Ricardo/Capítulo VII

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo VII

Capítulo VII

Una corrida de toros

No ha visto animación bulliciosa en ciudades quien no ha visto a nuestro Madrid en tarde de toros. Mucho se contiende y disputa acerca del orígen de tal fiesta. Unos dicen que la debemos a los árabes; otros, que la tenían ya, como demuestran ciertas monedas, los antiguos iberos. Para corroborar la primera tesis se fijan sus mantenedores en la afición que tienen los andaluces al toreo; y para corroborar la segunda se fijan sus mantenedores en la mayor afición aún de los vascos, de los navarros y de los aragoneses. No afirmará cosa nueva ni extraña quien afirmó que los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional. Y no ofenderá a Madrid quien diga que si los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional, los madrileños merecen la capitalidad de España por su capital devoción a estos espectáculos. No empiezan los toros cuando se echa la llave, y se despeja la plaza, y se presenta la cuadrilla; empiezan antes, en las disputas de taller sobre si los bichos de Miura son más bravos que los bichos de Veraguas, y Frascuelo más listo que el Tato; en la visita al Monte de Piedad y a la casa de empeño, cuando no hay otro recurso, para procurarse algunos cuartejos con que comprar un tendido de sol; en la asistencia al encierro; en los grupos de la calle de Alcalá, donde se ofrecen y aceptan, y venden y compran, y se chalanean, por no decir se cotizan, los mejores puestos en conversaciones interminables, que parecen programas orales de la próxima corrida y críticas anticipadas de su éxito.

Pero llega la tarde, y aquí empieza verdaderamente la fiebre producida por la fiesta. Desaparecieron las antiguas calesas, aquellos sillones de cuero o paño, empotrados en otros sillones de madera, pintada con mil floreos y alguna figurilla que se destacaban sobre un fondo amarillo; sillones clavados y sostenidos sobre dos anchas ruedas, y que corrían a todo correr, tirados por jacos, en cuyas cervices flotaban largos flecos de pana roja y sonaban largas sartas de gruesos cascabeles. Desaparecieron con las calesas las manolas y su zapato escotado y sus medias caladas, y su basquiña a lo tapiz de Goya, y su pañuelo de Manila atado a la espalda, amarillo como la calesa y florido como el mes de Mayo, y su collar de corales, y su mantilla terciada, y su flor medio caída al moño, y su gracia, digna de competir con la gracia andaluza, y que tantos asuntos diera al primer pintor del pasado siglo y al primer sainetista de todo nuestro teatro.

Pero si han desaparecido las calesas y las manolas, no han desaparecido con ellas las aficiones toreras. Madrid sale de madre en una tarde de toros. Como las laderas de las montañas despiden el agua al valle, y el valle al río, las diversas regiones de la capital envían sus gentes a la grande arteria formada por la calle de Alcalá, llena de un rumor extraño, que ningún otro ruido puede remedar, y de un polvo que en vano aplacan las aguas cristalinas del esclavizado Lozoya, como diría cualquier poeta de la antigua escuela sevillana. Desde la Puerta del Sol a la Puerta de Alcalá, a cuya izquierda se alzaba el antiguo circo, truenan por las aceras dos largos torrentes de criaturas humanas, afanadísimas, sudorosas, agitadas, que aprietan el paso con anhelo y que desean llegar con ansia, mientras que por el arroyo de la calle, por el gran camino, corren desbocados, sin miedo a choques ni a vuelcos, todos los carruajes habidos y por haber; el ómnibus de plaza atestado hasta el tope; las berlinas y simones de punto, asaltadas a golpes; las tartanas y tapiceras y charabanes de diversas suertes arreglados y estallando con tanta carga y a tanta animación; los coches de lujo que conducen las familias pudientes, contagiadas por la popular alegría. Son de oír los chasquidos de tantos látigos, las invitaciones al coche de tantos chalanes, los gritos que ofrecen el agua de limón y otros refrescos, los clamores de los muchachos que venden o el cartel de la corrida o la reventa de algún sitio, los resoplidos y relinchos de las bestias azotadas y apaleadas, el girar de las ruedas movidas por un vertiginoso movimiento, el chicoleo continuo de los muchachos a las muchachas, el descompasado vocerío, el universal estruendo. Entre aquel continuo movimiento, entre aquella exaltadísima agitación, se ven pasar los alguaciles, caballeros en sus estropeados jacos, cubiertos con sombreretes antiguos, sobre los cuales campea la blanca pluma al viento; calzón prieto de punto, ropilla negra de terciopelo, capeta al hombro, espadín al cinto, gola al cuello, remedo y evocación de otros tiempos. Y junto a los alguaciles los picadores, encerrados en aquellos incómodos preservativos de sus piernas; con la pica erguida, el sombrero de fieltro, adornado con moñas llamativas; los calzones amarillos; los estribos descomunales; las botas, más descomunales todavía, la faja de pintados colores; el chaleco vistosísimo; las chaquetillas bordadas de oro y cargadas de áureos botones; la camisa blanca como el ampo de la nieve; y las patillas y el polo negros como las plumas del cuervo.

