Ricardo/Capítulo XVIII
Capítulo XVIII
Las contrariedades
-Pero, Elena, decía el marqués al día siguiente de la entrevista historiada en el capítulo anterior; ¿vas a perder el brillo de tus ojos con ese llanto perenne?
-¿Quiere V. que esté contenta? Creía decidida mi suerte; clavada la rueda de mi fortuna. El casamiento con Ricardo, deseo único de mi vida, parecía pendiente de una ceremoniosa entrevista. Mi padre consentía de antemano; la madre de Ricardo también. Al verse nada debían decidir, puesto que todo estaba previamente convenido y arreglado. Entran en el salon principal y quedamos apercibidos esperando el instante en que iban a llamarnos. Pasa una hora, otra hora, y mientras su entrevista no acaba, empieza nuestra impaciencia. Entonces convenimos todos en que llame yo la atención de mi padre sobre esta tardanza y, me entere del motivo que la causa. Voy, llego, me acerco, llamo; y apenas he llamado, cuando la madre de mi novio sale como desesperada, me coge fuertemente, me mira con verdaderos trasportes, me abraza con efusión, me besa con delirio, me llama mil veces su hija idolatrada, extremos explicados por mi padre con la única razón que podía verdaderamente explicarlos; con el placer sentido por la que iba a ser mi suegra al encontrar la joven destinada a hacer en el mundo la felicidad de su hijo. Vuelvo, encuentro aquí la familia reunida, cuento lo ocurrido y les anuncio cómo la madre de Ricardo me ha llamado hija y mi padre me ha dicho que estaba próximo el deseado enlace. Vuestro regocijo no tuvo límites, y solamente era comparable al que yo sentía. Aguardamos algunos instantes en la seguridad de recibir la primera bendición necesaria a nuestra felicidad; y nos encontramos con un recado mandándome ir al dormitorio de mi padre por haberse puesto malo y mandando a Ricardo ir al coche en busca de su madre por volverse a casa. En cuanto llegué a la estancia, vi que mi padre era presa de una horrible calentura. En cuanto llegó Ricardo al coche, se encontró con que su madre era presa de un profundo desmayo. Ésta es la hora en que no he podido dejar a mi padre sino algunos momentos en que, tras un delirio espantoso, duerme algunos instantes, aunque atormentado de pesadillas. Y ésta es la hora en que Ricardo aún no ha dejado a su madre, porque tras un desmayo le sobreviene otro desmayo. ¿Quiere V. cosa mas triste?
-No, triste no, extraña. Hasta cierto punto divertida por sus incidencias; de todos modos inexplicable en sus motivos. Esos dos padres parecen dos locos. Tienen hija e hijo pintiparados para un excelente matrimonio; el muchacho buen mozo, la muchacha hermosísima; ambos jóvenes, apasionados, ricos. Y en vez de agarrarse a esta coyuntura como a un puerto de salud y de refugio, lo retardan, lo impiden, lo imposibilitan tristemente con escrúpulos de monja, con escenas de melodramas, con ridiculeces incomprensibles. Chica: errar o quitar el banco. Yo, si fuera de vosotros dos, diría: o nos casáis, o tenéis que prepararlo, a él para misa cantano, a mí para un mongío. En mi tiempo, los padres, que no querían casar a sus hijos, les daban un beneficio, les ponían la beca del seminario más próximo, les obligaban a cantar misa. Aún recuerdo la bandera blanca en la torre de nuestra aldea cuando cantó misa un primo mío, y los recentales, y los tostones, y los bizcochos, y las empanadas que nos regalaron nuestros amigos y convecinos con tan fausto motivo para una comida digna del buen Camacho, y cuyos varios vinillos hicieron hablar al predicador en la sobremesa más de lo que por iluminación del Espíritu Santo había hablado en el púlpito. Las muchachas a quienes impedían casarse, las encerraban en los conventos, las metían a esposas de Cristo, privándolas de toda relación con el mundo. Me parece que estoy viendo a mi prima Prisca con su traje de color de yema, adornado de redes y madroños verdes; con su pañuelo de Manila, más florido que Mayo; con su mantilla de blonda, más blanca que la espuma; con más collares que un platero, más brazaletes que una maga, más plumas que un pájaro, más piedras que un relicario, más coloretes que un cuadro, despojándose de todas aquellas galas y reduciendo su persona a las cuatro paredes de un convento, donde podía asegurarse que la habían enterrado viva.
Cuando estaba el buen marqués de la Tafalera en esta parte de su peroración, aparece pálido, desceñido, preocupado como quien acaba de sufrir una gran desgracia, el bueno de Ricardo. Elena, al verlo llegar así, le creyó enfermo, quizás herido, y corrió como a socorrerlo y a curarlo. En efecto, apenas respiraba. Sus ojos tenían singular extravío. Temblaban sus manos como si estuvieran azogadas. Y los espasmos de un grande escalofrío corrían por todo su cuerpo. Sin embargo, al ver a Elena, pareció serenarse un poco, y fijó en ella una mirada de supremo amor.
