Ricardo/Capítulo X

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo X

Capítulo X

Un consejo de familia

Mientras pasaba la anterior escena departían la condesa y su tío con varias señoras y señores que fueron de visita. La conversación allí no tenía los peligros que en presencia de Ricardo, y el viejo se despachaba a su gusto sin temor ninguno a las reconvenciones y a las advertencias. Enamorado de sus primeros años, no se podía hablar de ningún asunto que él no relacionase con los recuerdos de su memoria y con los afectos de su pasada vida. Una señorita habló del teatro y de lo fastidioso que era en verano cuando todo Madrid está en baños, y las buenas compañías en vacaciones, y los cómicos de la legua sólo presentes o los titiriteros del Circo de Price, para ofrecer por todo espectáculo saltos siempre iguales o decoraciones y comparsas bastantes a distraer la vista unos minutos y dejar el corazón sumido en la mayor indiferencia. En cuanto oyó estas observaciones dijo el marqués lo siguiente:

-En mi tiempo el teatro era una escuela de moral. Para vender chucherías por sus gradas se necesitaba que, aguadores, barquilleros y demás gente de la misma harina, llevaran su certificado de buena conducta, previo examen de Doctrina cristiana ante el cura párroco. Yo era un mosquetero de primera, es decir, un asistente a casi todas las representaciones ruidosas. Como que una vez me llevaron a la cárcel por haber penetrado en el vestuario de la primera dama, crimen prohibido en todas las ordenanzas y castigado con penas acerbísimas. ¿Y qué había de hacer? Nos ponían de buenas a primeras un listón de media vara en el proscenio para que desde las lunetas no viéramos los pies de las comediantas, y, a decir verdad, me gustaba mucho verlas todo el cuerpo. Yo era chorizo, yo odiaba de muerte a los polacos hasta pasar otra noche en la cárcel por haber arrojado a la cabeza del jefe de nuestros enemigos un pepino de a libra que le derribó la peluca y a su pecho un tomate de seis onzas que le puso como nuevas las chorreras. Entonces cada representación equivalía a una batalla, y el interés se encontraba más en el patio que en las tablas, y todo era jolgorio, rebullicio, estruendo, placer y baraunda.

-Y que no hablarían Vds. poco de esas batallas en las gradas de San Felipe el Real.

Le observó una señora.

-¡San Felipe el Real! No me hable V. de ese sitio porque me pongo furioso, al ver que lo ha derribado la prosaica niveladora piqueta de este tiempo y ha sustituido sus arquitectónicas líneas

y su magestuosa rotonda con ese armatoste de casa de vecindad que se llama la casa del Maragato, rematada por un mirador semejante a preñada y grotesca chimenea. ¡Cuánto más hermosa era la iglesia de San Felipe, la iglesuela misma del Buen Suceso, donde íbamos a ver salir las petimetras de misa, que esos caserones en herradura, pintados todos de color de yema de huevo e insufribles a la vista por su uniforme monotonia! Entonces relucian los sombreros de tres picos, las medias de seda, las capas de grana, los encajes de Irlanda, los botones de acero, las chupas bordadas de mil colores, las basquiñas de damasco, las mantillas de blonda, las peinetas de concha, las hebillas de oro, los relojes con sus círculos y sus agujas de diamantes. Entonces, después de ayudar a misa con la mayor devocion, de darle el agua bendita a nuestra cortejo con el más vivo amor, de concederle a Pajarito media hora de audiencia para que nos arreglara la cabeza, nos íbamos a leer las mentiras de la Gaceta y a escudriñar la vida y milagros de toda la corte y de todos los artesanos. ¡Felices aquellos tiempos en que había calesas y manolas. Desgraciados los tiempos presentes en que solo hay aburridos y aburrimientos!