Al llegar a las inmediaciones de la plaza, el estruendo crece y crecen los encontrones y los ahogos. El jinete no se cura de la gente de a pie, y penetra al través de aquellos muros de cuerpos humanos, como si de las leyes de la impenetrabilidad se burlara. El carretero y el cochero chasquean sus látigos sobre las cabezas, cual si el aire solamente recogiera los chasquidos. Los carruajes se aglomeran todos en corto espacio, y se embarazan los unos a los otros, no obstante las intimaciones de los guardias de orden público y los mandatos imperiosos de los guardias civiles, que caracolean en sus caballos por todas partes. Los vendedores se acercan a uno hasta darle continuos encontrones, y vociferan destempladamente en vuestros oídos, a riesgo de reventarlos. Esos curiosos, que aquí van a ver entrar y salir las gentes así a las fiestas como a los entierros, oponen obstáculos insuperables al movimiento. Allí, unos ofrecen naranjas; otros, en sus esportillos, cacahuetes y garbanzos tostados; éste un refresco; aquél un vaso de vino; y todos gritan de tal suerte que aturden y ensordecen a los que ya tienen los oídos atronados del estruendo por todas partes y en todos lados resonante. Aunque hay varias puertas semejantes a las llamadas vomitorios por los antiguos romanos, se aglomera tanta muchedumbre, queriendo entrar toda a un tiempo por aquellas estrechas entradas, que el penetrar es asunto de gigantescos esfuerzos y de innumerables tropezones, y a veces hasta de asfixia. El polvo que se levanta, el ruido que se mueve, el movimiento que prestan los innumerables empujones, la agitación de los ánimos, el cansancio y la fatiga de los llegados a pie, los saltos de los que abandonan los carruajes, el vocerío infernal, semejante al bramido de la tormenta, el calor tropical, las palabras que cambian unos con otros, los acordes de sonora música, compuesta toda ella por instrumentos metálicos, las mil y una incidencias de la entrada y la salida, y la colocación en los respectivos asientos, la franca y casi demente alegría que a todo el mundo se comunica, las llamadas, imprecaciones, gracias, preguntas, dichos, dicharachos lanzados por unos a otros; todo esto, verdaderamente vertiginoso, os presta por algunos momentos el vértigo de los grandes espectáculos, en cuyo seno buscamos la distracción por medio del necesario olvido a todas nuestras penas, y la tregua necesaria a nuestras ocupaciones y a nuestros continuos trabajos.

La entrada en la plaza, antes de comenzar la corrida, reconcilia con tales fiestas a sus mayores enemigos. Desde luego veis reunido un pueblo con todas sus clases, con sus individualidades varias, con sus tumultuosas pasiones; uno y diverso como la Naturaleza; halagüeño y sublime como el mar; que ríe a carcajada estentórea, y grita a gritos atronadores, y ruge con rugidos feroces, y dice gracias infantiles, y se irrita sin saber por qué, y se calma y serena sin saber cómo, y mueve millares de cabezas, parecidas a la ondulación de los trigos mecidos por el viento, y agita millares de abanicos, semejantes a las pintadas alas de grandes mariposas, y tiene todos los atractivos indecibles y todos los abismos insondables guardados en el seno de las innumerables muchedumbres. Por el redondel anda una multitud inquieta y varia, disponiéndose a recibir y apurar todas las emociones de tan querido espectáculo. Por las gradas se van colocando los recién venidos, que saludan a gritos estentóreos, con ardor comunicativo, a los tendidos vecinos. Entre barreras discurren, ora los mozos adscritos al servicio de la plaza, ora las gentes más aficionadas a las terribles impresiones de la corrida. Arriba, en los palcos, brilla una guirnalda de mujeres, las cuales, con decir que son españolas no hay necesidad de añadir que son hermosas, y que de común acuerdo, han proscrito para este espectáculo el sombrero francés, llevando sus mantillas blancas admirablemente prendidas, entre cuyos pliegues brilla más la delicada rosa enlazada a sus cabellos, y los luminosísimos ojos que despiden miradas de amor. Así veis, descubrís todo un pueblo con las pasiones de abajo y las delicadezas de arriba, con todo cuanto tiene de más varonil y todo cuanto tiene de más tierno, recorriendo de una ojeada las series de clases, de personas, de estados, en que se diversifica la vida y se organiza la sociedad.

Las plazas han sido en todos tiempos el refugio de la libertad. Ese pueblo no podía reunirse en ninguna otra parte, y se reunía allí en número imponente. Estaba obligado al silencio de un cenobio en la monástica sociedad absoluta, y, en la plaza gritaba con toda la fuerza de sus pulmones. Doblaba la rodilla en cuanto descubría la carroza conduciendo al monarca, y bajaba la frente hasta tocar en el polvo; no podía ni mirar cara a cara la autoridad; pero en la plaza la argüía, la denostaba, la trataba como si fuera su esclava. Las alusiones políticas más audaces, los clamores más subversivos, los dichos más peligrosos se permiten hasta en las épocas de mayor retroceso, allí donde se guarda quizá nuestra más constante tradición. Así es que los extranjeros, al ver aquella muchedumbre; al oír sus clamores y sus amenazas; al presenciar una de esas tormentas, en las cuales todo el mundo habla a un tiempo mismo y gesticula; al observar los naranjazos y los insultos arrojados hasta al palco presidencial, y los bancos rodando en fragmentos por la arena removida y sangrienta, creen hallarse en plena revolución, cuando en realidad se hallan en una de esos desahogos que tanto alivian y amansan el ánimo de nuestro pueblo. No de otra suerte los déspotas asiáticos que vejaban a sus siervos les servían una vez por año a la mesa; y los emperadores romanos, que cerraban al pueblo los comicios donde se agitaba la libertad, les abrían de par en par las puertas del circo donde luchaban los tigres y panteras, en vez de luchar las sublimes ideas y las elevadas pasiones. De igual suerte en nuestra Plaza Mayor, donde el absolutismo daba sus fiestas, entre sus cerradas y tristes paredes, en sus húmedos espacios, el rey reunía a las procesiones de nuestras cofradías, en que llevaba vela y escapulario; las corridas de toros, en que cabalgaban nuestros caballeros, esgrimiendo sus rejoncillos; y a las corridas de toros los autos de fe, en que las llamas, alimentadas por los hacecillos conducidos en hombros de los magnates, devoraban la carne y la sangre humana, y calcinaban los huesos como en las edades más atrasadas de la humanidad y en los tiempos más nefastos de la historia. Así, cuando nuestras libertades cayeron, cuando el poder absoluto renació tras las maldecidas reacciones del 23 y la funesta intervención extranjera, cerradas las Universidades, porque en su seno latía la idea de libertad, abrióse como centro de enseñanza la grande escuela sevillana de tauromaquia, a cuyas puertas se veía una inscripción de bajo imperio dedicada al pío, al felice, al restaurador Fernando VII, por haber condecorado con el nombre de Catedrático a Romero, el cual, sentado en su redondel, con una espuerta de ladrillos al lado para tirarlos como sabias advertencias a sus discípulos, enseñaba el arte único que ya quedaba sobre la ruina de todas nuestras artes y la extinción total de todas nuestras ciencias.

