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Ricardo/Capítulo XX

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XX

Capítulo XX

Desenlaces necesarios

El viejo marqués de la Tafalera y el joven conde de la Floresta departían, paseándose por el jardín, sobre los sucesos, cuyos funestos golpes acababan de sobrecoger a la familia. Envuelta en misterios impenetrables su causa, perdíanse ambos a dos en conjeturas, a cual más descabelladas. La venida de Carolina a pedir la mano de Elena; la interminable entrevista con Antonio; los trasportes de amor al tropezar con la futura nuera; el resultado tristísimo de la negativa incontrastable a todo enlace; la extraña enfermedad de Antonio, que ya tenía accesos cuasi epilépticos, ya una paz rayana con la indiferencia, enfermedad a veces agravada por un delirio continuo, en el cual decía palabras incoherentes, indescifrables, pero verdaderamente siniestras y trágicas; todos estos sucesos eran propios a romper la cabeza más bien organizada si trataba de elevarse hasta el claro conocimiento de sus causas. ¿Por qué Antonio repugnaba un marido americano para su hija? ¿Por qué, a pesar de esta repugnancia, dio el consentimiento al matrimonio con Ricardo? ¿Por que aseguró Ricardo que por parte de su madre no habría ningún inconveniente en demandar la mano de Elena y consentir la boda? ¿Por qué, al presentarse Carolina en aquel palacio, todo se descompuso? ¿Por qué en el momento mismo de descomponerse todo, Carolina mostró aquel amor exaltadísimo, digno de una madre apasionada, a la herida Elena? ¿Por qué después de esta manifestación de sus afectos se encerró en una completa negativa al deseado enlace? ¿Por qué Antonio se negó también, con verdadero furor, después de haber convenido con verdadera complacencia? ¿Por qué de resultas de su negativa cayó en cama con ataques de nervios, asaltos de fiebre y violencias de verdadero delirio? Imposible dar con la causa de todos estos extraños incidentes.

Pero sobrevino después de tantas rarezas el caso más raro y más inesperado. Movidos por los consejos y las excitaciones del conde de la Tafalera, gran amigo de ultimar matrimonios felices; arrastrados por sus propios corazones, presa de grande exaltación; los dos jóvenes acababan de convenir en una fuga pedida a gritos por su pasión y necesaria para arrancar a la necesidad el negado consentimiento. Todo estaba dispuesto a este trance, último recurso de la desesperación. Ricardo se apartó momentáneamente de su amada con ánimo de volver a llevársela consigo. Para dar al acto la gravedad posible, el viejo marqués se comprometía a acompañar a los novios, escudándolos de esa suerte con su autoridad, si no a los ojos del mundo, a los ojos de la familia. Señalada la hora, Elena esperaba sin detenerse siquiera ante la enfermedad de su padre, reconocida por los médicos como consecuencia de su estado moral, y que, por lo mismo, pasaba del delirio a la paz, de la fiebre al frío, de la mayor gravedad a la completa salud, a medida que se condensaban o se desvanecían sus varias emociones. Los dos jóvenes, discurriendo con el extravío propio de todas las pasiones y pensando que toda duda se acabaría en cuanto ellos mostrasen verdadera resolución, imaginaban vencer fácilmente la resistencia de sus padres con supremas e irrevocables determinaciones, como la de huir a su tutela y juntarse bajo un mismo techo, como juntos y confundidos estaban en el seno de un exaltado amor. Ignorantes de la causa real que los separaba, atribuían a empeño del capricho lo que era imposición de la necesidad. Elena aguardaba con impaciencia la llegada de Ricardo a la hora convenida. El marqués se rejuvenecía al calor de la aventura, que le devolvió todo el júbilo de sus primeros años. Pero ¡cuál no sería el asombro de ambos al recibir una carta solemne, triste, desgarradora, de Ricardo, diciendo como revocaba, no solamente su proyectada fuga, sino toda esperanza de enlace, convencido como Carolina y como Antonio de su completa imposibilidad! Ya puede todo el mundo figurarse qué comentarios saldrían de los labios de Tafalera, qué reflexiones tan extrañas, qué ideas tan originales sobre la pacata juventud de su tiempo, la cual, fingiendo amores, en cuya virtud parecía librar lo porvenir, según tantas frases bellísimas y tantos actos de exaltación y de apasionamiento, al llegar el trance de una resolución definitiva y suprema, lejos de correr al goce como la mariposa a la luz o como la piedra al centro de gravedad, se detenía, se retiraba por escrúpulos, ni siquiera explicables y comprensibles, aceptando con tristeza, pero también con resignación, la pérdida. de toda una esperanza cuyo calor aparecía en otro tiempo como el mismo calor de la existencia.

