Ricardo/Capítulo XIX
Capítulo XIX
El golpe de gracia
Ricardo salió despavorido de casa de su amada y temeroso del efecto que podía producir en persona tan enferma como Carolina la suprema resolución. A cada paso que daba hacia su casa, retrocedía más, no en el empeño último y supremo, en el momento de realizarlo. Carolina era su madre, y una madre tiene derecho a todo en este mundo. Carolina era una madre desgraciada, y esta desgracia aumentaba su autoridad y disminuía el poder de su hijo. Siempre en duelo; de insomnios inacabables por la noche, de llantos perennes por el día, de continua desesperación; su hijo era la única prenda que la detenía sobre el abismo y que la ataba a la vida. Si también desaparecía su hijo, -¿qué le quedaba ya en el mundo? -Una soledad más triste, un dolor más intenso: la muerte violenta quizás por única solución a la tragedia de su vida. Así es que Ricardo no osaba notificar a su madre que, en cambio del ser recibido de su amor, en cambio de la educación recibida de sus próvidos cuidados, en cambio de la fortuna guardada por su previsión, iba a ofrecerle una fuga inevitable, un rapto criminal, un apartamiento indefinido; golpes todos de muerte. Así, conforme se acercaba a su casa iba deteniendo su paso, como si quisiera aplazar indefinidamente la hora suprema de comunicar una resolución parricida.
Pero de no tomar esta resolución, de someterse ciegamente al deseo de su madre, renunciaba para siempre al único fin anhelado por todo su ser: al amor de Elena. ¿Por qué su madre le había concedido la vida si le quitaba la dicha? ¿Por qué le había avivado los grandes sentimientos si apagaba el más vehemente y necesario de todos ellos? ¿Por qué le había granjeado una fortuna, si esa fortuna quedaba sin el empleo más útil, sin contribuir para nada a la formación de una familia? El amor le ocupaba la vida entera. Impetuosísimo por temperamento, aquella pasión le arrastraba con una fuerza incontrastable. No había luz en el mundo como la luz que despedían los ojos de su amada; no había vida como la vida que exhalaba su aliento. Las armonías del arte le parecían ecos vanos cuando no las escuchaba con el corazón lleno de aquel amor; los grandes combates sociales vanos sacrificios, si no los sostenía la seguridad de encontrar después del esfuerzo refugio segurísimo en la providencia de un correspondido amor. Toda su vida, desde la vida en la naturaleza hasta la vida en el arte; desde la vida en el arte hasta la vida en la ciencia; desde la vida en la ciencia hasta la vida en la sociedad; todo tenía por alma ese amor que la mantenía, que casi la formaba, que constituía su esencia, como el oxígeno la esencia primera del aire y el alimento de la llama. Renunciar a ese amor le era tan difícil como renunciar al espíritu y a la vida del espíritu. En ese amor se compendiaba y se resumía toda su existencia, todo su ser.
A su vez Carolina padecía tormentos horribles, exacerbados por los sucesos recientes. En aquella mañana de la resolución de su hijo habíase levantado, por no poder sufrir en su inquietud la inercia a que le condenaba el guardar cama. Envuelta en su peinador blanco, esparcido el abundante cabello por la espalda fría y pálida como el mármol, los ojos brillantes al fuego de la fiebre y circuidos de una aureola morada, semejábase a una de esas Dolorosas en quienes la piedad cristiana ha idealizado las penas y las tristezas de las madres. La ambición de toda su vida, el encuentro con su hija, acababa de realizarse en condiciones tales que abrieron y enconaron todas las heridas de su alma, nunca cicatrizadas. La vió, sí, la vio buena, hermosa, amante; con virtudes que se reflejaban en la serenidad de su mirada; con talentos que resplandecían en los espacios de su frente; y no pudo ni decirle cómo la amaba, ni entregarse a los trasportes de su corazón, ni retenerla a su lado, porque la revelación de su cariño equivalía a la revelación de su deshonra y a la acusación del rapto cometido por el único hombre acepto a su corazón, y amado de ella con profundísimo amor en este mundo. Luego, víctimas de una fatalidad, en la cual se veía claramente un castigo, sus dos hijos, desconocidos el uno al otro, a causa de trágicas incidencias, se encontraron en la vida; y por la mutua ignorancia de su respectiva existencia, al encontrarse casualmente, quisiéronse como amantes en vez de quererse como hermanos. Su