Ricardo/Capítulo IX

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo IX

Capítulo IX

La felicidad

Desde la noche del baile Ricardo experimentó su corazón y lo observó profundamente; y de estas observaciones y estas experiencias dedujo, no por silogismos, por sentimientos, una inflexible consecuencia; que su vida dependía completamente de la vida de Elena. Sobre todas sus vocaciones se levantaba ésta en pocas palabras resumida: amar y ser amado. Sin que su gran corazón se disminuyera un punto, sin que le faltaran aquellos impulsos generosos y aquellos movimientos heroicos a su naturaleza congénitos, comprendía que el nuevo afecto nacido en él, elevaba todo cuanto era y todo cuanto hacía en este mundo a culto religioso por una sola persona, a cuyos pies ofrecía como sagrada ofrenda todas sus virtudes. Hasta aquellos días caminó a ciegas por el mundo sin tener a quien consagrar sus pensamientos ni de quien recibir inspiraciones. Desde entonces, todo ensueño poético de su alma tenía una Musa que lo idealizara, todo combate por el bien tenía una dama que lo bendijera. Su alma había sido hasta aquel momento vasto cielo iluminado por una luz sin calor. Desde esta trasformación la pasión de las pasiones pone en todo su ser y en todos sus actos ese fuego vivaz suyo que es el fuego creador de la vida. Pero ¿iba o no a ser correspondido? Esta pregunta le conturbaba en términos que destruía todos sus proyectos y disipaba todos sus ensueños de felicidad. Modesto por excelencia, no encontraba en sí méritos bastantes a despertar una pasión. Si se miraba al espejo, como suelen los enamorados, encontrábase vulgar; si se miraba a la conciencia, encontrábase sin ninguna de esas cualidades amables que inspiran fácil amor. Encerrado en ciertas esferas de la vida donde sólo reinara una serenísima virtud mezclada a un profundo dolor, quizá no tenía ninguna de las prendas que dan a la juventud todo su encanto. Cuando tal idea le asaltaba, hubiera dado su existencia por ser uno de estos jóvenes a la moda, de sociedad, hábil en los ejercicios del canto y del baile, instruido en los secretos de los salones, elegante en su vestir y en sus maneras, capaz de encadenar con una sola mirada aquella hermosa joven, la cual sin duda alguna en los viajes había adquirido esa ligereza que da el cambio de escenario, de tratos, de costumbres y de vida en la continua renovación de un continuo movimiento. El inocente no se comprendía a sí mismo, y por consecuencia no comprendía tampoco que su varonil hermosura, sus ojos llenos de inspiraciones, su frente elevada en cuyos espacios se elevaba como un sol luminoso la inteligencia, su gran corazón revelado en frecuentes actos heroicos y hasta sublimes, la comunicativa elocuencia de sus palabras, el calor irradiante de sus ideas bastaban para inspirar una gran pasión de esas que llenan toda una existencia, que sobreviven a la acción demoledora del tiempo y a los cambios y a las trasformaciones del mundo, que se creen por su virtud y por su fuerza inaccesibles a la misma muerte.