-Se va V. a volver loco, mi querido tío, le decía su sobrino el conde de la Floresta.

-Calla, hombre, si no puedo creer a mis propios ojos. Estoy tan rabioso, que si mordiera, mi mordedura daría rabia como la del perro hidrófobo.

-Serénese V., que le va a costar el dichoso asunto una enfermedad.

-Aquí todos nos pondremos enfermos; es verdad. Pero la enfermedad más general resultará la menos sentida y proclamada, la locura. Nos sucede con tal estado de nuestra alma lo mismo que le sucede al tísico con la enfermedad que aqueja a su cuerpo; no la conoce, y toma la fiebre de su sangre por un exceso de vida, como nosotros tomamos ahora el estado de nuestro entendimiento por una vislumbre de razón. Pero ni hay tal vislumbre ni tal niño muerto. Todos estamos locos; porque cuanto sucede aquí es antinatural, antiracional, absurdo e imposible.

-Serénese V., repito, y tenga un poco más de calma. Es verdad que hay para volverse locos por tanta rara coincidencia; pero también es verdad que no se alcanza cosa alguna de provecho rompiéndose la mollera en reflexiones y comentarios embrollados, en cuyas sinuosidades puede perderse y extraviarse el más sólido y más grave cerebro.

-No puedo comprender cómo es la presente generación; no puedo, ni nadie sería capaz de comprenderlo. En mi tiempo para acercarse a una niña se necesitaba burlar el cuidado de los padres, del aya que había sustituido a la antigua dueña, del paje, del lacayo, del cura que decía misa en el oratorio de la casa y tomaba el chocolate y rezaba, el rosario con la mamá, de tantos cancerberos como circuían y guardaban en inexpugnable fortaleza a una verdadera hermosura. Y sin embargo, lo burlábamos todo. Ahora sucede lo contrario: las niñas están casi, casi, a la mano; y esos bergantes, indignos de sus gloriosos antecesores, ni fuerza tienen para coger el fruto que les toca en los labios. Un matrimonio ya hecho, arreglado, convenido, se deshace por una genialidad de los dichosos padres, genialidad inexplicable: y ese mandria de Ricardo, en vez de apelar a un rapto, a una fuga, a lo que haría el último de los hombres ¡ay! escribe, como pobre cuitado, una carta, en la cual, ¡estúpido! lo da todo por concluido, por roto, y aconseja a la mujer querida nada menos que el amor a otro novio. Nada queda ya en el mundo, ni amor, ni celos, ni odios, ni venganzas, ni virtudes. Lo bueno y lo malo se acaban juntamente a causa de una vida vulgar, monótona, uniforme, en cuyo fondo gris no sucede cosa alguna. Esta pasión debía concluir por el rapto o por el suicidio. y concluye de la más prosaica manera, adhiriéndose el muchacho de la noche a la mañana al insensato parecer de sus desatentados padres, y aconsejando nada menos que otro novio a su amada, extinto completamente su amor, puesto que se han extinguido las llamas visibles del amor, los celos. Y luego querréis que yo, pobre viejo, en cuya gastada osamenta, próxima a descomponerse en la muerte, aún se conserva el rescoldo de las antiguas pasiones, animando mi voluntad y encendiendo mi sangre, transija de ninguna manera con esta juventud, atea en religión, escéptica en filosofía, egoísta en moral, utilitaria en política, juventud que calcula así la felicidad como el amor matemáticamente, que aconseja con frialdad un nuevo amador a la mujer a quien acaba de abandonar; que ni siente ni padece, como si en vez de alentarse al fuego de las pasiones, naturales en sus años, recibiera ya el hielo de la vejez, confundiéndose por lo fría, por lo inerte, por lo rígida, con esos fósiles perdidos en las entrañas del planeta y dotados de todas las apariencias y todas las formas del organismo, pero sin un solo soplo de animación, ni una sola centella de vida.

-No maldigáis, dijo el conde de la Floresta a su tío, no maldigáis por un solo joven a toda la juventud española. El defecto de la generalización, tan frecuente en las naturalezas meridionales, esa tendencia incontrastable a deducir de lo particular lo general, nos lleva por necesidad a mil errores. De lo hecho por Ricardo no deduzca V. en manera alguna que pudiesen proceder así todos los jóvenes de nuestro tiempo.