mutua pasión, que tenía en apariencia todas las legitimidades; la ingenuidad, el desinterés, la pureza, el amor aparecía natural ante la sociedad que encontraba en aquellos dos seres cualidades idóneas para completarse con la personalidad superior del matrimonio; y sin embargo, no era posible, por reprobarla a un tiempo las leyes de la naturaleza y las leyes de la moral. Y cobraba diariamente fuerza, y crecía en los dos corazones, y se arraigaba con el trato, y se unía tanto a la mutua estima como a la mutua admiración, y llenaba desde los sentimientos hasta las ideas de aquellos dos seres, y se convertía en la vida de su vida y en el alma de sus almas. Separarlas de pronto; decirles que debían renunciar a todas las esperanzas y a todas las ilusiones; inspirarles la idea de que su cariño exaltadísimo tenía que convertirse en amistad tranquila, y descender a un grado inferior de fuerza y viveza, resultaba imposible sin la explicación previa del misterio de su vida deshonrosa al nombre de sus padres. Pero aún resultaba más imposible todavía tenerlos uno al lado del otro; dejarlos entregados a una pasión criminal; consentirles el aumento de esperanzas irrealizables y de ilusiones fantásticas, a las cuales debía suceder tarde o temprano una espantosa realidad. No había remedio; precisaba revelarles su verdadera situación para decirles toda la imposibilidad de sus amores. Pero ¿cómo, sin que entrevieran el crimen de sus padres? ¿Cómo, sin que los dos seres, a quienes cada cual de ellos creía dechado de todas las perfecciones, apareciese circuido con las sombras de la más infame deshonra? Consentirles su pasión, era perderlos ante Dios, ante el mundo, ante su propia conciencia: separarlos por capricho, por voluntariedad, por los arrebatos de un momento, después que su pasión creciera tanto, equivalía a matarles, porque despedazaba sus dos corazones, indisolublemente unidos en igual amor. Así es que Carolina se volvía a todas partes en pos de un alivio a su dolor, y no lo encontraba; en busca de un desenlace a esta tragedia de su vida, y no podía ni adivinarlo siquiera, erizado como estaba de dificultades insuperables. Ni siquiera le parecía dable la muerte, ese descanso tan deseado en otras ocasiones, tan pedido a la Providencia; beleño único a sus penas, calmante único a la intensidad de su dolor, porque el anhelo de la muerte encerraba un acto de egoísmo, el reposo para ella y el dolor para sus hijos. Pero si no caía en la muerte, si un natural instinto la preservaba del suicidio, y hasta de la aspiración al suicidio, en cambio la impelía al misticismo. Sus nervios se descomponían y vibraban desordenadamente, como si los agitase un huracán incomprensible; por sus ojos pasaban en nubes de formas no conocidas ni soñadas visiones magnéticas, de un brillo, que ya se parecía al sol de los soles, ya al fósforo de las tumbas; plegarias extrañas, indescifrables, como los oráculos de las antiguas Sibilas, se evaporaban de sus labios perfumados por las esencias de las ideas místicas, y enardecidos, por las llamas de amores sin fin y sin objeto; los éxtasis más frecuentes la desceñían hasta de su organismo, y la elevaban, como separándola del mundo, en espíritu, a las cunas inaccesibles de lo ideal; y una vaga aspiración a no ser, a la absorción en lo eterno, llegaba en algunos momentos a apoderarse con tanto imperio de su alma, que perdía la conciencia de toda su vida, y se aniquilaba en completo aniquilamiento, como si en vez de persona en sí y por sí, fuera la cinta de alga removida de aquí para allá por los vientos del cielo en los abismos de la insondable eternidad. En uno de estos momentos se encontraba, cuando vino su hijo a despertarla para decirle, que no podía sufrir más tiempo su penosa incertidumbre. Así entró en la habitación de su madre con ánimo de agotar todos los medios pacíficos antes de decirle de una vez, que de acceder o no a su demanda y dar o no su consentimiento, dependía la nueva dirección de su vida, porque estaba completamente resuelto a un rapto, a una fuga, a un matrimonio exigido por el escandalo, y fundado en la necesidad, ya que no querían regularizarlo con su acuerdo y cumplirlo con su bendición, para que fuese acepto al cielo, y honroso y legítimo ante el mundo.
-Madre mía.
Dijo Ricardo, dirigiéndose a Carolina, y distrayéndola de su sueño, más bien magnético, que vulgar y ordinario.