Pero dejemos esto, y volvamos a la corrida. En cuanto el circo se ha henchido de gente y la hora convenida ha sonado, comienza la Guardia civil a hacer el despejo, a enviar a los curiosos que por el redondel pululan a sus respectivos sitios y asientos. Así que el despejo se ha concluido, que la plaza se ha limpiado, que la arena respira frescura, como recién barrida y regada, al sonido del clarín, las puertas que dan al frente del palco presidencial, bajo el sitio donde toca la música, se abren de par en par, para dejar paso a la cuadrilla que va a rendir pleito homenaje al presidente y a hacer al público el saludo correspondiente. El grupo es pintoresco: los alguaciles en sus jacos, destacando sus negras figuras sobre la mantilla carmesí que cubre el aparejo; los banderilleros vestidos con tan femenil coquetería, el traje de raso cuajado en oro y plata, las medias de seda, los zapatos dignos de un baile, los pañuelos de batista asomando por los bolsillos, la monterilla de terciopelo negra, con tantas borlas y agremanes, la moña a la nuca; los espadas, solemnemente detrás, con sus capas de tafetán rojas, moradas, azules, rolladas al brazo; los picadores en correctas filas; y por último, las mulas, llenas de pompones, de cintas, de banderolas, de arreos multicolores, rodeadas por los mozos de la Plaza; todo lo cual da a la vista una verdadera fiesta, y provoca un estremecimiento general, nacido de la ansiedad que se muestra en gigantesco estallido de gritos, clamores, silbidos, risas, aplausos, expansiones de alegría, sólo posibles en estos pueblos iluminados por el cielo azul y el sol esplendente que, esmaltando los aires con sus arreboles, penetran hasta el fondo de nuestras almas, y las vivifican, y las animan, y las exaltan.

Profundo silencio sigue bien pronto a esta algazara. El clarín suena, el toril cede, el toro sale en plaza. De piel lustrosa, de apostura gallarda, los ojos llenos, los morros resoplantes, la cerviz erguida, las patas ligeras, fuertes las pezuñas, bien delineada la cola, mejor delineados aún los cuernos que sobre el testuz, a guisa de media luna, se levantan, armas agudas, y casi podríamos decir afiladas al mismo tiempo que fuertes, y de una fuerza irresistible, el animal tiene tal estampa y tal trapío, que después de haber recogido el pueblo la respiración para verlo y observarlo, estalla en estridentes alaridos de entusiasmo. Primero aparece el bruto como deslumbrado, después como incierto y temeroso; ya corre en varias direcciones, ya se detiene y mira de este al otro lado, ya atiende al estruendo, hasta que al fin cede a su natural brío, y acomete y embiste. Los diestros le estudian, le observan, lo trastean; ya le llaman, y al acercarse, le burlan; ya le provocan con el trapo, como dicen a sus capas, y poniéndoselo a la vista, y de la vista apartándoselo, en mil ondulaciones, le desorientan; ya se acercan, casi en cruz y con otros ademanes temerarios, y amenazados, corren a la barrera y la saltan, en pos de un seguro, como si tuvieran alas en sus pies y fuesen de goma elástica sus cuerpos. Llamado por aquí, atraído por allá, burlado de esta suerte, comienza la ira a mover al pobre animal, y escarba el suelo con rabia, y levanta la cabeza con verdadera soberbia, hasta que al fin ve un bulto de mayores dimensiones y de más fijeza que los móviles capeadores y a él se dirige y en él descarga y desahoga toda su cólera. Es el picador, que se planta sobre los estribos con fuerza, le aguarda frente a frente con calma, le presenta la delantera del caballo, por ser de menor blanco, le opone largo palo, a cuyo extremo hay acerada punta, y le resiste cuando el bruto se clava y se estremece al dolor, y brama y saca la lengua, que destila hirviente espuma, y sacude la cerviz, por cuya brillantísima piel corre un hilo de sangre caliente, y esgrime los cuernos con verdadero furor, y embiste a cuanto encuentra, y todo al paso lo derriba, y en todo, con cólera asoladora, se detiene y se ceba. Ya ha visto la sangre, ya ha sentido el dolor; pues se ha embriagado con una embriaguez irresistible. A sus ímpetus, a sus embistes, a sus acometidas, los picadores ruedan con estruendo por el suelo, y apenas pueden moverse; los caballos caen mortalmente hondos; los chorros de sangre caliente manan de estas heridas y tiñen la arena; las tripas, los intestinos, los mondongos humeantes se arrastran por el suelo; y el pueblo grita, vocifera, anima, azuza, ora al rabilargo que ha rejoneado perfectamente, ora al capeador que ha distraído la fiera, ora al banderillero, que ha presentado todo su cuerpo al enemigo, y haciendo un quiebro, se ha salvado de muerte segura, ora al diestro que ha dado un quite y ha redimido a un picador maltrecho; suertes e incidentes en cuyos raros casos todos se gozan, y de cuyo. mérito a una todos hablan, con voces descompasadas e interjecciones atronadoras, moviendo estrépito tanto, que diríais iba a desquiciarse y venirse abajo aquella plaza henchida por una muchedumbre de verdaderos locos.