-Ricardo, ¿qué ha sucedido?
-Elena, después de sus desmayos me ha llamado mi madre y me ha dicho con grandes angustias, entre sollozos y ataques de nervios, que precisa renunciar para siempre a nuestro enlace.
-¡Ricardo! exclamó Elena cubriéndose el rostro con las manos y sin poder proferir ninguna otra palabra porque los sollozos le cortaban la respiración y le anudaban la voz en la garganta.
-¿Qué dices? preguntó el marqués maravillado de tan extraña salida.
-Ya lo ha oído V., marqués. Lo que imaginábamos principio de nuestra dicha, ha pasado a principio de nuestra desdicha. Los padres, a quienes creíamos halagar con nuestro matrimonio, han debido tener una entrevista terrible cuyo secreto nadie puede penetrar, y uno y otro están malos, y uno y otro demuestran que la enfermedad proviene de la violencia de sus sentimientos y del choque eléctrico de sus ideas.
-Estoy para volverme loco, mi querido Ricardo. En los largos años que llevo de vida, no he visto ni creo tornar a ver cosa como ésta. Cuidado que un veterano de la corte de Cárlos IV debe estar acostumbrado a historias, comedias, tragedias y sainetes. Pues no recuerdo un paso semejante; y si me apuras, creo no haberlo jamás leído ni en la novela más inverosímil. Dos jóvenes como vosotros,galan incomparable, muchacha divina, se acercan por sus propias inspiraciones y por las leyes de la naturaleza y la voz del mundo entero a una felicidad completa, y les corta el paso la negativa de sus padres, que ni se conocen ni se han visto nunca, ni quieren revelar la causa de su disentimiento, pues supongo que nada habrá dicho mamá.
-Nada. Estaba de tal suerte, que nunca la vi tan demudada. Tendida en su lecho, parecía una estatua yacente. La color tomaba una blancura tal, como si no corriese por sus venas ni una gota de sangre. El cabello le caía en desorden sobre los hombros y las espaldas. Afiladas las manos y flacas, a guisa de las extremidades de un cadáver, se movían como si quisieran asir algún objeto. Sus ojos me miraban con una expresión de dolor que no he sorprendido nunca en su dolorida vista. Y sacando una voz cavernosa de su pecho destrozado, díjome, con aire de misterio: Hijo mío, no pienses en esa boda. Es imposible. Y volvió a caer en un nuevo síncope, sin darme ninguna explicación y sin añadir una sola palabra.
-¡Dios mío!, exclamó Elena levantando los brazos al cielo: ¡Dios mío, qué dolor! Hace tres días era la mujer más feliz del mundo y hoy me siento la más desgraciada. Y no puedo adivinar la causa de mi desgracia; no puedo comprenderla para tratar de remediarla.
-Vamos, si todo esto continúa así, vais a moriros, dijo el marqués.
-Y no tendrá remedio. El corazón se me parte en mil pedazos, añadió Elena.
-Pues sería una gracia que a esa edad, con tanta vida, cuando comenzáis a entrar en el mundo, teniendo que dar tantos hijos útiles a la humanidad y a la patria, por un capricho de vuestros misteriosos padres, vayáis a contrariar los mandatos de Dios. Casaos por encima del gallo de la pasión y del lucero del alba, si os place.
-Pero ¿cómo? preguntó Ricardo.
-Bastante me importaría a mí esa oposición. Los padres gritan al principio, por cualquier capricho, y en cuanto ven la resolución de sus hijos, se ablandan y se entregan.
-Me parece difícil conseguir esa blandura de los nuestros, a lo menos del mío, observó Elena.
-¿También ha querido disuadirte? le preguntó Ricardo.
-No ha dicho una palabra; pero en sus gestos, en sus ademanes, en sus frases entrecortadas, en los apretones de manos, en las miradas de dolor, descubro que algo gravísimo debe decirme, que le mueve anticipadamente a compasión el efecto mismo de sus palabras sobre mi alma.
-¡No hay esperanza ninguna!
Exclamó Ricardo con los ojos fijos en el cielo, como pidiéndole un milagro capaz de conjurar su desgracia.
