Ricardo/Capítulo XXI

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XXI

Capítulo XXI

Adiós para siempre

Elena: hemos acusado injustamente a nuestros padres. Cuando me apercibía con toda resolución a la fuga proyectada he sabido por inesperadas revelaciones la irremediable imposibilidad de nuestro matrimonio. La naturaleza, el mundo, la sangre que corre por nuestras venas, todo cuanto creíamos que nos llamaba a la misma suerte y nos requería a confundirnos en el mismo amor, todo nos separa y nos aparta con invencible separación y apartamiento. Sabe el hecho, Elena mía, no sepas la causa. Resígnate a la voluntad de Dios, y no acuses ni a tu padre, ni a mi madre; sobre todo, no acuses a tu infeliz Ricardo, que acaba de recibir en mitad del corazón una herida de muerte, a la cual no sobrevivirá mucho tiempo su débil naturaleza. A pesar de la aparente tranquilidad que reina en mis expresiones, a pesar del trazo segurísimo de estas lineas y de estas letras; si oyeras al través de la distancia los suspiros que me cuestan, si presenciaras los estremecimientos que me obligan a separar la pluma del papel, y las lágrimas que inundan mis mejillas y ciegan mis ojos, acaso me perdonarías en este trance, comprendiendo que tan sólo te doy un sorbo de la hiel con que destrozo ahora mis entrañas y acabo mi existencia.

Me separé de ti con ánimo de volver a unirme contigo para siempre. Caí a los pies de mi desolada madre pidiéndola una bendición sobre nuestras frentes que debía ser la bendición del cielo. Sentí, pensé, desde el momento que tuve la dicha de verte, ligar mi vida con tu vida, hacer de nuestras dos almas una misma y sola alma allá en los cielos, donde las almas se juntan y se confunden, allá en los cielos del amor. Comprende que la tierra donde pensaba vivir se ha desquiciado bajo mis plantas; que el horizonte a que creí deber aire y luz se ha venido en cenizas sobre mi cabeza; que la estrella única de mi vida se ha extinguido como un fuego fatuo; y que ando a tientas, entre ruinas, desconociéndome ya a mí mismo, como si fuera una sombra disipada en los abismos de la muerte.

¿Qué dirás de mí cuando recibas esta carta? ¿Qué idea te formarás del joven a quien acabas de ver rendido a tus plantas, ofreciéndote una mano, que retira de pronto, sin razón y sin motivo plausibles? Amar a un ser, confundirle con el ser propio; no aspirar a otra luz que la luz de sus ojos; no vivir en otra atmósfera que sus blandos suspiros; unir a sus ilusiones nuestras ilusiones y a sus esperanzas nuestras esperanzas; ver al través de su existencia así la vida como la muerte, así el tiempo como la eternidad; preferir su voz a todas las melodías del Universo y del arte, su protección a las fuerzas de la Naturaleza y su amparo al amparo mismo de la Providencia; y luego, en un solo día, perderlo para siempre, y perder con él todo cuanto nos ataba a la tierra, ¡oh! es una pena tal, que a su acerbidad no puede, no, resistir por mucho tiempo nuestra vida.

¡Cuán preferible contemplar el ser amado exánime y muerto! No respira, es verdad; no vive; dolor acerbísimo. Mas saber que respira y no respira en nuestra misma atmósfera; saber que vive y no vive en nuestra misma vida; saber que habla y no habla para halagar nuestros oídos, ¡oh! es un tormento tan cruel, que descoyunta nuestra alma. Mucho más felices que ahora seríamos reducidos a cenizas y encerrados en la misma sepultura, donde confundidos nuestros átomos, no pudiesen unos de otros separarse. El frío de la muerte había de convertirse en calor más fecundante que el calor del Sol a la llama de nuestros amores.

Pero, ¿a dónde voy? ¿Qué pensamientos pasan por mi cerebro destrozado? ¿Qué locuras me atrevo a escribir, injuriando a Dios, injuriándote a ti, injuriándome a mí mismo? Perdona este momento de extravío, en el cual no volveré a caer. Nuestro afecto debe quedar reducido a una sencilla amistad, porque así lo manda el deber. Y al cumplimiento del deber no podemos sustraernos sin subvertir esas eternas leyes morales por cuya virtud penden nuestras almas de Dios. Elena, he dejado para siempre de ser tu amante. No hay poder humano que tuviese ni fuerza ni autoridad para hacerme tu marido. Debemos renunciar por toda una eternidad al cariño exaltado que nos profesábamos. Debemos querernos tranquilamente como dos amigos, como si hubiéramos nacido del mismo seno y criádonos en el mismo regazo. A la exaltación tiene que suceder precisamente una serenidad bien distante de las antiguas tempestades. Hé ahí lo que exige de nosotros el deber; hé ahí lo que tu Ricardo está dispuesto a cumplir con todas sus fuerzas y a observar en toda la duración de su vida. No hay remedio. Así lo requiere la fatalidad.