Otra nueva fase de la corrida sigue a esta primera. La presidencia hace una señal, y el clarín anuncia que ha llegado el momento de banderillear al toro. Los diestros cogen las banderillas engalanadas con recortes de diversos colores, llaman al bicho, y haciendo una especie de arco sobre los cuernos, sin rozarlos, las clavan en el cuello, que se estremece, con terrible estremecimiento, y las sacude con violencia. Los bramidos se redoblan y las carreras en todas direcciones, corriendo de esta suerte la atormentada fiera a sostener el combate a que los pullazos le provocan. Por fin suena la señal, y la hora de la muerte. El primer espada se dirige a la presidencia, el instrumento de muerte y la muleta en la mano izquierda, la monterilla en la derecha, suelta lo que llamamos brindis, y en realidad es la consagración del trance en que va a meterse y del toro que va a matar a una o más personas, y cumplida esta forma de rúbrica, arroja la monterilla con desprecio al suelo, y se encamina airosamente al sitio donde se encuentra el toro. Parece que lo ha magnetizado con su mirar, que lo ha oprimido con su superioridad, que lo ha acorralado con su imperio, y que lo tiene completamente a su arbitrio, vencido por el dolor de aquellos gigantescos combates. Pero no hay que fiarse. El toro en estos últimos instantes tiene menos ímpetu, pero más intención. Baja la cabeza con cierto aire resignado, y de pronto la alza con cierto ímpetu incontrastable. La muleta en la izquierda, la espada en la derecha, el matador lo trastea, le da pase tras pase, le ofrece el trapo y se lo esquiva, le atrae y le burla con una agilidad y una destreza, en las cuales brilla el dominio absoluto de la inteligencia sobre la fuerza. Los banderilleros, los chulos o mozos de la plaza forman como un círculo en torno del animal, y con sus capas le llaman, ora a un lado, ora a otro, según lo exigen los varios movimientos del bruto y las varias incidencias de la suerte. Son de ver con aquellos vistosos y relumbrantes atavíos, con aquellas capas multicolores, el toro en medio, entre receloso y resignado, el espada enfrente, siguiendo todas las intenciones de la fiera, y preparándose a rematarla con todas las reglas del arte. Unas veces, aguarda al toro, y lo remata recibiendo; otras veces, si rehúsa embestir, lo engaña con la muleta, y al bajar la cabeza y descubrir la cerviz, se cierra con él, y lo acaba a volapié; otras veces lo descabella, hiriéndole en el nacimiento de la médula espinal, y rematándolo a guisa de cachetero, como si fuera un rayo su arma. Cuando cualquiera de estas suertes capitales se ha realizado con éxito, y el diestro ha logrado cumplirlas con limpieza y rematarlas con fortuna, el entusiasmo estalla, y enloquece al público, los cigarros y las petacas vuelan por los aires, los sombreros de todas formas y tamaños ruedan por los suelos, los ramilletes de las señoras caen como en las tablas de un teatro, los cuartos y los dulces llueven a manera de granizos, y el espada obtiene uno de esos triunfos a que ningún otro puede compararse, porque en ninguna parte se reúne tanta gente, ni esta gente, ya reunida, se embriaga con tan loco entusiasmo. Por regla general, sólo en el descabellamiento resulta la muerte instantánea. En las demás suertes el toro soporta por algunos minutos con gran coraje su herida, intenta combatir aún y vencer su agonía y la debilidad consiguiente, hasta que cae derribado en tierra, y el cachetero le arrebata la vida y le sacrifica de un solo golpe, hiriéndole más abajo del testuz, en los comienzos y raíces de la médula. Terminado así lo que podríamos llamar un acto de la tragedia, suena la música, comenta el público la suerte, salen las mulas engalanadas, y se llevan la res muerta y los caballos que han quedado tendidos, mientras los mozos y los chulos riegan o enarenan el circo, y limpian o encubren como Dios les da a entender la llamativa sangre.

Aquí Ricardo, seguía las suertes con grande ansiedad y las examinaba con toda la atención que cabía en alma tan tierna como su alma. La animación de la calle de Alcalá verdaderamente le sedujo; la entrada en la plaza y el aparecer de las cuadrillas le encantó; la algazara y el estruendo le contagiaron de la general alegría; y toda la primera parte de la fiesta le pareció de sorprendente efecto, y rica en lances capaces de levantar en el más indiferente profundas emociones. Pero así que corrió la sangre del toro, así que rodaron los picadores por el suelo, así que cayeron las tripas de los caballos heridos y reventados, todas sus emociones se redujeron a mezcla informe de horror y repugnancia. El caballo, el animal más generoso y más noble, a quien todas las lenguas han escogido como símbolo de la gentileza y la hidalguía, el compañero de todos los héroes desde Alejandro hasta el Cid, y a su misma gloria y a su misma poesía elevado por la tradición y por la leyenda, el que todos los pueblos mayores de la historia han consagrado como su compañero, desde los árabes hasta los ingleses, tan hermosamente dibujado por la naturaleza, tan soberbio de estampa, tan dócil a la par que tan valeroso, entregado con los ojos vendados, al furor de un toro irritadísimo y sin defensa, herido, reventado, muerto. Ricardo apartaba los ojos de la arena así que el toro se dirigía al caballo, y pugnaba consigo mismo fuertemente para no dar un grito como débil mujer, a pesar de su valor y de su heroísmo indudables, así que veía al buen animal caído en el suelo, reventado por las cornadas, estremeciéndose y pataleando a la crueldad del dolor, en una horrorosísima agonía. Al primer caballo muerto se hubiera ido de la plaza si no le retuviera el objeto único que lo había llevado a la función, el ver de nuevo a la joven Elena. Y otra parte del espectáculo también le contrarió y le puso de mal humor: el combate a la fiera sola, los pullazos que le abrieron las carnes, las banderillas por donde corría la sangre, el porfiado empeño en atormentarla y su tremenda muerte.