-Hijo querido, hijo del alma.
Respondió en seguida Carolina al llamamiento de Ricardo, frotándose los ojos con ambas manos, como si volviera de un profundo sueño tras larguisima noche.
-¿Cómo está V.?
-Me encuentro un poco mejor.
-¡Cuánto me alegro!
-Es cosa triste este continuo padecer.
-¡Tristísima!
-La felicidad...
-Es fácil de encontrar, madre mía, cuando no tenemos empeño en lanzarla de nuestro lado.
-No lo creas. Si tienes alguna vez felicidad verdadera, no la gozas, porque apenas la adviertes. Casi todas las desdichas humanas son dichas perdidas, o ignoradas de nosotros, hasta el momento mismo de su pérdida irreparable.
-¡Cuán verdad es eso que V. dice ahora! ¡No sabemos lo placentero de respirar fácilmente hasta que no encontramos dificultad en la respiración! Y no sabía yo lo feliz de mi amor con esperanza, hasta haber caído en la presente desesperación.
-Ricardo.
-¡Madre mía!
-No puedo decirte todo cuanto pasa por mi alma al oír tus quejas.
-Pues yo, madre mía, puedo decírselo a usted todo, enteramente todo lo que sucede en mí, sin dejar ni siquiera un pliegue recóndito a sus ojos.
-Ya lo creo.
-Yo amo.
-Ya lo sé.
Dijo Carolina suspirando.
-Amo con toda la violencia de mi ser, lleno de tempestades como el trópico donde he nacido.
-Conozco, hijo mío, tu temperamento. Te he llevado nueve meses en mis entrañas. Te he alimentado dos años a mis pechos. Sé toda la vehemencia de tu alma.
-Pues si la sabe V., no la condene a dolores como los dolores que la atenacean desde el instante fatal en que opuso una negativa irrevocable al más vehemente de todos sus deseos.
-Mírame cara a cara, hijo mío.
-Miraros es mi felicidad, madre, y mi desgracia veros siempre llorosa.
-Soy tu madre.
-Mi madre idolatrada.
-Los que ni son ni pueden ser madres, jamás alcanzarán a comprender ni a sentir cómo nosotras amamos a nuestros hijos. En la pasión del amor hay mucho de egoísmo y mucho de sensualidad. Pero en el amor maternal todo es puro como la misma inocencia. El móvil único está en el cariño por el cariño mismo, y la abnegación y el sacrificio se imponen como una verdadera necesidad.
-Pues si el consentimiento en mi matrimonio es un sacrificio, hágalo V. en virtud de esa necesidad que de sacrificarse por sus hijos siente el corazón de las madres.
-Si fuera un sacrificio, Ricardo mío, ya estaría hecho. ¿Qué no hiciera yo por tu amor? Mas no es un sacrificio; es una imposibilidad ese consentimiento que no debías pedir a tu madre, cuando sabes que tu madre no puede concederlo.
-Dígame V., por lo menos, madre mía, la razón de esa imposibilidad.
-Ni puedo darte el consentimiento, ni puedo decirte la causa de esta irrevocable resolución.
-Me vuelvo loco. Me parece que la razón se escapa de mi cerebro. Muchas veces dirijo la mano a la frente, tan solo para detener a esa fugitiva que me abandona a la demencia más exaltada y más triste. Dais una sentencia que es mi condenación inapelable, y no queréis decir por qué la habéis dado. Ese silencio aumenta la gravedad de la resolución en V., y en mí el dolor de la acerba pena. Imposible modificar nuestra naturaleza. Buscamos instintivamente la razón de las cosas por un impulso de la inteligencia superior a los impulsos de la voluntad. Como sabemos que todo hecho o acción tiene su motivo, sabemos que tiene su razón y su causa. Resistiráse la voluntad a buscarla, pero la inteligencia de continuo la busca, y no descansa hasta que la ha encontrado. Imposible el consentimiento, decís. Sea en buen hora. Pero imposible, mucho más imposible que desconozca yo la causa de esta imposibilidad. La buscaré en todas partes, la escudriñaré, hasta llegar a encontrarla. ¿Cómo? Seré infeliz, acallaré los latidos de mi corazón, dejaré al ángel que idolatro, me condenaré a una soledad eterna, moriré para toda dicha en la flor de mi juventud, y ni siquiera he de alcanzar ni saber por qué he sido tan desdichado. Todas las cosas tienen su razón de ser; y mi desventura no ha de resultar lo único inexplicable en el mundo. Me habrá aplastado la fatalidad; pero ya que la sienta, dejadme a lo menos conocerla. Todo ser se vuelve contra aquello que lo hiere. Usted no me hiere a mí, porque una madre no puede herir a su hijo. Usted no me desama a mí, porque es amor todo su corazón. Sepa yo para maldecirla eternamente la fuerza ciega que a todo se sobrepone y a todos igualmente nos avasalla. Sepa yo la razón de esa negativa. Lo exige y lo necesita mi alma, mi vida, mi voluntad, mi entendimiento, mi corazón, todo mi ser. Por Dios, madre mía, decidme: ¿cómo siendo toda bondad os negáis a la ventura de vuestro hijo?