Cuando más engolfado estaba el buen marqués en tales disertaciones apareció Elena. Su palidez era tal que todos los concurrentes la advirtieron y le preguntaron si estaba enferma. Pero Elena se sonrió con tal placidez que indicó bien claramente como si estaba conmovida su conmoción provenía de placenteras emociones. La madrina y el marqués, solícitos por la felicidad de la niña, y conocedores de la crisis suprema que atravesaba en aquellos momentos, hubieran querido interrogarla adivinando alguna nueva fase en sus relaciones con Ricardo, pero les impidió toda pregunta la más vulgar prudencia y se callaron hasta que despidieron la visita. Aún no bajaba ésta la escalera cuando volvíase el viejo frotando las manos hacia el sitio donde había quedado Elena pensativa y le dirigía a boca de jarro esta pregunta:

-¿Se ha declarado?

-Sí.

-Gracias a Dios. Boda tendremos. No hay cosa que me guste en el mundo como una boda.

-Calle V., tío, dijo la condesa; que ha estado V. a punto de descomponerlo todo con sus temerarias palabras.

-¡Descomponer! Si no suelto el tiro de mis indirectas no se declara ni en cien años. No he visto un muchacho ni más pulcro ni más pudoroso, ni más reservado, ni más tímido. Bueno hubiera sido para correr una estudiantina con nosotros. Le declarábamos el atrevido pensamiento a todas aquellas que no queríamos y que nos importaban un ardite. Imagina qué haríamos con las que nos importaban y de veras queríamos. Conde, conde. Que llamen al señor conde.

Éste apareció en seguida a los gritos del viejo, impaciente por dar a todo el mundo la buena nueva.

-¿Qué hay?

-Gran noticia.

-Veamos.

-La más feliz que podíamos esperar.

-Despache V.

-Si estoy loco de contento.

-Acabe V. por los clavos de Cristo.

-Ricardo ha declarado su pasión a Elena.

-Buen partido.

-Toma si lo es, dijo la condesa; figura interesante, juventud florida, inteligencia extraordinaria, corazón de ángel y fortuna de príncipe, aunque un poco quebrantada por sus larguezas, que corregirá una esposa próvida y económica. Vamos, no hay que dudarlo, es todo un buen partido.

-Dime, ¿y le ha costado mucho la declaración?

Preguntó a Elena el viejo.

-Aún después de haberse ido V., se perdió en sus generalidades de siempre.

-Pero tú...

-Yo, seguí las instrucciones de mi madrina.

-Justo, dijo el viejo; para esto de cazar pájaros no hay liga como los consejos de una mujer experimentada.

-Y al fin...

Añadió la condesa un poco impaciente.

-Al fin toda su timidez se trocó en valor.

-Justo, observó el marqués; y lanzaría una declaración...

-Elocuentísima.

Dijo Elena interrumpiéndole.

-¿Y tú le dijiste que sí inmediatamente?

Añadió el conde.

-Pues no, dijo el Marqués; pues no, se iría con repulgos de empanada y escrúpulos de monja.

-Quizá debí detenerme; pero no pude. ¡Lo deseaba tanto!

-Hiciste bien; observó el viejo. Bueno es el amor para diplomacias.

-Él me quiere, yo le quiero. Pues no hay más que hablar.

-Justamente.

-Acaso hubiera convenido, observó el conde, aguardar a tu papá.

-Y ¿por qué?

Dijo el viejo.

-Para formalizar el asunto es necesario tu papá.

Observó la condesa a las exclamaciones de su tío.

-Para formalizar el asunto, sí, como son necesarios también el escribano y el cura, replicó el marqués. Mas, para decirse uno a otro que se querían, así necesitaban del papá como del preste Juan de las Indias.

-¿Se habrá ido contento?

Preguntó el conde.

-No sabía lo que le pasaba. Salió del cenador tropezando con todo cuanto encontraba al paso. Atravesó el vestíbulo fuera de sí. Llegó a la calle sin sombrero, y cuando volvió a buscarlo estuvo a punto de ponerse más en ridículo que al salir con la frente al sol; porque se encasquetó un sombrero con escarapela perteneciente a uno de los lacayos. Estaba loco.