Tenía Ricardo a su lado un caballero, anciano, muy anciano, como de noventa años; limpio, muy limpio, como todo viejo verde; vestido, muy vestido, como buen petimetre; sin desmentir la moda presente, ni rebelarse al gusto de las costumbres reinantes; pero con cierto aire arcaico; entusiasta de los toros, cual todos los hombres de su tiempo, cual Nicolás Moratín y Francisco Goya. En el gesto expresivo de Ricardo, que tan claramente retrataba el fondo de su alma, conoció las diversas emociones despertadas por los toros y le dijo con la franqueza que los españoles en estas fiestas establecen siempre.

-¿No le gusta a V. la función?

-De la función en sí nada digo, repuso Ricardo, por lo poco que entiendo. Paréceme bien.

-Como que Calderón ha picado por todo lo alto, y el Gordito ha lucido sus banderillas por todo lo extremo, y Lavi ha dado un volapié que le estará envidiando Romero desde la derecha del Padre Eterno, en donde deben haberle colocado, al morir, sus suertes y servicios.

-Conozco que la función en sí, puede llamarse buena; pero no me gusta el género.

-No me diga V, no puedo oírlo en paciencia, y de labios de un joven. Así van afeminándose y perdiéndose las generaciones hasta convertirse los hombre en mujeres, y las mujeres en nada, como dice el antiguo refrán. Roma dominó el mundo mientras los circos.

-La crueldad debilita en vez de fortificar el ánimo. Los circos nacieron cuando los romanos dejaron las armas a los extranjeros y erigieron los Césares sobre sus libertades antiguas. En cuanto Roma cayó en la crueldad de los espectáculos, perdió la fuerza en los combates y la virtud en los comicios.

-Buena conversación para los toros. Anda usted con esos reparos y quizá ha visto las carreras de caballos inglesas mucho más peligrosas y de muchas mayores desgracias; los saltos mortales de los circos; los bailes sobre la cuerda floja a cuarenta metros del suelo; el paso de tal titiritero sobre el Niágara con un saco en los pies y una corona de cohetes en la cabeza; y ninguno de estos espectáculos le ha ofendido como estas corridas, en que la agilidad del cuerpo y la inteligencia del alma vencen a la fuerza bruta y muestran cuán legítimo es el dominio de nuestra especie sobre la Naturaleza.

-Mire V, replicó Ricardo un poco ofendido por el tono acre de la conversación. En todos esos espectáculos hay los mismos peligros que en los toros; y además no hay como en los toros sangre y sangre caliente por necesidad; muertes y muertes violentísimas por fuerza.

-Supongo que V. come todos los días su carne correspondiente y necesaria a la alimentación y al sustento. Supongo que, al alimentarse así, no tiene la compasión que ahora siente por los pobres animales; porque si la tuviera, renunciaría a ser carnívoro, alimentándose de vegetales, si no le llegaban los vegetales también al tierno corazón.

Ricardo estuvo a punto de incomodarse con aquel señor que tan sarcásticamente le argüía y redargüía; pero comprendió dos cosas, a saber: cuán arraigada está la costumbre de dar bromas en los toros, y cuán permitida toda libertad de lenguaje a un viejo de tantos años.

-No soy español, pero amo mucho a España; sino mi patria, es la patria de mis padres; y por su esplendor, quisiera no ver en ella ni la censura, ni las loterías, ni los toros.

-Pues si tanto ama V. a España, debe amar sus costumbres y hasta sus supersticiones. Ser patriotas es sentir, amar, aborrecer como siente, como ama, como aborrece nuestra patria. Y ser español, es tener las supersticiones de España. Y la más arraigada superstición, resulta el apego a estas funciones de toros. El Cid aparece tan ducho en descabezar infieles, como en alancear toros. Alonso VII, el emperador, salió en persona a la plaza. D. Juan II, cuya corte merece el título de caballeresca y artística, protegió todos estos ejercicios de bizarría. Tanto se toreaba en el Pardo, en el Prado, en la puerta de Hierro, en las plazas de Madrid, como en la Vega de Granada, allá por los fines del siglo decimoquinto. La plaza de Vivarrambla correspondía con las plazas de Burgos y de Valladolid. El gran emperador Carlos V no se desdeñó de matar un toro de una lanzada en las fiestas tenidas por el feliz natalicio de su primogénito. Pizarro alcanzó tanta celebridad en las arenas como en las conquistas. Y D. Sebastián de Portugal mereció el duelo de su pueblo, no sólo por la pericia con que esgrimía la espada, sino por la destreza con que manejaba el rejoncillo. Doña Isabel la Católica alcanzó cuanto le vino en mentes; poner en sus blasones la granada abierta, descubrir un mundo ignorado, fundar la inquisición santísima, burlar a los moriscos sometidos, proscribir a los judíos, y no pudo obtener la prohibición de los toros porque a ello se opuso el sentimiento nacional. Conque, amiguito, si quiere V. a España, quiera V. los toros.

No, en mis días. Podemos querer mucho a las naciones y detestar sus faltas. Yo amo a la nación del Romancero, a la nación del Municipio, a la nación de las Cortes, a esta hija del sol, a esta madre de Velázquez y de Cervantes; pero no la nación del Santo Oficio, la nación de los Jesuitas, la nación de los toros. Y me creo tan español de corazón, como V. pueda ser español de nacimiento.

-Para merecer el dictado de español se exige ¡vive Dios! fumar mucho, y V. no fuma; renegar y maldecir mucho, y V. ni reniega, ni maldice ni usa ninguna de esas interjecciones, con cuya fuerza aumentamos la fuerza de nuestro riquísimo lenguaje; y gustar de los toros, nuestro mayor timbre nacional, porque muestran la pujanza de un suelo que da esos animales, y la fuerza de un brazo que los subyuga y los somete, y V. no gusta de los toros.

-Se puede ser español también sin tener ninguna de esas aficiones, ejercitando el valor propio de esta raza en mayores empresas que los toros; siguiendo las huellas de los héroes que le ganaron tantas victorias y de los repúblicos que le trajeron la libertad admirando en su teatro a Lope y Calderón, en sus letras a Cervantes, y en sus artes a Berruguete y a Ribera.