-No sabrás, Ricardo, cómo y en qué grado puede tu madre quererte. Mis entrañas todavía conservan la dicha que les causó el estremecimiento primero de tu ser en su seno. Mi corazón late para ti. Mi vida es tuya como es mía la vida que te anima. El parecido de nuestros rostros revela bien el parecido de nuestras almas. Cuando te veo venir a mi presencia, recuerda siempre que te di la respiración en que se avivan tus pulmones y la sangre con que se riegan tus venas. Soy tu madre, y es inútil toda otra reflexión, ocioso todo encarecimiento. Y no sería tu madre, si después de haberte dado la vida, no procurara darte la felicidad. Una existencia desdichada sería el más triste de los presentes, y acaso podría darte derecho, si no para maldecir, para dolerte de tu madre. Unes tu felicidad a Elena, y yo me interpongo entre los dos. Pues, al interponerme, créelo, hijo mío, sufro la coacción de una fatalidad irresistible. Hay realmente una causa, hay una razón de mi negativa. ¿Cómo no haberla? ¿Podrías crerme tal que sin motivo alguno me resolviese y determinase a una acción tan grave como la negativa a tu matrimonio, bajo todos aspectos necesario? Hay una razón que no debes saber. Cree a tu madre, por lo mismo que la amas. Comprende su cariño. Díte a ti mismo en lo más hondo de tu pecho y en lo más recóndito de tu pensamiento, que la mujer, autora de tus días, no puede proceder en todo cuanto a ti pertenece y toca, sino movida de una pasión, delante de la cual parece leve cosa el amor que te profesas a ti mismo, y que en ti ha puesto naturaleza para la obra suprema de tu conservación. Si te quiero más que tú mismo puedes quererte, este cariño mío basta a explicarte mi resolución. La tomo, porque no puedo tomar otra; y la razón de tomarla está toda entera en mi amor.
-Pero ¿y el misterio de los motivos?
-Tú lo has dicho; el misterio.
-Y ese misterio impenetrable no puedo yo penetrarlo?
-Tú lo has dicho: impenetrable.
-Decídmelo.
-No puedo.
-Por Dios, madre mía.
-No puedo.
-Por el amor que me tiene.
-No, no.
-Por la hora de mi nacimiento.
-¿Qué podrás invocar que sea bastante a moverme, cuando ya has invocado inútilmente el amor de madre?
-Invoco la memoria de mi padre.
-Ricardo, no me martirices.
-La memoria de mi padre, que hubiera conocido por la pasión que tenía V., y por la santa felicidad que encontró en su enlace...
-¡Ricardo!
Gritó Carolina; pero con gritos desgarradores, como si le apuñalasen el corazón, como si le abrasaran las carnes en una llama vivísima.
-Mi padre hubiera conocido, continuó Ricardo, prestando atención tan solo al movimiento interno de su idea y sin advertir el dolor y la desesperación de su madre; hubiera conocido que en hogar tranquilo, en familia amada, en amor correspondido, en una esposa fiel...
-Calla, Ricardo, calla; si no quieres matarme, dijo Carolina sacudiendo con furia a su hijo como para sacarlo de aquella conversación e impelerle a otro género de ideas y de sentimientos que no la hirieran con tan profundas heridas.
-Mi padre me hubiera dicho, si por acaso a mi felicidad se negaba, la razón de su negativa.
-Ricardo, no seas cruel con tu madre.
-¿Habla V., madre mía, de crueldad?
-No puedes adivinar cómo laceras mi pecho con tus palabras.