-Lo siento por el pobre Jaime García.

Dijo la condesa.

-Es verdad.

Añadió Elena suspirando.

-¿Qué ha pasado con Jaime García?

Preguntó el conde.

-¿No sabes que se enamoró perdidamente de la chica?

Dijo la condesa respondiendo con una pregunta a otra pregunta.

-No sabía tal cosa.

-Pues le declaró su pasión, menos tímido que Ricardo.

-¿Y Elena?

-Naturalmente; Elena, prendada ya de Ricardo, le contestó con una negativa muy dulcificada, pero muy redonda.

-Mucho quiero a Ricardo, dijo el viejo marqués; pero no dejo de querer a Jaime. Es un muchacho de excelentes prendas. Cree mucho, cosa rara en nuestro tiempo. A mí francamente no me importa que la fe cambie de objeto con tal que exista. La virtud de creer se parece a la virtud de admirar, en que engendra grandes cosas y grandes ideas. Jaime cree en las libertades modernas y por consiguiente ama como cree, con verdadero fervor.

-Luego, es valiente como el Cid.

Dijo el conde.

-Sin rival.

Añadió la condesa.

-Y ha probado su valor en mil ocasiones. Morirá con indiferencia por dar fe de sus ideas. Combate como un héroe antiguo, y cuando ha concluido de combatir, cuida de sus propios enemigos como una hermana de la Caridad moderna. En fin, es lástima que no haya otra Elena en el mundo para premiar a ese mozo.

-Yo temí, dijo la condesa, que el premio se lo llevara Jaime y no Ricardo, por la sencilla razón de que los valientes vencen a los tímidos. Y como, en los primeros instantes del desarrollo de esta pasión estudié a Elena con el cuidado con que podría estudiarla una madre, la vi muchas veces muerta y perpleja. ¿No es verdad?

-Yo diré a V....

-Habla, mujer, le dijo a Elena el marqués; habla. Todos tomamos cartas en el asunto menos la verdadera interesada. Y los sentimientos no se explican ni se conciben por más talento que se tenga, sino experimentándolos en nosotros mismos.

-Tiene V. razón, querido tío; que hable Elena. No le oí jamás a nadie explicar los sentimientos como ella los explica. Tiene en esto una erudición bien impropia de sus años. No habla como una joven enamorada, habla como un libro viejo.

Dijo el conde.

-La misma observación hice yo siempre con puntas y ribetes de crítica.

Añadió el marqués.

-Vaya. Si hablan Vds. así, créanlo, no digo una sola palabra, ni una sola.

-No te enfades, Elena; tienes todas las perfecciones juntas, a las cuales, como no ha de haber en este mundo cosa alguna que sea acabada y perfecta, se une este defecto, sí, este defecto de degenerar un poco en erudita y sabia. Si hablaras un poco más afectadamente y pusieras entre frase y frase algún dicho escolástico, citando el autor o texto de donde los tomabas, pasarías muy fácilmente por una cumplida marisabidilla de antaño.

-Puesto que Vds. se ríen de mí, repito que no diré una sola palabra.

-Vamos, no te enfades, hija mía.

Dijo el conde.

-Ya se ve, se ha criado una entre literatos, oyendo disertaciones continuas y diserto sin quererlo y hasta sin pensarlo, por un hábito que no está en nuestra naturaleza y que ha crecido y se ha arraigado en la costumbre.

-Tienes razón, y no hay para qué excusarte con esta o la otra razón, ni con este o el otro motivo. Corrige tus defectos, pero sé fundamentalmente como eres. No hay remedio, por más que filosofen los filósofos y moralicen los moralistas, no hay remedio. El carácter humano es lo más incorregible que existe en la creación. Muda de accidentes y de modificaciones, pero queda uno en esencia y siempre fundamentalmente parecido a sí mismo.