-Pues uno de los artes más notables y más indígenas, es el arte nobilísimo del toreo. Y desde fines del pasado hasta mediados de éste, ha florecido. Yo doy gracias al cielo por haberme tocado vivir en tiempo de tantas proezas. En el período ese, han nacido las picas y los picadores, las banderillas y los banderilleros, las espadas y todas sus admirables suertes. Juan Romero fundó esta profesión nobilísima, entregada antes a los aventureros y a los aficionados. Él fue quien primeramente se plantó a la cara de un toro y lo desafió a muerte. Costillares trajo la muleta y engañó con verdadera ciencia a un bruto tan taimado. Juan Romero reunió a fuerzas hercúleas ciencia consumada. Pepe-Hillo escribió un arte del toreo, en que dio las reglas aprendidas en su larga práctica. Tras éstos, vino Montes; tras de Montes, vinieron Cúchares y el Chiclanero; ahora el Tato y tantos otros; de suerte, que quien ignora los goces del toreo, ignora uno de los mayores goces nacionales. Aquí resaltan la alegría comunicativa de nuestro pueblo, su valor indomable, su sobriedad espartana, su carácter varonil, su fibra acerada, su fuerza. Y su coraje avasalladores.

-¡Bah! Otras cosas mejores tiene España; replicó Ricardo por única respuesta a los discursos del viejo, los cuales ya le iban fatigando, a pesar de que hablaba con su dentadura postiza y todo, como pudiera hablar un maestro en cátedra, un jurisconsulto en estrados, un sonador en la tribuna.

Dios, después de esto, más que a oír al viejo y a ver la corrida, a mirar si Elena había venido. Corría ya el segundo toro, y por más que escudriñaba todos los sitios donde la joven pudiera hallarse, no la descubría por ninguna parte. Unas veces preguntaba si no había venido a pesar del formal propósito manifestado a sus amigas. Otras veces imaginaba que se había ido, a cuya idea perdía la luz de los ojos y le faltaba la respiración al pecho. Ya se volvía de un lado a otro. Ya consultaba su reloj con una verdadera impaciencia. Desde la noche de la verbena, la joven que más había impresionado en este mundo su corazón, desapareció como un sueño, y en el único sitio donde pensaba verla, no aparecía. Uno de los caracteres capitales de Ricardo, era la impaciencia. No podía tolerar ninguna espera. Así se movía como si le atormentaran, y miraba el reloj a cada instante, cerrándolo y abriéndolo con movimientos maquinales. Cuando más se deshacía en su asiento, oyó una voz que exclamaba:

-¡Cuánto tardan!

Era la voz del viejo. Esperaba también a alguien como él: esta afinidad de situaciones y de circunstancias movió al buen Ricardo en su impaciencia a dirigirse al vecino, y preguntarle:

-¿Espera V. a alguien?

-A unos sobrinos míos.

-¿Dónde vienen?

-Al único palco que está vacío en toda la plaza.

-¿Éste de nuestra derecha?

-Justamente; éste.

-Serán, como yo, poco aficionados a los toros.

-Sí, como V. Es un matrimonio mejicano, muy joven, que no tienen hijos, y han adoptado una hermosa niña, hija por cierto de un mulato muy inteligente. Viajan a lo gran señor, y habrán tardado en vestirse y arreglarse, perdiendo con esto lo mejor de la función: el despejo de la plaza, la salida de la cuadrilla y el primer toro.

-Si no fuera imprudencia, me atrevería a preguntarle si la joven adoptada por sus sobrinos se llama de nombre Elena.

-Justamente, Elena.

A Ricardo se le encendió hasta el blanco de los ojos al escuchar la repetición de aquel nombre, y por consecuencia, la confirmación de sus sospechas.

-¡Hola, hola! Me ha parecido que suspiraba usted

-No, dijo Ricardo maquinalmente, desmintiendo con la acentuación la misma palabra pronunciada por los labios.

-Pues, mire V. Así como digo una cosa, digo otra.

-¿Qué dice V.?

-Me disgusta que no le gusten los toros, casi tanto como me gusta que le gusten mucho las mujeres.

-Mucho, murmuró Ricardo con una timidez digna de cualquier doncella.

-Eso es la vida. El ejercicio más noble en que podemos emplearnos se llama amar. ¿Usted conoce a Elena?

-La he visto una vez.

-¿No es verdad que difícilmente se encuentra en el mundo una muchacha más hermosa?

-No difícilmente; imposible que haya otra, dijo Ricardo.

-Si yo tuviese sesenta o setenta años menos...

Ricardo se echó a reír involuntariamente al notar la imposibilidad de realización en los deseos del viejo.

Donde las dan las toman. Pronto ha tomado V. el desquite. Antes me he reído yo de que su tierno corazón le impidiera gustar de los toros; ahora se ríe V. de que mis años me impidan a mí agradar a las mujeres. Así es el mundo. Yo no me he casado por exceso de amor. Me gustaban tanto todas, que nunca llegué a fijarme en ninguna. Pero si yo hubiera visto una muchacha como esa cuando yo era muchacho, no me iría ahora con palma al otro mundo. ¡Qué ojos! ¡Qué sonrisa, amigo mío, qué sonrisa! ¡Cuán fragante su aliento! ¡Cuán dulce su mirada! Vamos, hay para volverse loco. Cuando posa sus miradas en mí, da la sangre todo el calor de la primavera, y me devuelve todo el vigor y toda la juventud de los primeros años. Pero héla ahí. Mírela V. más hermosa que nunca.