En tales dudas, en tal incertidumbre, lo que verdaderamente 1e fijaba en una idea era el convencimiento de su pasión por Elena, única mujer a cuyo lado quería vivir y morir, única mujer en cuya alma encontraba la mitad de su alma. Penetrado de esta convicción se reconvenía a sí mismo por no haberse ya cerciorado de si era o no correspondido. Él no necesitaba hablar, no. Harto habían hablado sus ojos. Lo que necesitaba. era saber si le correspondía Elena, saber si experimentaba a su lado aquella felicidad que da a sus elegidos el amor y que tanto se parece a la bienaventuranza. Y él mismo que, en cuanto se trataba de socorrer y salvar a un infeliz, lanzábase en su auxilio sin mirar los peligros, naufragando mil veces con los náufragos de la vida; en cuanto de sí mismo se trataba, no tenía tanto ánimo y no osaba abordar a las playas donde veía su paz y su ventura. Tal estado le condenaba a un perpetuo combate. Mas al cabo de cierto tiempo comprendió cómo en esta incertidumbre se encontraba daño mayor que en la certeza de una negativa y en la realidad de una desgracia. Y como quien toma resolución verdaderamente incontrastable, decidió presentarse ante Elena y decirle con toda lisura, con toda llaneza, que no podía vivir sin su amor, y que el hogar sin ella era verdaderamente un sepulcro y sin ella el corazón un cadáver. Admitido en casa de los condes de la Floresta con toda franqueza encontrándose mil veces sola a Elena, habiendo hablado tanto con miradas y con suspiros necesitaba hablar clara y concretamente, saber si le estaba reservada en la voluntad de aquella mujer la vida o si le estaba reservada la muerte. Parecíale que muchas veces le miraba también, que respondía a sus suspiros con suspiros, que hablaba en términos a primera vista ambiguos y en realidad clarísimos; pero apenas se asía a tal creencia, cuando le asaltaba el temor de que aquellas observaciones suyas fueran pareceres sin base o ilusiones y engendros del deseo. Así es que, pasados pocos días del baile, tras una noche de insomnio, después de mil dudas y de un largo examen de conciencia, se decidió a ir, a presentarse, a decirle a Elena toda su pasión y a preguntarle si esta pasión encontraba eco en su pecho y le impulsaba a pasar unida a él en eterno amor toda la existencia; pues de una palabra suya dependía el enlace de sus nombres, y de sus destinos, y de sus vidas como ya se habían enlazado y confundido sus almas.

Vistióse con todo esmero como quien va a una fiesta y se miró mil veces al espejo. Anduvo mucho de un lado a otro como quien estudia y ensaya un papel. Habló en voz alta diciendo frases que de seguro no podría repetir en el momento para que las preparaba y profería. Fue a despedirse de su madre como siempre; pero con ternura tan porfiada y tan extraña, que indicaba una crisis decisiva en su vida y uno de esos momentos en que cambia de rumbos y de horizontes el alma.

Por fin se encaminó al palacio del marqués de la Tafalera, donde habitaba Elena con su padre, a la sazón ausente, y con sus padrinos los condes de la Floresta. Había mandado poner el coche, y cuando lo vió, lo hizo retirar a fin de tener más tiempo y caminar más despacio. Entró en la casa de su amada y le pasaron al jardín. Su primer deseo fue encontrar sola a Elena; pero cuando se acercó al cenador, donde solía verla, se alegró de que estuviese la condesa. Saludó a ambas amigas con su natural afabilidad; más al fijar la vista en Elena, se puso colorado como una muchacha a quien le dicen un requiebro. Elena tenía en las manos una redecilla de seda que se aumentaba a ojos vistas entre sus dedos: al lado una jaula donde aleteaba y gorjeaba pintado jilguerillo que parecía pedir caricias a su ama; enfrente un libro de poesías abierto sobre un velador de mármol y en cuyas páginas acababan de caer algunas hojas de las flores que tapizaban el poético cenador. Ricardo se sentó y empezó a hablar de cosas indiferentes hasta ver si la condesa se marchaba con cualquier pretexto, y podía hacer su declaración y dirigir su pregunta con toda libertad. Pero, en cuanto hizo la condesa ademán de irse, rogóle Ricardo que se quedara y le habló de asuntos varios, para fijar su atencion y detenerla más tiempo. Así que la condesa parecía decidida a quedarse, comenzaba de nuevo el joven a sentir natural intranquilidad y a desear su necesaria ausencia. Por fin, llamada al interior del palacio por la voz agria de su tío el marqués, fuese la señora y se quedaron los dos jóvenes enteramente solos. Ricardo de buen grado se hubiera ido también. A la deseada soledad siguió un extraño silencio. Elena fijaba la vista en su redecilla como quien teme que una mirada haga traición a todos sus sentimientos, y los revele de súbito. Ricardo apartaba las hojas de las flores caídas sobre las hojas del libro y leía algunos versos sin saber qué leía. Acariciaba luego al pajarillo, como para decirle que en sus gorjeos, cantara a su ama el amor de que estaba poseída el alma de su tímido amante.

Levantábase y volvía a sentarse con una inquietud que denotaba bien la inquietud de todo su ser. Al fin rompió el silencio y dijo esta palabra:

-Elena.