-Pero con tantas disertaciones no habeis dejado a Elena explicar sus sentimientos.

-Sí, estuve perpleja. Creí durante muchos días que Ricardo no me amaba y que me amaba Jaime. Y el amor se alimenta de la esperanza como la religion de la fe. Nada nos aleja tanto del amor como no tener la seguridad de una completa correspondencia. Y nuestras pasiones empiezan por ser agradecimiento, siguen por ser amistad, concluyen por ser amor. Mi corazón siempre se inclinó con preferencia a Ricardo, pero nunca creyó que Ricardo se inclinaba a mí. Dicen Vds. que sé mucho y yo sostengo que no sé ni una sola palabra de amor. Yo debí conocer en el balbucear continuo de Ricardo, en su misma incertidumbre, en la preocupación que encerraba su palabra y que acusaba su gesto, en toda su persona, el amor con que me amaba. Luego declaro que a pesar de esa erudición prematura con que gratuitamente Vds. me enaltecen yo no entiendo una palabra de amor.

-Vamos, se explica esta muchacha como un doctor. ¡Lástima grande que ponga tantas ideas en sus sentimientos! Así como la sobrada erudición mata al genio, las sobradas reflexiones matan el amor. Yo tengo otra doctrina más cómoda y mucho más natural. Le ama porque sí. ¿Les parece a Vds. poco? Se prefiere un amante a otro porque se le prefiere. ¿Quieren Vds. más filosofía? Pues ahí está la que el amor pide, lo que el amor consiente. El alma ama como brilla la estrella, como canta el ruiseñor, como susurra el arroyo, cómo compone el músico, y como versifica el poeta, porque sí, porque no puede pasar por otro punto, porque le da la real gana, y se ha concluido, como dirían las castañeras picadas. El arte por el arte, y por el amor el amor.

-Luego no quieren que una diserte. Papá está todo el día filosofando y diciendo preciosidades de ingenio. Mi padrino le acompaña y añade alguna reflexión nueva. Mi madrina jamás deja caer los libros de las manos. Y luego hemos venido a casa del marqués en este culto Madrid donde oímos una disertación por minuto. Nuestras casas han sido bibliotecas; nuestras ocupaciones continuas el discurrir y disertar. Yo no tengo la culpa de que me hayan enseñado antes el hilo de un argumento que el hilo de un ovillo. La culpa será de todos Vds.

-Tienes razón, dijo el conde, y tu padre ha tomado siempre por tema principal de sus disertaciones continuas el sentimiento. Como es tan reservado no hemos sabido nunca qué le ha pasado en la vida; sus relatos se han reducido a decirnos que lo aquejó de antiguo una pasión desgraciada. Aquí paz y después gloria. Por mucho cuidado que hayamos tenido de ti no hemos podido preservarte de que te contagies con las ideas que has respirado como si verdaderamente fueran tu única atmósfera; y te aficionaras a disertar sobre los grandes afectos antes aún de haberlos experimentado y sentido.

-Ya es hora de que pensemos en anunciar a Antonio el caso presente. Ya es hora de que vaya entendiendo y alcanzando cómo ha de quedarse al fin y a la postre sin su hija, la cual, por una sabia ley divina de la Naturaleza, ha de seguir a su marido.

Dijo el marqués.

-Verdaderamente es hora.

Añadió el conde.

-Para esto ninguno de nosotros tan competente como la misma Elena.

Observó la condesa.

-Sí, hoy mismo debe salir la carta.

Dijo el conde con imperio.

-Pero tomad precauciones, añadió el marqués. No le emboquéis de buenas a primeras el hecho. No se lo digáis así de sopeton.

-Además, se incomodaría creyendo que la historia era antigua y que se la habíamos ocultado a sabiendas.

Observó el conde.

-Haré lo que Vds. quieran.

