísima tristeza. Así es que amaba y maldecía a Antonio; deseaba tenerlo a su lado con el corazón, y de su lado lo rechazaba con la conciencia, resultando de tal estado una horrible batalla, en la cual se aguzaban cada día más para atormentarla sus dolores y sus remordimientos.
Pero no hay término ni límites en el sufrimiento. Aún la atenazaba más las entrañas otra pena intensísima: la separación de la hija que naciera de su culpa y de su caída; la separación de la hija de Antonio; aquella hija, pedazo verdadero de su corazón, parte integrante de su alma. En noche siniestra, el hombre que se había aprovechado de un momento, en el cual su voluntad estaba como perdida y como enajenada, asaltó la casa que conocía tanto, entró en el gabinete que profanara con sus arrebatos, cogió de su cuna la niña que era como prenda viviente de aquel amor, y se la llevó consigo a educarla bajo otro techo y a convertirla en ornamento de otra familia. Diez y seis años hacía de esta horrible tragedia, y en esos diez y seis años no se cansó jamás Carolina de llorar y de desesperarse. Su marido en la demencia, su amado en necesario apartamiento, su hija arrancada de su seno; cada uno de estos dolores tenía fuerza por sí sólo para atribular una vida entera y perder un alma inmensa. Cuánta fuerza no tendrían todos juntos acumulados con sus tristes pensamientos sobre una sola cabeza, con sus horribles torcedores sobre un solo corazón. Así es que Carolina, la infeliz, no vivía; pero tenía realmente razón para no vivir en aquella inmensa desventura. Esposa infeliz, había sido causa de la demencia y de la muerte de su marido. Amante infeliz, había sido causa de la desesperación. de su amado. Madre infeliz, había sido causa de que su hija se educara léjos del regazo maternal, donde únicamente puede criarse la infancia necesitada de esos tiernos cuidados que no se adivinan, si no los inspiran a la voluntad las entrañas.
Al llegar aquí, a esta consideración de su desgracia, perdía Carolina todo imperio sobre sí misma, y se daba entera a un dolor, de tal suerte intenso, que sus sacudimientos podrían causarle de seguro la muerte, si la complexión humana, destinada al dolor, no tuviera tanta resistencia. Madre, y la naturaleza había sido de tal manera violentada en ella, que le arrancaron sin conmiseración alguna la hija de sus entrañas. Todo se puede sustituir en el mundo; todo, menos el corazón de una madre. Cuán poco valor tuvo en el empeño y en la batalla por guardar aquella angelical criatura; se decía a sí misma. La última de las hembras del último de los animales, se defendería y defendiera su prole con mayor rabia y con mayor empeño. Una tigre, o hubiera muerto, o hubiera matado al raptor, si en su propia madriguera, lactando sus cachorros, la sorprende. A cada momento de su vida, se acordaba de la vida de su hija. Un padre, y más un padre tan combatido por toda suerte de contrariedades, como el infeliz Antonio, no podía proveer a la educación de una tierna niña. El padre representa siempre la fuerza, la energía, el valor, y la pobre criaturita necesitaba la compasión, la ternura, la delicadeza, las lágrimas, la providencia maternal. ¿Qué mujer puede sustituir a la madre cuando ni siquiera el padre la sustituye? Solamente en los oídos maternos resuena como una música, el lloro incómodo de los niños; solamente una madre se pierde embebecida en la sonrisa y se mira en la mirada que surge de la cuna y se abisma en la contemplación estática, verdaderamente indispensable, para sostener los cuidados de la maternidad y conjurar los peligros que rodean a la inocencia. Y luego, al llegar a la alborada de la razón, nadie puede enderezar el sentimiento hacia lo divino como una madre; y al encresparse el oleaje de las primeras pasiones, nadie como una madre calmarlas y dirigirlas a la plena realización del bien. Solamente la previsión maternal, sus adivinaciones proféticas, alcanzan a señalar los abismos de la vida sin corromper la pureza del corazón y sin empañar ni siquiera ligeramente el espejo clarísimo de la inocencia en que se reflejan las cosas bellas del mundo.