-¿Cómo que no hay esperanza ninguna? exclamó el marqués. Si os amáis, no tenéis que consultar a nadie sino a vuestros corazones. En el sentimiento no impera ni la propia voluntad. Buen caso haría yo de las voluntades ajenas. La patria potestad no es un absoluto derecho de vida y muerte como en otros apartados tiempos. Hoy, el Abraham que cogiese el cuchillo para inmolar a su hijo, siquier mostrase como fiador de tamaño crimen al mismo Padre Eterno, le condenarían a cadena perpetua o al palo, por tentativa frustrada de parricidio. Pues esos padres vuestros quieren inmolar algo superior a la vida, el órgano de los grandes sentimientos, el corazón. No lo consintáis. Sed con ellos deferentes, hasta el extremo último que os permitan vuestras fuerzas. Pero, en llegando a ese extremo, revolveos contra su tiranía y haced vuestra santa voluntad.
-Pero ¿cómo?
Preguntó Ricardo.
-¿Cómo? ¡Qué lo pregunte eso un joven de tus años en esta bendita centuria! Diríase que te han educado en convento de monjas. Aplica el oído a las palpitaciones de tu corazón, y pregúntale si es verdad o no tu amor. Si puedes vivir sin tu amada; si lo que llamabas pasión era capricho; si el hervor de tu sangre resultaba tan superficial y tan fugaz como la erupción cutánea de cualquier niño; si no amabas, a pesar de las infinitas frases con que embellecías ese amor, toma retórico antes que vida de la vida; véte en buen hora y no vuelvas a mirar a la joven a quien has herido con una declaración engañosa, para abandonarla al primer gesto de tu madre, como pudieras abandonar en la infancia cualquier objeto frágil o precioso, vedado a tus juegos en el momento mismo de echarle mano.
-Señor marqués; la suposición no más de que mi amor pudiese aparecer como una burla, es injuriosa. Toda la intensidad de pasión que puede caber en el pecho de un joven, toda cabe en mi pecho enamorado hasta el fanatismo. Mirad; cuanto pueda sonreír a la vida, me sonríe a mí; juventud, riqueza, estimación universal.. Pues nada de esto quiero sin Elena. La privación de su amor, sería como la privación del aire para mí. Creedlo; al golpe de semejante desgracia, sobrevendría la muerte.
-Lo mismo digo yo, Ricardo. Creo imposible vivir sin ti.
-No os engañéis. No digáis de esas frases vulgares, las cuales duran tanto como el soplo de aire que las recoge y que se las lleva. Si es verdad todo cuanto decís; si estáis resueltos a pasar la vida juntos; si fuera de vuestro amor no respiráis; si no podéis vivir separados; si concebís que toda felicidad depende por completo de vuestra eterna unión; decidíos a seguir los impulsos del alma, y desafiad todas las resistencias, avasallándolas con vuestra voluntad incontrastable.
-¿Cómo? Pregunto otra vez, y no os incomodéis a mis preguntas.
-¡Ah! No amáis como decís. Sabéis cantar el amor; no sabéis sentirlo. Si lo sintierais, ya veríais cómo calan a vuestras plantas todos los obstáculos y cómo cedían a vuestra voluntad todas las resistencias. Estas grandes pasiones se abren paso por cualquier parte, y todo lo arrollan y lo arrastran todo en su impetuosísima corriente. Se abandona por ellas el hogar, la familia, la patria. El imperio que sobre nosotros ejercen sólo puede disculparse por la intensidad que naturalmente tienen.
-Nos aconsejáis una rebelión abierta.
-Sí, una rebelión. Pero conste que no debéis intentarla por mis consejos sino por vuestros arrebatos. Si para un acto de esta clase no tenéis más motivo que unas palabras de mis labios, renunciad a él, porque sentiréis el remordimiento, y no sentiréis el goce.
-¡Dio mío, abandonar a mi padre equivale a asesinarle!
Exclamó Elena.
-Pues quédate con tu padre. Cuídalo si tanto te necesita. Vive a su lado. No te apartes de él un momento. Pero no digas que amas cuando no prefieres el amor a todo, a familia, a hogar, a amigas, a padre, a religión. Por un beso del ser amado se debe dar hasta la eternidad. Eso es pasión; lo demás es retórica.
-Pero recapacitad, marqués, un poco. Yo debí ser el primero en dolerme del dolor de Elena por la separación de su padre, y no me duelo. Nosotros no aspirábamos a una de esas pasiones trágicas de teatro, que tienen varias escenas sobrehumanas, y luego pasan con la noche en que se representan. Nosotros aspirábamos a una pasión prosaica, vulgar, que nos juntase bajo el mismo techo, que nos diese la misma vida, que nos rodease de nuestra familia, de nuestros parientes, de nuestros padres; cielo sereno, iluminado por una perenne claridad, donde todo contribuyese a la ventura común, el amor legitimo respetado por la sociedad entera, el cariño de la familia unida, el ejercicio de virtudes sencillas y modestas, el recuerdo de lo pasado sin sombras, el presentimiento de lo porvenir sin dolores, el culto tranquilo de dos corazones confundidos, la esperanza segura en el encuentro de nuestras almas, ¡oh! más allá de la muerte. Para esto necesitábamos que todo fuese santo en el hogar. Ante Dios nos hacía falta la oración de sus sacerdotes, ante el mundo la firma de sus magistrados y el consentimiento de sus leyes, ante nuestra conciencia, para que en la nueva vida no hubiese ni una espina ni un remordimiento, la bendición de-nuestros padres.