-Lo mejor es una carta, así, de cierta vaguedad, indicando que has sentido emociones, las cuales acaso exigen su auxilio y su consejo. No le digas nunca, sobre todo, el nombre de la persona preferida. Es necesario ocultarle lo intenso de la pasión, lo próximo de tu matrimonio y el nombre de tu amado hasta que venga, y pueda poco a poco acostumbrarse, Elena, a la idea de perderte, idea que apena a tu padrino y que apenará mucho más a tu padre.

Tienes razón, dijo la condesa a su marido. Precávete un tanto contra la pésima impresión que puede producirle este nuevo caso. Si de manos a boca le dices el nombre de tu marido y averigua su nacionalidad americana se opondrá resueltamente a tu matrimonio. Mil veces me ha dicho que desea para su hija un marido español y no de ninguna otra parte. Mil veces me ha dicho que no quiere para ti esposo del continente americano y mucho menos de los Estados Unidos. Mil veces ha dicho que en España existe, más que en ninguna otra parte, idea verdadera de la familia y calor en los sentimientos, y afecto tierno en los cónyuges, y cariño para todos los individuos de la familia y amor de la familia entre sí. Así, para vencer su resuelta repugnancia a todo yerno americano precisa dos cosas: primera, que vea el amor de Elena a Ricardo; segunda, que las buenas prendas de éste le sean conocidas y le infundan toda la profundísima admiración que merecen. En pocas palabras ruégote encarecidamente, Elena, que indiques a tu padre las nuevas fases de tu vida; pero ocultándole sigilosamente el nombre y el orígen de tu amado. Que venga advertido en buen hora; mas que no venga preparado. La advertencia se necesita; y la preparación resultará luego que hayamos puesto en ella todo nuestro empeño. No olvides ninguna de estas circunstancias indispensables, y pon manos a la obra de advertir a tu padre y de procurar tu felicidad, que al cabo es también la felicidad de toda esta familia. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta, preliminar necesario a todo cuanto ideamos, y que dará muy pronto la ventura completa. Nadie siente como yo tu separación de este hogar; pero nadie comprende como yo que no pueden burlarse las leyes de la Naturaleza ni contradecirse las prescripciones irrevocables del destino. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta.

Elena dejó el salón donde estaba reunida la familia y se encerró en su cuarto a trazar la carta y cumplir las ordenes de sus padrinos. Mientras tanto, el marqués de la Tafalera, que nunca soltaba la palabra, se perdió en largo laberinto de frases, inspiradas todas ellas por la chochez habitual a sus años, por los recuerdos de sus mocedades que revoloteaban de continuo sobre su mollera algo perturbada. Dolíale mucho no haber penetrado en casa de Ricardo y conocido y escudriñado todos sus rincones para cerciorarse por sí mismo de cuánto bien podía ofrecer a Elena su casamiento, y cuántas ventajas procurarle su nuevo hogar.

-Esta maldita costumbre de no hacer visitas, concluirá por romper todos los lazos sociales y por destruir esta sociedad. Las gentes no se conocen unas a otras. Si viviéramos en mis tiempos, así como se daban Reales Ordenes, prohibiendo el excesivo número de platos en las comidas o el excesivo lujo en el vestir, hubiéranse dado prohibiendo esas tarjetas, segun las cuales basta un pedazo de carton a expresar los mayores afectos y aún a sustituirlos. Íbanse en aquellos días los caballeros muy peripuestos y petimetres de casa en casa; rezaban el rosario con las familias amigas, pidiendo a Dios así por todas las necesidades como por todos los necesitados; y luego, en torno de un tapete verde, a la luz de un velon colosal, con espaciosa tarima por taburete y un brasero de cisco por calentador, hablaban de todas las cosas posibles con una franqueza y una honestidad de que ahora en este tiempo seco y árido no podemos tener ni aproximada idea. Así el trato unía las familias y la unión se completaba luego por el amor que tan fácilmente prende en la gente moza. Ahora a todos nos separa la idea política, la idea religiosa, y más que todo la tarjeta, el cartón, ese expediente de la pereza, ese sustituto de la antigua visita afectuosa y por lo mismo social. Si yo tuviese, yo, viejo verde, aunque viejo ochenton, la debida entrada en casa de un amigo como Ricardo y el debido trato con su madre y familia, podría estar mucho más seguro de la suerte reservada a nuestra Elena en el nuevo estado que todos a una le preparamos. Pero vaya V. a saber cosa alguna; con estas ceremonias todo lo dificultan, y en esta separación de familias que a todos nos aíslan y en este achaque de las tarjetas que han reemplazado a las antiguas y estrechas y cariñosas relaciones, y que han destruido uno de los afectos más íntimos y más puros, el más necesario quizás a las almas delicadas, el purísimo afecto de la amistad.