-Ricardo es el mejor de los jóvenes que he conocido; y cuando el mejor procede así, ¿cómo procederán los demás?

-La vida humana aparece como un misterio continuo. No podemos juzgar las acciones humanas, porque no podemos conocer sus móviles. Donde creemos que hay una falta, resulta por el motivo determinante una virtud. Donde nos parece que hay una virtud, resulta por los móviles una falta. Solamente Dios conoce las acciones humanas, porque solamente Dios escudriña sus móviles, misterios muchas veces insondables para nosotros, los míseros mortales.

-No hay móvil ninguno que pueda justificar ese cambio tan brusco, ese tránsito tan rápido desde el amor más exaltado al desvío más triste. Ricardo se ha gozado en subir tan alto, como a las cimas del cielo, a nuestra Elena para lanzarla desde allí a los más hondos abismos. Este amor reproduce la fábula del águila y la tortuga.

-Caso extraño, cuya razón no se alcanza a nuestra débil inteligencia, la cual penetra más fácilmente en el fondo de los abismos del cielo que en el fondo de los abismos del alma.

-Y es necesario casar a toda costa y a toda prisa la pobre Elena, sea con quien quiera.

-Imposible en estos momentos, con el corazón despedazado por completo, con la amargura de los desengaños en los labios, con el sentimiento todavía vivo, sin que el tiempo haya ejercido su virtud ni en los ojos se hayan secado las lágrimas.

-Pero ¿no comprendes que este rompimiento súbito ha de engendrar hablillas innumerables?

-Lo comprendo.

-¿No comprendes que el único medio de conjurar esas hablillas se encuentra en constituir pronto una familia para Elena, y en procurarle un buen matrimonio?

-También es verdad.

-Pues apresurémonos. Ahí está el bueno de Jaime, joven tan generoso, tan valiente, tan liberal, tan desprendido como el mismo Ricardo, y a quien tarde o temprano amaría Elena.

-Difícil me parece.

-Mas, imposible el matrimonio con Ricardo, no ha de quedarse nuestra Elena para vestir santos, ni ha de ser con el tiempo una de esas cotorronas que padecen de los nervios, y fastidian a cuantos las tratan con sus desmayos, sus histéricos, sus aprensiones, sus patatuses. Líbrenos el cielo. Hay que darle marido, y pronto, muy pronto. Y de darle marido, ninguno como Jaime, que mil veces me ha hablado de su pasión exaltada con las lágrimas en los ojos; corazón de oro, inteligencia de fuego, voluntad de hierro; valiente, como un Cid; entusiasta como un joven de mi tiempo; sin escrúpulos de monja ni repulgos de empanada, cual ese adamado Ricardo; y tan capaz de tomar una fortaleza como de rendir un alma; resuelto en sus decisiones, tenaz en sus propósitos, constante en sus afectos, consecuentísimo con sus ideas, modesto en sus virtudes, y a quien creo bastante elevado para dar la felicidad a toda una nación, y con mayor motivo a la delicada alma de una tierna niña, que sólo quiere lo más fácil y más hacedero en este bajo mundo: amar y ser amada.

-Miradla, ahí viene, pálida y triste.

-Respetemos su dolor, dijo Tafalera, en estos primeros y supremos instantes de su natural explosión. Nada más difícil que contrariarlo cuando en explayarse encuentra su único alivio.

En verdad, así que se emboscaron por el jardín los dos interlocutores, apareció Elena. El peinador blanco que la cubría, el cabello en desorden que le flotaba sobre la espalda, dábanle aspecto de trágica aparición. Aquella frente, en otro tiempo tan tersa, tenía arrugas, como si en concebir pensamiento extraño se esforzase; aquellos ojos tan brillantes, que despedían chispas de vida, alzábanse ahora al cielo, cual si nada les llamase ya la atención, ni pudiera fijarlos en la tierra, semejándose su mirada dulce y triste a la mirada de esas almas místicas o en pena que suspiran por la redención, o que se esfuerzan por subir a otro mundo mejor desde este bajo mundo. Palabras incoherentes salían de sus labios, palabras parecidas a los tristísimos gorjeos del ave cuando se encuentra abandonada de su querida pareja o separada del nido donde pían sus idolatrados polluelos. En sus manos crispadas tenía una carta, y si alguna vez bajaba sus ojos era para fijarlos en aquellos renglones sobre los cuales caían, después de la lectura, hilo a hilo sus lágrimas.