-Magníficamente parlado. Ni un tilde se puede enmendar en ese perfecto discurso. Pero quien piensa con esa madurez y habla con esa corrección, debe meterse a predicador, a fraile, a misionero, a moralista, llevando sobre la cabeza un bonete, bajo los pies un púlpito, en la mano derecha el Crucifijo, en la mano izquierda el hisopo, para predicar noche y día virtud a las gentes, pero no meterse a amar con todo el ímpetu propio de las humanas pasiones.
-Pero ¿qué hacer?
Preguntó Elena.
-Yo os aconsejo...
Y Tafalera suspendió su consejo, como si él mismo lo temiese.
-¿Qué?
Preguntó Ricardo.
-Nada.
Dijo enfadado el marqués.
-¡Qué mal genio!
Observó Elena.
-¡Mal genio! Eso podéis decir todavía.
-Os hemos pedido un consejo.
-Pero en cosas tales no se aconseja uno de éste ni del otro, sino del propio corazón, del propio sentimiento.
-¿Qué haríais en nuestro lugar?
-Yo, Yo.
-Vos.
-Lo primero no pedir consejo.
-¿Y lo segundo?
-Echar a correr. Apelar a la estratagema de la fuga. Cuando vieran vuestros padres que había un rapto en toda regla, ya se darían a partido, consintiendo en lo que ahora indudablemente rechazan.
-Mi padre me mataba.
Dijo Elena.
-Mi madre se moría de dolor.
Dijo Ricardo.
-Pues al claustro, muchachos, tú sacristán, ella monja. De esa categoría son vuestros escrúpulos.
-Nuestras observaciones, le replicó Ricardo, prueban que sentimos la triste negativa, pero no prueban que dejemos de arrostrarlo todo cuando sea preciso.
-Yo estoy dispuesta a obedecer a mi padre hasta el último extremo; pero también dispuesta, si no pudiera vencerlo, a seguirte a ti, a quien desde el día de mi juramento considero como mi esposo. Díme el camino que he de tomar, y lo tomaré sin recelo.
-Tanto más, añadió el viejo marqués, frotándose las manos de gozo, cuanto que tenéis un guardián de vuestra honra y un fiador de vuestro buen proceder. Para salvar todos los escrúpulos, yo me voy con vosotros, y no os dejo solos ni un momento, sino después que hayáis recibido la bendición del cura y entrado en la cofradía de los casados. Por consiguiente, manos a la obra. Arreglémoslo todo. Cuando nos echen de menos que estemos en Francia. Ya veréis así que oigan la campanada de vuestra fuga, así que sepan la resolución de vuestra suerte, así que vean cómo, de insistir en sus trece, solamente cosecharán la muerte o la deshonra de sus hijos, llamarse a andana, y en cuatro días casaros.
Elena temblaba de pies a cabeza, pero con tal estrépito, que a distancia se oía el rechinamiento de sus dientes. Ricardo, pálido, ojeroso, agitadísimo, pensaba con horror en la pena que iba a dar a su madre esta triste resolución, por la cual podía quedar abandonada a mayor soledad. Así es que, aún no había convenido en el supremo recurso aconsejado por la incorregible travesura del viejo Tafalera, cuando se le ocurrieron algunas observaciones que lo templaban. Su madre se aparecía a sus ojos, viuda, desolada, sola, y le helaba materialmente el corazón perdidamente enamorado de Elena.
-Yo me resuelvo a todo.
Dijo, venciéndose con sumo esfuerzo.
-Y yo también.
Añadió Elena.
-Pues mañana mismo el rapto; mañana mismo la fuga.
-Pero no puedo decidirme sin haber apurado todos los medios.
Observó Ricardo.
-Ni yo tampoco.
Añadió Elena.
-Necesito una suprema apelación a mi madre.
-Y yo otra suprema apelación a mi padre.
-Tomáos todo el tiempo que os pida el gusto. Mas no olvidéis que para impulsar a los demás a grandes resoluciones, no hay cosa como tenerlas fuertemente decididas uno mismo. El calor de los sentimientos tiene algo de irradiante y de comunicativo. Para decidirlos a ellos empezaos por decidiros vosotros mismos a una suprema resolución.
-Decididos.
Exclamaron a un tiempo Elena y Ricardo.
-Pues lo más pronto posible, fuga y rapto, toda una pieza de teatro.