En esto apareció Elena con su carta que leyó solemnemente a la familia, atenta toda a los menores perfiles del estilo y a las más tenues inflexiones de la voz.

«Papá mío: te quiero con todo mi corazón, te quiero con toda mi alma. Aunque sé cuánto te gusta Andalucía, cómo te recrean desde las ondas del Mediterráneo hasta los cristales de Sierra Nevada, desearía verte volver muy pronto, porque de veras te necesito. Arrancarte a tus peregrinaciones me es dolorosísimo. Paréceme que contemplo tu asombro en la Mezquita, tus pasos entre los rosales de Córdoba, tu éxtasis en la Catedral de Sevilla, tu gozo al recoger la luz cernida por los alicatados de la Alhambra y respirar el fresco aire que sube de la vega de Granada. Papá mío, me cuesta mucho arrancarte a todos estos goces del alma que endulzan un tanto tus profundas tristezas. Pero no puedo pasar por otro punto sin faltarte a ti, lo cual no me perdonarían ni Dios ni mi conciencia. Tú me has dicho mil veces, y yo así lo he visto, que no eres uno de esos padres ridículos empeñados en que sus hijos no sientan lo mismo que ellos han sentido a su edad. Tú me has dicho que lejos de aspirar a un respeto reservado y silencioso, el cual pusiera entre tu inteligencia y mi corazón muros infranqueables, aspirabas a una amistad sencilla y tierna que te permitiese conocer todos los pliegues y repliegues del corazón de tu Elena y gozar toda su confianza. Tú me has anunciado que, siendo ineludible la naturaleza, habrían de despertarse en mí afectos cuyo despertamiento querías conocer el primero para dirigirlos al bien y conservarlos en la más pura virtud. No estaba cierta de mí misma, no sabía lo que por mí pasaba y he callado. Creí una de tantas amistades pasajeras lo que en realidad es otro sentimiento mayor. Ahora que lo veo, ahora que lo conozco, ahora te digo en verdad, te digo de rodillas, con las manos plegadas en tu presencia, y los ojos puestos en tus ojos, cual si delante de Dios fuera a presentarme: ¡ay! amo y soy amada y este amor purísimo necesita la primera y la más fecunda de todas las bendiciones, sí, necesita la bendición de mi padre. No quiero decirte nada, sino que tu hija, tu Elena, tu ángel, como tú la llamas, no procederá jamás a cosa alguna sin tu consentimiento, y que su primera felicidad, aquella que antepone a todo en el mundo, es sujetarse y someterse a tu obediencia. Te amo, con toda mi alma».

-Perfectamente.

Dijo la condesa.

-Has expresado con fidelidad nuestra idea.

Añadió el conde.

-Vamos, estas muchachas de ahora levantan figuras, dijo el marqués. A ninguna de las marisabidillas de mi tiempo se le hubiera ocurrido una carta así, que siendo lo más natural del mundo, parece arrancada a una novela.

Y entre estas y otras reflexiones, la carta corrió a su destino y fue a dar, cosa que es necesario decir cuando del correo español se trata, a manos de Antonio, el cual se dolió desde luego mucho de que el amor, tan pronto y tan a deshora sobrevenido, pudiese privarle de su hija.