Cuando lo supe, no sabía qué decir, a quién acusar, de quién dolerme y quejarme. Instintivamente llevaba la mano al corazón y creía acabados sus latidos. Erré algunos minutos por mi casa, sin saber a dónde iba y de dónde venía, como si hubiera salido del tiempo y del espacio. Luego entré en mi cuarto y caí de rodillas ante un crucifijo, hermoso objeto de arte, convertido, por el estado de mi ánimo en santo objeto de religión. Yo no sabía, sin embargo, qué pedirle cuando estaba cierto de que no podía concederme lo único deseable, tu amor y tus caricias. Le pedí un claustro ruinoso cubierto de zarzas y de yedras; una sepultura sobre la cual creciesen las ortigas y la cicuta; lágrimas, siquiera fuesen del rocío; miradas, siquiera fuesen de la luna, para la tierra removida; los brazos de una cruz de piedra extendiendo su sombra sacrosanta y guardando la eterna rigidez de mi cadáver. Pero entonces recordé cómo no hay átomo que se pierda y se aniquile; entonces recordé cómo el aliento que se escapa de mi pecho vuela a depositarse en el cáliz de las flores y a pintar sus hojas; cómo las moléculas que circulan por mi cuerpo, venidas quizás de un astro lejano por virtud del calor y de la luz universal, van a juntarse en nuevos seres sin que ninguno de ellos se pierda o se aniquile; y creí y proclamé la inmortalidad, tan solo para esperar encontrarte en otro mundo mejor cuando desceñidos de la manchada materia y en toda su pureza la esencia de nuestro ser, podamos amarnos en la eternidad como las almas aman a Dios en la bienaventuranza.

Y todos estos pensamientos, extraños en mi desesperación, se condensaron sobre una sola idea fija, sobre la idea de mi muerte. Matarme parecíame tanto como dudar de la eficacia de mi dolor y de su crueldad. Para acabar pronto no hé menester más arma que esta pena mía, elavándose y hundiéndose en lo profundo de mi corazón y de mis entrañas. Yo estoy seguro, segurísimo, de que pronto, muy pronto, habrá de dar estrecha cuenta de mí esta idea: no somos hoy lo que éramos ayer. Hora maldita en que supe tamaña desventura, ¿por qué antes de revelármela no me aniquilaste? Feliz hubiera muerto sin conocer este dolor, el más cruel sin duda alguna de todos los dolores humanos. He querido borrar de mi pensamiento el triste suceso; volver a mi anterior estado, siquiera por un minuto; departir con las flores de mis macetas y las avecillas de mis pajareras, a las cuales contaba yo con la muda elocuencia de los suspiros tu amor y mi felicidad. Pero ¿son las mismas? No deben ser, porque me han parecido las unas marchitas y tristísimas las otras. No deben ser, porque no han sonreído las flores ni han gorjeado las aves como antes sonreían y gorjeaban. En mi pena me he arrojado sobre el lecho como si me extendiera en el sepulcro. He llorado mucho y no he conseguido descargarme de mi aflicción. Desesperado, he corrido a la calle para huir de mi hogar a ver si huía de mí mismo. Las gentes me miraban con extrañeza, sin duda por lo desceñido de mi traje, por lo demudado de mi rostro, por lo descompuesto de mi cabello en desorden. Afortunadamente era ya de noche, y no podía notarse mi pena como de día, a cuya luz hubiera con seguridad hecho exactamente lo mismo. Ignoro si fue mi instinto o si fue la Providencia quien me condujo hasta las puertas de un cementerio. Pero recuerdo que entré, que pisé los huesos, que removí la tierra, que palpé las sepulcrales lápidas, que ví el reflejo siniestro de los fuegos fatuos y el siniestro mirar del buho y de la lechuza, que me revolqué sobre aquellas plantas, agarrándome a las ramas de los cipreses como a un último asidero en mi naufragio. Mis brazos volvieron a levantarse al cielo; mis labios volvieron a invocar a Dios. No le pedía cosa alguna; pedíale tan solo el aniquilamiento perpetuo, el sueño eterno. Las estrellas que tantas veces habíamos mirado juntos en las noches de estío, cuando embebecidos uno en otro buscábamos con nuestros ojos lo infinito, me parecían lámparas funerarias, tristes como esta misma tierra en que hemos sido tú y yo tan desgraciados. Y ¿cómo habían de parecerme otra cosa, cuando estaba seguro de que la esencia de tu aliento no subiría hasta mis labios entreabiertos; de que el rayo de tu mirada no penetraría como una idea hasta mi cerebro; de que el crugir de tus vestiduras no halagaría mis oídos; de que la música de tu palabra no trasportaría a mundos desconocidos mis pensamientos; de que tus sedosos cabellos no rozarían mi frente; de que jamás el aire volvería a repetir esta palabra anhelada, te amo como cuando respirabas, Elena, sólo para mí, para tu amante? Entonces la tierra se hermoseaba, los cielos resplandecían con nuevos resplandores, las estrellas nos mandaban ecos de sus himnos al Creador, el Universo entero se trasparentaba como para revelarnos las santas verdades ocultas en sus senos. ¡Cuán felices éramos uno y otro! ¡Cómo nos parecía la vida inacabable! ¡Cómo el placer purísimo nos trasformaba a nuestros mismos ojos haciéndonos creer que éramos inmortales! Vivir tú para mí; vivir yo para ti: hé ahí el secreto de todo nuestro ser, la aspiración necesaria de nuestros dos corazones.