-Y V. no puede adivinar cómo desgarra el corazón de su hijo. Si comprendiera cómo amo, si llegara a asomarse a mi pecho, si el dolor condensado sobre mi corazón, si la tristeza extendida como una sombra mortal en mi mente pudieran llegar hasta la inteligencia de V. no se cerraría de esa suerte su corazón a la piedad.
-¿Crees tú, Ricardo, que yo, tu madre infeliz, no siento todo cuanto sientes tú, hijo de mis entrañas? Tus dolores se unen a mis dolores y los exacerban hasta el punto de no poder sufrirlos. ¡Qué día tan bienhadado será el día de mi muerte! Cuando la vea venir, cuando se acerque a mi lecho de dolor y tienda la mano para herirme, habré de bendecirla como a una mensajera de la divina misericordia. Si hubiese de prolongarse esta pena aún más allá del sepulcro, si hubiera de durar toda una eternidad como dura el infierno, dudaría hasta de la bondad de Dios, y creería que nos había llamado a la vida tan sólo por el placer de atormentarnos ¡Oh! ¿Cuándo vendrá la muerte?
-Pues, madre mía, por ese dolor que yo comprendo, dad vuestra bendición a mi casamiento.
-No puedo, hijo mío. Dios sabe que no puedo.
-Decidme la causa de esta negativa.
-Repito lo mismo, hijo mío, repito que no puedo.
-Pues bien, madre, no extrañará V. la acción que voy a notificarle. Pensé llevarla a cabo sin su consentimiento.
-Ricardo, ¿qué vas a hacer? Preguntó Carolina profundamente azorada, adivinando por la solemnidad del tono y del ademán lo irrevocable de las resoluciones de su hijo.
-Madre mía, yo solamente sé que amo a Elena con un amor incontrastable, y que V. se opone a la satisfacción de ese amor con una incontrastable negativa. Los derechos de los padres sobre sus hijos tienen también sus límites. Como no podéis condenarme a muerte, no podéis tampoco a perpetua infelicidad condenarme, castigo más terrible mil veces que la muerte.
-Hijo mío por piedad; piensa, reflexiona, qué al negarse tu madre a tu dicha, tiene una razón de todo punto invencible.
-No la comprendo, porque no la sé, y como no la sé, no existe para mí. De consiguiente, no extrañe V. que obedezca a mi naturaleza, que obedezca a mi corazón, que obedezca a mis compromisos, que obedezca a Dios, cuyo soplo creador ha debido infundirme esta purísima pasión, aunque no obedezca a mi madre.
-¡Infeliz! ¡qué piensas hacer!
-Pienso, aunque V. se interponga, huir con Elena, robarla a su padre. Todo está arreglado para el caso. A una señal mía saldrá de su casa, y yo iré a reunirme con ella para demostrar ante Dios y ante el mundo cómo no hay fuerza bastante a separar dos corazones que se buscan y que se encuentran ¡ay! en la común satisfacción del amor. Madre, cuando ya hayamos vivido juntos, cuando el negarse a nuestro cariño equivaldría a convenir en nuestra deshonra, entonces y solo entonces bendecirá V. nuestro matrimonio, ya indispensable al bien y a la tranquilidad de todos.
-Hijo mío, no delires. Eso que dices no puede suceder. ¡Separarte de tu madre! ¡Dejarla abandonada en su dolor! No lo he oído, porque no lo has dicho. Desmentirás toda tu naturaleza, y la naturaleza no se desmiente nunca. Tu madre no puede decirte nada más. Se opone a tu casamiento en la imposibilidad material y moral de consentirlo. No quieras saber la causa. Si pudieras aprenderla en un minuto y en otro minuto olvidarla para siempre, yo te la diría. Pero no; es imposible. Ricardo, hijo mío, a tus pies me arrojo. Te pido perdón. Conozco cuánto lacero tus entrañas. Conozco que pierdo tu vida, todo lo conozco. Pero no, no puedo hacer otra cosa Compadece a tu madre infelicísima, compadécela. No tratas de saber por qué se opone a tu dicha, como no tratas de saber por qué Dios te ha creado.