En efecto; apareció Elena, acompañada de los condes de la Floresta, en el palco, que estaba completamente vacío, y a la hora misma de salir el tercer toro, apareció hermosísima. Vestía basquiña de raso negro, muy ajustada al gracioso y flexible cuerpo. Una mantilla blanca resaltaba sobre el negro de sus cabellos y un clavel oscuro se perdía entre los pliegues de la mantilla. El aire de la joven era completamente español, en lo suelto, en lo gracioso, en lo salado, como decimos aquí sin saber por qué, en la mezcla de cierta majestad casi varonil con cierta timidez y virginal modestia. De las tres personas que constantemente la acompañaran la noche en que la vio Ricardo, solamente se veían con ella dos: los padrinos. El padre no había ido. Inmediatamente nuestro joven echó de ver esta ausencia, y aun sintió deseo de averiguar su causa; pero a bien que allí estaba el gárrulo viejo dispuesto a referirlo todo.

-¡Hermosísima! dijo Ricardo entre dientes

-Divina, incomparable, un ángel del cielo, una diosa del Olimpo, añadió el viejo.

Añadidura de que Ricardo se burló un tanto con reservada y discreta sonrisa, al sentir mezclados en ella los ángeles católicos y los dioses paganos.

-¿Qué edad tendrá? preguntó.

-¡Qué edad! Pues no hay necesidad sino de verla, y ya se adivina. Tiene diez y siete años.

-Caballero, ¿me perdonará V. una salida de franqueza, que quizá sea una salida de tono?

-Pues no la he de perdonar. -¿Para qué y a qué estamos en los toros? -Aquí reina en absoluto la más absoluta confianza. Diga V. lo que quiera.

-¿Con quién tengo la honra de hablar?

-Con el Conde de la Tafalera; hijo, a mucha honra, del siglo pasado; más joven que los jóvenes del siglo presente; antiguo gentilhombre de los Palacios Reales en los tiempos de Carlos IV; enciclopedista empedernido; galanteador incansable; noble de abolengo; soltero de estado; más rugoso que antiguo pergamino y más alegre que unas castañuelas. Ahí tiene usted mi título, mi profesión, mi físico, mi moral, muchas cosas más de las que podrían ponerse en cualquiera filiación o en cualquier pasaporte.

-Y V. es tío de Elena.

-Pero, hombre, los jóvenes de ahora no me parecen tan listos como éramos nosotros allá en nuestro tiempo. Yo soy tío de los padrinos, tío de los condes de la Floresta.

-¡Ah! Ya caigo.

-¿Y el padre de Elena, cómo no ha venido a la corrida?

El padre de Elena es un personaje más triste que un entierro. En vez de la alegría de la gente de nuestro tiempo, de aquel tiempo de majas y manolas y chulos y petimetres y toreos y Godoys y jolgorio, tiene metida en la médula de los huesos la tristeza y la desesperación romántica del año treinta y seis. Para protagonista de un drama de esos que no os dejan dormir en cuatro noches con sus espectros sangrientos, obras tan diversas de aquellas que yo prefiero, de las comedias de Moliere y de Moratín; para protagonista de esos dramones vale en verdad todo cuanto pesa. Siempre está triste. Su tristeza a veces se me pega a mí, sin que nunca pueda yo pegarle a él mi alegría natural. Por lo demás, excelente. Se ha empeñado en que ha de visitar Andalucía en pleno estío, y se ha ido a recorrerla. Yo gusto mucho de su conversación y poco de sus quejidos; en términos que ahora nos encontramos como el pez en el agua, y vivimos contentos bajo el mismo techo mis sobrinos, a quienes amo como si fueran mis hijos, y Elena, a quien adoro como si fuera mi nieta.

-¿Como nieta no más? -preguntó con cierto candor Ricardo.

-Miren el malicioso. A mis años, ¿podría amar de otra suerte? - digo chicoleos por costumbre, y hago el amor en obediencia a tradiciones antiguas. -Mas no estoy para nada. Desconfiad en ciertos achaques de los reservados. Más fuego hay en ese silencio que en todas nuestras largas tiradas de requiebros.