El bello nombre de la mujer amada había sido pronunciado con tanto afecto que indicaba el estado de alma en que se encontraba Ricardo. Elena lo comprendió muy bien y ocultó lo que había comprendido diciendo con una incomparable naturalidad.

-Gracias a Dios. Ya habló V. Temía que, al irse mi madrina, se hubiera llevado consigo la voz y la palabra de mi buen amigo.

Esta frase de Elena abría a Ricardo el camino para desahogar la pasión que le ahogaba. Pero persistente en su timidez no se dio por entendido, y dijo:

-Elena, debe ser muy hermoso el fijar la vida y preservarla de los diarios combates. Hay en ella desiertos de hielo y tempestades de fuego. Ni en tanto frío, ni en fuego tan voraz se encuentra la felicidad. Para subir al cielo necesitamos volar desde un estrecho nido.

-El cielo, donde las almas se encuentran y se unen y no tienen temor alguno a verse divididas por dudas, ni separadas por el espacio; ¡debe ser muy hermoso!

-¿No es verdad, Elena, que hallarse siempre al lado del ser querido, no ver sino sus ojos, no respirar sino su aliento, no oír sino su voz, será necesariamente la mayor entre las dichas posibles? La separación, siquiera sea por un minuto, equivale a la muerte. En cada instante de ausencia hay una eternidad de dolores. El mundo parece vacío, el corazón desierto cuando la fatalidad nos obliga a privarnos de aquella luz que ilumina la inteligencia y vivifica el corazón, de la mirada que nos envía el rayo benéfico de su bendito amor. Cielos, donde la eternidad reina; cielos donde no penetra la muerte; cielos donde no hay separación posible, si las almas se trasparentan todas en el eden; si unas a otras en la inmensidad se ven perpetuamente; no debíais llamarse cielos sino otra palabra más propia y más expresiva del bien supremo que en vuestro seno se encuentra, debíais llamaros felicidad.

-Bien habla V. del amor. Pero no es la palabra la prueba mayor del sentimiento.

-La palabra es la revelación por excelencia del espíritu. Cuando Dios ha querido manifestarse a los hombres, se ha llamado a sí mismo Verbo. Realmente yo ni encuentro ni puedo encontrar otro resplandor más vivo de las ideas que el resplandor de la palabra.

-Admitido. Mas las palabras de V. sólo dicen generalidades, Ricardo, ideas sin enlace; comentarios de una oscuridad espesísima puestos a sentimientos no bien definidos ni explicados.

-Y a decir verdad, ¿no entiende V., Elena, todo cuanto le he querido decir desde que la conozco?

-A decir verdad, no.

-¿Y me ha oído V. suspirar?

-Sí.

-¿Y me ha oído V. gemir?

-Sí.

-¿Y me ha oído V. vagar en alas de mis palabras por el cielo de mis esperanzas?

- Sí, Ricardo.

-¿Y no ha adivinado V. cuánto quería decirle?

En esto apareció la condesa y su tío el marqués, departiendo en ese tono, ora de disputa y ora de sermón, que daba el buen viejo a todas sus conversaciones. La materia de que trataban debía ser interesantísima por la viveza con que discutian, y peligrosa por el empeño que la condesa mostraba en ocultarla a los dos jóvenes. El buen marqués no hizo caso de las advertencias de su sobrina y les sometió resueltamente a Elena y Ricardo el tema de aquella controversia.

-Decíamos...

-No haga V. caso de lo que dice mi tío.

Le advirtió a Ricardo la condesa encendida como una amapola.

-Decíamos que los tiempos presentes, no son al amor tan propicios como eran nuestros tiempos.

-Ya ven Vds. que la conversación no correspondía ciertamente a una mujer casada y a un viejo ochentón.

-¿Cómo? ¿Por qué?

Preguntó el viejo.

-Porque las conversaciones de amor se deben quedar para los jóvenes.

-Pues no faltaba otra cosa. Lo único que hace amable la vida es esa pasión esparcida por Dios desde el principio al fin de los tiempos y desde la primera a la última de todas las cosas. Esa palomilla que pasa por los aires, o busca su pareja, o sus polluelos o su nido. El sol tiene sus tierras como el sultán tiene sus sultanas. El planeta tiene su luna como el artista su musa. Esa mariposa si vuela busca amor. Esa flor si abre su cáliz, es porque quiere que el amor se deslice en su corola. Amar es vivir. Lo único que, después de esta vida nos queda en el mundo, la paveza única que luce después de apagados todos nuestros sentimientos; el recuerdo único que resta después de extinguida nuestra memoria, es la satisfacción de haber amado y de haber sido amado.