-Madre mía, perdóneme V., perdone a este hijo desdichado. Mi triste estrella quiere que en rebelión de mi madre me presente, mi estrella nefasta. Pero no puedo desasirme a una pasión que me domina; no puedo absolutamente separarme de su poderoso influjo, que ha convertido en nueva vida mi vida. Para mí se puede apagar el sol y no se pueden apagar los ojos de Elena. Tanto me da que falte a mi pecho el aire de la atmósfera, como el aire de sus suspiros. Su amor queda siendo ya la sangre de mi sangre, la vida de mi vida, el alma de mi alma. Arrancadme del pecho el corazón, y pisoteadlo, y mordedlo; no me causaréis un dolor tan vivo como si me arrancáis esta pasión, a cuyo soplo respiro y vivo. Madre mía, me matáis. Y yo no puedo responder de mí mismo en este trance supremo. El que en los abismos del mar, cae, al ahogarse, coge ciegamente el primer objeto capaz de salvarle y volverle a la vida. Yo, en mis angustias, me he acogido a la fuga. Adiós, madre mía, adiós. Dentro de una hora habremos partido como amantes desesperados los que vosotros no queréis unir en fiel y digno matrimonio. Adiós, madre mía, bendecid a un hijo que no os maldecirá jamás.
Y Ricardo tomó la actitud resuelta de quien se despide y se marcha. Pero Carolina le asió fuertemente del brazo le retuvo a su lado con verdadero imperio, y le impidió tomar por aquel minuto la suprema resolución con que amenazaba.
-¡Hijo mío!
Le dijo con una expresión inexplicable de angustia.
-¡Madre, madre mía!
Le respondió Ricardo.
-Tu madre soy.
-Y como tal siempre la he amado.
-Menos en este instante.
-No, ahora más que nunca, pues ni siquiera me atrevo a una resolución como la de esa fuga, aconsejada por mi corazón, exigida por mi honor, sin decíroslo francamente.
-No puedes irte.
-Debo irme.
-Tu madre ruega.
-Dios me perdonará si por vez primera he desoído su voz.
-Corres a tu perdición.
-Corro a mi amor.
-Amor imposible.
-Amor santo.
-Dios lo condena.
-No, porque Dios lo ha inspirado.
-Lo condena tu madre.
-En un momento de incomprensible exaltación.
-Quédate aquí, a mi lado.
-Volveré cuando pueda volver trayendo a este hogar una hija.
-¡Horror cien veces!
Gritó Carolina.
-Madre, el impulso ciego de la naturaleza domina por completo la voluntad.
-Hijo, tu madre no puede revelarte el abismo a que te precipitas.
-Elena será mi mujer.
-Imposible.
-Elena será vuestra hija.
-¡Dios mío, Dios mío!
Gritó Carolina.
-Y cuando sea vuestra hija...
-Calla, calla; que me matas.
-Y cuando sea vuestra hija la bendeciréis.
-Ricardo, compasión, compasión, compasión.
-Madre mía, téngala V. de su hijo.
-Si tú supieras...
-Solamente sé que amo.
-Ama también a tu madre.
-No se excluyen, no, las dos pasiones.
-Hijo mío, respeta un secreto.
-Madre mía, comprended mi pasión.
-Por Dios.
-Por Dios, digo yo también.
-Espera.
-No puedo esperar.
-Espera, te repito.
-Las palabras que me habeis dicho me han quitado toda esperanza.
-Te lo manda tu madre.
-No la obedezco, porque me manda lo que no puedo cumplir.
-Excusa una porfía.
-Madre, adiós.
-Detente.
-Adiós.
Y Ricardo salió de la habitación.
-¿Dónde vas, infeliz?
-Voy donde me llama mi amor.
-Amor maldito.
-Que vos bendeciréis cuando Dios lo haya bendecido.
-Ricardo, dijo Carolina, asiendo fuertemente a su hijo que se disponía a partir, Ricardo, Elena es tu hermana, Elena es mi hija, maldíceme o mátame si quieres.
Y cayó desplomada en el suelo, como si la hubiera herido un rayo. A esta palabra Ricardo se llevó las manos a la frente, como si quisiera apartar de ella un pensamiento insufrible. Sus ojos saltaban de las órbitas. Su rostro se demudó en tales términos que nadie lo hubiera conocido. Erizáronse sus cabellos. Un temblor convulsivo le sacudió todo el cuerpo. Y poco después de esta emoción de asombro, recapacitando lo que había oído, viendo a sus plantas rígida y como muerta a su madre, lanzó un sollozo tan largo, tan triste, tan terrible, tan desconsolador, que hubiera partido hasta las piedras, y que se parecía siniestramente al resuello que se llama el estertor de la muerte.