Ricardo no pudo apartar los ojos ni un momento del sitio donde se encontraba Elena. En vano había querido volverlos a la plaza; por su propia virtud, por su fuerza propia, se convertían al palco. Cada movimiento de aquella divina cabeza; cada sonrisa de aquellos labios; cada mirada de aquellos ojos, lo conmovían con una extraña conmoción semejante al escalofrío; y le anunciaban que aquel afecto, nunca antes sentido, era amor, verdadero amor. Estaba seguro, él tan devoto de la naturaleza y del arte, que en la mejor galería de cuadros y estatuas no buscaba ya con su mirar más figura que la figura de Elena, y que en presencia del paisaje más bello, no se fijaría, en otra cosa que en su frente y en sus ojos, ni aspiraría otro aroma que la fragancia de sus encendidos labios. Pero, ¿cómo expresar, y, sobre todo, comunicar esta pasión? ¿Cómo demostrar que no era uno de esos arrebatos inspirados por el capricho de un momento, sino uno de esos afectos que absorben todo el ser, y llegan a sustituirse a la esencia misma de la vida, a nuestro pensamiento, a nuestra alma? Ricardo, que la noche aquella, de la aparición de Elena había estado en el recuerdo de Elena absorto, no acertaba el medio de dar a conocer su pasión a quien podía corresponderla, y con esta correspondencia calmarla. De lo único de que estaba seguro era de que ya no podía vivir sin la hermosa joven, sin verla, sin mirarla, aunque no hubiese de saber jamás la pasión que inspiraba. No perdió, pues, ninguna de las emociones reveladas por su rostro. La vio alegre y jubilosa al entrar y recibir la impresión primera de aquel espectáculo tan bullicioso y tan animado. Sus ojos pasaron de los tendidos a la plaza con la ligereza del pensamiento, y admiraron la multitud tendida por las gradas y la apostura de la cuadrilla que esperaba con calma un nuevo toro. Al salir éste creció la animación de su rostro como creció la animación del espectáculo. Las suertes primeras de las capas le gustaban, sin duda, porque la agilidad de los diestros la inspiraba confianza absoluta en que no podría haber ninguna desgracia. Pero palideció mortalmente, hasta llegar a ponerse del color de la cera, y con aspecto como de muerta así que empezó la parte principal de la corrida, y que vio la sangre teñir el suelo. En uno de estos momentos, cuando parecía que su cabeza iba a ceder a la emoción y a inclinarse inerte sobre el pecho, como una flor marchita, terrible alarido escapado a un tiempo de toda la multitud que llenaba la plaza, hirió los cielos con su intensidad, y obligó a Ricardo a volver instantáneamente la vista. Un toro había cogido a un banderillero, y lo manchaba con sus espumas, y lo pateaba con sus pezuñas, y lo hería con sus cuernos. El infeliz iba a morir sin remedio despedazado por la cólera del enfurecido bruto. Ricardo no se cuidó de cosa alguna, dejándose llevar de sus ímpetus. Sin saber cómo, sin saber por dónde, con la fuerza del toro que todo lo arrolla, con la agilidad del tigre que salta como si volara, con la presteza del rayo que luce antes de sonar, llega hasta donde se encontraba el toro enardecido, sin que pudieran detenerlo y calmarlo los diestros, en su mayor parte magullados, y heridos y maltrechos por tanta pujanza, y, sobre todo, aterrados, y le arranca la presa como si la caridad le diera fuerzas múltiples, y medio arrastrando, medio en brazos, la lleva lejos de sus acechanzas, libertándole, aunque no de heridas ya irremediables, de una muerte segura. El entusiasmo de la plaza fue tan grande como el acto mismo, y tan ruidoso como lo es siempre la expresión de un afecto en numerosas muchedumbres. Todo el mundo aplaudía y admiraba la presteza de aquel movimiento, la heroicidad de aquel acto, el arrojo con que desafiara al bruto, la fortuna con que conjuró quizás maquinalmente su cólera y le arrancó su víctima, la fuerza hercúlea con que arrastró aquel cuerpo inerte a sitio seguro y lo preservó de irremediable muerte. Ricardo, que había concluido todo este acto en menos tiempo del que empleo en referirlo, se esquivó al general entusiasmo y se refugió en la enfermería para hacer oficio de cirujano en el pobre a quien había redimido y salvado. Y apenas acababa de entrar en aquel humilde local, donde algunos toreros daban gracias a la Virgen de haberlos preservado de todo mal, y le pedían nuevamente su auxilio, oyó la conocida voz del viejo, su vecino de tendido, que entraba todo azorado y confuso, hablando consigo mismo, como si hablara a la multitud.

-¿Qué le pasa a V.?

Le preguntó con verdadera ansiedad Ricardo.

-Calle V.; esto de los nervios es terrible.

-Acabe V.; ¿qué sucede?

-En mis tiempos las mujeres no tenían nervios. Esa es una invención moderna.

-¡Ah! Ya sé...

-Elena, Elena...

Ricardo comprendió a la primera palabra y se lanzó fuera de la enfermería, mientras el conde de la Tafalera se paseaba de un lado a otro, hablando consigo mismo, y diciendo poco más o menos estas palabras:

-Vamos, no se puede vivir en mundo tan diverso del mundo que uno ha conocido y tratado. Bien hacían los pueblos aquellos que mataban a los viejos. ¡Miren qué remilgada! Se desmaya por un accidente tan sencillo. En mi tiempo las señoras eran de otra pasta, más francas, más campechanas, más tratables, y sobre todo, más toreras. Luego, ¡qué derogación a todas las leyes del toreo! El señorito que estaba a mi lado, y que parecía una damisela, se lanza de un salto sobre la plaza como si tuviera alas, y detiene al toro como si fuera un perro, y coge a un banderillero como si recogiera una capa; de suerte que, bajo su fina apariencia, se ocultaba un Hércules. Pero debieron haberlo llevado a la cárcel en vez de aplaudirlo tanto, por haber cometido la indignidad de penetrar en el redondel reservado a la cuadrilla, y de meterse donde no le llamaban. ¿Qué falta hacía el chuchumeco allí donde hay diestros, y chulos, y banderilleros como el Minuto, y espadas como Labi, que en un santiamén alejan una fiera y salvan a cualquier desgraciado? La verdad es que ese atolondrado ha venido a deslustrar una de las mejores corridas de esta temporada. Jamás tomó ningún toro tantas varas como ha tomado el segundo esta tarde, ni jamás picó Calderón ni con tanta fuerza ni con tanta gracia. Y el señorito se ha metido donde nadie le llamaba y donde nada tenía que hacer sino pintarla, y ya se ve; las señoritas, que ven los peligros de un torero con toda indiferencia, como si no fueran los toreros semejantes suyos e hijos de Adán como ellas, así que han visto un señorito, un individuo de su especie, en peligro, se han asombrado todas y se ha desmayado Elena. Vamos, hasta fea me parece desde que he visto tal remilgo.

En esto entraban a Elena en la enfermería. Traíala sin sentido, en sus brazos, Ricardo. El pensamiento humano es incapaz de adivinar todo el placer que sintió el joven al conducir aquella hermosa carga y al respirar el aliento que se escapaba de aquel pecho. Una emoción singular, única, inexplicable, corría como misteriosa corriente eléctrica por todo su cuerpo, y agitaba todos sus nervios. En aquella emoción hubiera parado la rueda del tiempo, y se hubiera detenido por toda una eternidad. Su vida no estaba en él, estaba en aquel breve cuerpo; allí acaba de huir y de refugiarse para siempre. Así, cuidó de la joven con tal solicitud; la curó con tanta ciencia, que pronto le devolvió el sentido, recibiendo el mayor de los premios que podía recibir, y alcanzando la mayor de las venturas que podía alcanzar: unas gracias profundamente sentidas y con grande ternura dichas de parte de Elena; y de parte de los condes de la Floresta, y de su tío el singular anciano, una invitación a visitar la casa donde encontraría siempre afecto correspondiente al afecto que por todos había mostrado Ricardo en aquella tarde.