-Tiene razón el marqués.

Dijo Ricardo.

-Y tanto como la tengo. Y decía que en mi tiempo no se oponían obstáculos insuperables, como hoy, a los enamorados. En cuanto alguno entraba en una casa...

-Tío, no hablábamos de eso, hablábamos, dijo la condesa, de ciertos afectos...

-No, señor. Te ruego, querida sobrina, que no seas embustera. Hablábamos de cómo se pedía la mano de una muchacha en otro tiempo y cómo se pide ahora. Hablábamos de cómo requeríamos nosotros de amores a las jóvenes y cómo se las requiere en esta época. Hablábamos de la manera más lícita y más conducente a preparar y facilitar un matrimonio cuyos anuncios asoman por todas partes. De eso hablábamos.

La condesa se ponía de mil colores a cada palabra de su tío, y la pobre Elena, tan directamente aludida, no sabía qué hacer ni qué decir. Ya estiraba su red hasta romperla, ya vertía el agua de la jaula, ya hojeaba las páginas de su libro con tal desasosiego, que se le caía dos o tres veces a tierra y dos o tres veces obligaba a Ricardo a bajarse para recogerlo, cuando el marqués decía una de sus reflexiones más cándidas y más inoportunas.

-Como, decía el marqués arrebatado ya por su propia garrulería y sin ver el tormento que daba a la condesa y a Elena: como; el amor es toda la vida, es más que la vida, es la esperanza de la inmortalidad. Fuera de esta pasión vive el alma como el cuerpo fuera del aire, en la asfixia. Y hay que ocultarlo como un crimen. Y hay que envolverlo en miles de reticencias. Pues yo detesto, cual sucedió a toda la gente de mi siglo, la hipocresía; yo prefiero pasar por malo siendo bueno a pasar por bueno siendo malo. Yo conjuro a los jóvenes que están plenamente en su derecho de amar y que gozan de la edad del amor, a no perder el tiempo y a vivir y gozar con todo su corazón; si yo tuviera una hija o ahijada o sobrina que casar, y la viera rondada y requerida y enamorada, seguidamente daría el quién vive a su galan, seguidamente. Yo estoy a mal, muy a mal con la gente moza de ahora.

Tras amar muy poco, diluye esa cantidad mínima de amor en tantos suspiros, cartas, medias palabras, disertaciones, filosofías que prueban la inanía de sus pasiones y la falsía de su pecho. Nosotros no alzábamos los ojos para mirar a nadie a la cara. Obligados a rezar el rosario todos los días, metidos en casa al anochecer, puestos en el potro de las declinaciones y de los diptongos, celados por nuestros padres, sin poder fumar un cigarro ni decir un requiebro, con la mitad de los cabellos en las manos de nuestra mamá y la mitad de las posaderas entre las disciplinas de nuestros maestros, el día menos pensado, cuando más distraidos parecíamos y más ajenos al amor, de un revuelo nos encontrábamos casados, y así que nos casábamos a los siete meses ya apercibíamos la cuna y los trapitos de cristianar, y a los nueve meses cumplidos ya teníamos un muchacho que lloraba como pudiera mugir un becerro. Pero ahora ¡ay! ahora es todo lo contrario. Examen de la mujer que por novia se escoge; luego de examinada, largos días de suspiros y equívocos y embelecos; después amores más largos que una eternidad; al fin casamiento tardío y sin felicidad, y sin el complemento y la alegría de la vida, sin hijos. Que todos los demonios se lleven a una generación tan tímida para aquello que más necesario es a la vida y más conducente a la felicidad, para el bien supremo, para el amor. Nosotros éramos de otra pasta bien diversa de la pastaflora que hoy se usa. Nosotros éramos hombres en toda la extensión de la palabra. Antes que sufrir esas largas dilaciones hoy en uso nos hubiéramos roto la cabeza y nos hubiéramos dejado los sesos en la ventana o en la reja de nuestra novia.