Con razón, pues, se le partía el alma cuando se acordaba de lo que hubiese sido su vida con la hija del alma al lado, y de lo que era sin su hija. Cuánto la hubiera regocijado la sonrisa de aquellos labios, constantemente brillando sobre su vida; la primer palabra gorjeada por la tierna garganta; el nombre de «mamá» dicho antes que ningún otro nombre; los primeros tímidos conceptos y las primeras encantadoras gracias; la inclinación a consagrarse al amor desde sus juegos y a constituirse en el divino ministerio de la maternidad con sus muñecas; el día de cambiar las mantillas por el vestidito; y el día de los primeros pasos; y el día del Primer premio de lectura; y el día de la primera comunión; y el día del primer rubor producido por el primer asomo de la pasión; y el día del vestido largo, y todos esos días aniversarios de otros tantos instantes venturosos, que son como creadores de un alma, en la cual pone una madre todas sus inspiraciones, toda su luz, todos sus amores, todas sus ilusiones que de nuevo florecen, y todas sus esperanzas que se perpetúan sobre el corazón de su hija, abreviado universo de su alma estática y amante.
Un tiempo fue en que tuvo noticias de su hija. Sabía que iba creciendo en inteligencia y hermosura. Sabía por esas industrias propias de las madres, todos sus pasos y toda su vida. Pero la rica familia con la cual vivía y de que formaba parte la niña con su padre Antonio, se había venido a Europa, y después de ese viaje a Europa, en el cual llevaban empleados más de seis años, nada había podido saber sino que continuaban viajando. Antonio se vengó bien cruelmente de la negativa que opuso Carolina a seguirle con no enviarle ni una sola palabra de su hija. En verdad, la causa primera del viaje estaba en el deseo que tenía Antonio de procurarse distracción a sí mismo, y cultura verdadera y esparcimiento a su hija, a la cual había puesto el nombre de Elena. Conforme ésta iba creciendo en años, su padre se iba penetrando de cuán necesario era ocultarla su origen, y no decirla que tenía una madre y un hermano en la tierra. Antonio vivía con el rico habanero, su hermano de leche, que le rescatara en el mercado y que hiciera de su afecto una verdadera necesidad del alma. Este riquísimo habanero había sido padrino de Elena, bautizada en Méjico después del rapto. Aunque al morirse su primera novia había hecho juramento de no casarse, casóse al cabo, seducido por las gracias de una bella mejicana, con la cual no tuvo ningún hijo. Así el matrimonio y Antonio vivían para Elena y la cuidaban con el amor y el celo con que hubiera podido cuidarla su propia madre. Para Elena, Antonio, su padre, era viudo, y no le hablaba nunca de su madre por no renovar recuerdos tristes de otros tiempos ni abrir heridas del alma, recuerdos y heridas que todavía destilaban sangre, según las tristezas continuas del mulato, cuyas pasiones se hallaban todas reunidas y concentradas en su hija. Juntos habían recorrido toda Europa y gozado todos los esparcimientos propios de un viaje tan delicioso. Juntos vivían los cuatro en una paz completa, sin que hubiera objeto preferible a Elena para su cariño, ni otro heredero a su inmensa fortuna.
Carolina estuvo adherida a América mientras vivió su esposo, el caballero Jura. Le era imposible dejarlo, y cuidaba de él muchas veces con riesgo de la vida, porque. su locura llegaba con facilidad al furor, y por consiguiente a la violencia. Pero en cuanto Jura murió, en cuanto pasó el duelo, en cuanto guardó por un año entero el luto junto al cementerio donde estaba enterrado, vínose a Europa, trayéndose a Ricardo, que bien lo necesitaba, por haber recibido una mortal herida en la guerra de los Estados Unidos y en defensa de la hermosa bandera de Washington mantenida en las inmaculadas manos de Lincoln. Luego, como Ricardo se avergonzó al morir su padre, de tener una fortuna ganada en la trata y mantenida por la esclavitud, no hubo otro remedio sino repartirla entre los negros emancipados, y venirse a Europa en busca de algún lenitivo a los antiguos e inveterados dolores. Pero en realidad, el principal móvil de aquel viaje en Carolina, era buscar a su hija, encontrarla, verla, saber de ella, aunque jamás ella supiera nada de su madre. ¡Infeliz Carolina! ¡Ah! No sabía cuán fatal iba a serle este encuentro. En la realización de este deseo tan anhelado se encontraba la mayor desgracia y la mayor catástrofe de su vida, el sacrificio de seres inocentes inmolados por su irreparable culpa y partícipes de sus castigos.