Elena estuvo a punto de desmayarse, y solamente la animó un poco la imperturbable atención prestada por Ricardo, que ni siquiera pestañeaba, a tan largo discurso. En cuanto a la condesa, se hizo sangre en los labios de tanto morderlos para reprimir las palabras que de ellos brotaban espontáneamente contra las imprudencias de su tío. Al fin, no sabiendo cómo cortar conversación de esta suerte peligrosa, anunció no sé cuántas visitas imaginarias y se llevó al buen viejo poco menos que por fuerza.

-Diserta todo el día.

Exclamó Elena.

-Disertaciones llenas de gracia.

-Poco oportunas sin embargo. Habla siempre, segun la idea que le salta en las mentes, chochea.

-Y cuando habla del amor es siempre elocuente.

-Como que ha sido muy enamoradizo, segun le dicen a todas horas mis padrinos.

-No creo que haya sido tan enamoradizo. Si hubiera sentido muchas pasiones y mariposeado por la vida y puesto los ojos en multitud de mujeres y sentido hoy afecto por ésta y mañana por la otra, no se expresara a sus años con ese fuego cuando habla del amor y de sus goces más puros.

-¿No es verdad que llega hasta la elocuencia?

-Es verdad; el amor llena toda la vida. Cuando se ama no hay ni puede haber miedo al hastío.

-¡Ah!

-¿Qué son todos los goces en comparación del amor? La gloria un poco de ruido; las ambiciones otro poco de hinchazón. Después que habeis visto la tierra y presenciado todos sus espectáculos, las corrientes del Niágara, las pirámides del Desierto, las islas del Mediterráneo, las ruinas del suelo helénico, las musas del pueblo italiano, por mucho culto a las artes que tengáis y a la naturaleza, no sentís en su contemplación el éxtasis que sentís junto al objeto de vuestros amores, que os transporta fuera del mundo y os da en sus caricias todo un cielo.

-Muy elocuentemente habla V. del amor,

-Será verdad que hablo con elocuencia, pero también es verdad que lo siento con vigor. Si yo pudiera decir los insomnios que sufro, las amarguras que se mezclan a mi vida, el dolor que me traspasa el pecho cuando temo no ser correspondido, ¿qué me pasará en ese triste caso? Yo no lo sé, porque no quiero pararme a pensarlo; yo solamente puedo decir una cosa, que de ese amor vivo, y que sin ese amor no podría vivir un minuto. La imagen de la mujer querida está grabada en mi corazón, en mi mente, en la retina de mis ojos. Si quiero pensar, pienso en ella; si imaginar, solamente a ella la imagino; si escribir, pongo su nombre; si sentir, la siento en todos los latidos de mi pecho; si dormir, la veo en sueños como si de ella, de mi amada, fuera una sombra el alma. Así, deseo saber si me ama, para vivir en eterna felicidad, o si me aborrece para despedirme de toda ventura y enterrarme en una desesperación más triste que el sepulcro. En fin, Elena, a mi antigua timidez ha sucedido un valor sin límites. He venido esta tarde resuelto completamente a decidir mis destinos, a resolver el problema de mi vida. Elena, V. no ha querido comprenderme, V. no ha querido adivinar que el asunto de todos mis pensamientos es usted, que es el objeto de todos mis desvelos, V. la inspiración de mis inspiraciones, V. la vida de mi vida, V. el amor de mis amores. Yo la amo a V., yo le ofrezco mi nombre, mi fortuna, mi casa, una madre en mi madre, mi vida junto a su vida en este mundo, mi alma junto a su alma en la eternidad. Sin V. no podría vivir.

-Ni yo sin V. tampoco, Ricardo.

-Será verdad. ¡Oh! no quiero saber más. ¿Usted corresponde a mi amor? ¿V. me ama como la amo yo.

-Yo le amo a V., yo le amaré toda mi vida.

Ricardo cogió entre sus manos la diestra de Elena y se la llevó al corazón que latía con una fuerza extraordinaria. Lágrimas de felicidad se asomaron a los ojos de ambos amantes. El temor que de no comprenderse tenían estaba vencido. La vida desde aquel momento se aparecía a sus ojos circuida con la espléndida aureola de una interminable felicidad; se comprendían y se amaban.