Mas ¿por que amontono todas estas cosas, ya sin ningún sentido? ¿Por qué evoco todos estos recuerdos, ya deshojados y marchitos a mis plantas? Te anuncio que la naturaleza de nuestra pasión ha cambiado, y escribo como si nada absolutamente nos hubiera sucedido a nosotros; como si estuviéramos todavía en tu jardín, a orillas de la fuente, donde se retrataban los faroles venecianos, acariciados por las auras del cielo y por las armonías de la orquesta, lanzándonos uno en brazos de otro a los vértigos del baile, no por bailar, sino por estrecharnos fuertemente y confundir las dos amorosas almas en la luz de nuestras miradas y en el aroma de nuestros alientos. No, no pensemos en eso, porque con sólo pensar perpetramos el mayor de los crímenes. Pensemos en nuestra única esperanza, en la playa serena donde arribaremos un día, en la muerte. Mi sepultura estará aquí, en España, donde te he conocido y te he amado. Escogeré la aldea meridional de cuya rada mis antepasados, los fundadores de la familia de mi madre, salieron para pelear e imperar en América. Aunque mis ojos estén huecos y vacíos, yo necesito aquella luz para calentar mis cenizas; aunque mis oídos estén sordos, yo necesito como una eterna plegaria el rumor de las ondas mediterráneas penetrando entre las tablas de mi ataúd y resonando en la cavidad de mi sepultura. Allí viene más pronto la golondrina y se calla más tarde el ruiseñor, Allí florece, en los secos torrentes, el verde laurel con que yo había soñado tantas veces Y que había creído, en las ilusiones de la juventud, propio para mis sienes. ¡Cómo te agradeceré que alguna vez recuerdes que allí están mis restos, y vayas a depositar desde cualquier punto de la tierra donde te encuentres, algunas flores regadas con tus lágrimas! Mis huesos saltarán de gozo en su soledad. Nadie deberá saber cuál ha sido mi desgracia, ni tú misma. No se la digas a ningún ser humano, porque en el mundo castíganse las desdichas fatales como si fueran culpas propias. Sin embargo, cuando veas dos flores que se mecen sobre el mismo tallo; cuando dos cansadas alondras vuelvan de su vuelo a lo infinito y por casualidad descansen un momento en las ramas de los sauces plantados sobre mi sepulcro; cuando la brisa del mar arranque su polen a una palmera para depositarlo en el cogollo de otra palmera estremecida; cuando la luna bese con sus amorosísimos rayos a su esposo, a nuestro planeta, cuéntales, a fin de que me compadezcan y lloren contigo sobre mis restos fríos, cómo yo he sido el ser malaventurado y maldito para quien el amor se convirtió, al brotar dentro de su pecho, en imposibilidad incontrastable, en verdadero crimen.

¿De qué ha servido el venir a la tierra, si en la tierra no he acertado a conocer la pasión de las pasiones, no he acertado a conocer el amor? Nadie me ama. Nadie une su existencia a la mía. No hay un pensamiento fijo siempre en mi nombre; no hay una memoria que guarde perpetuamente mi recuerdo. Al acercarme a mi casa no tengo quién me espere. Al habitarla no encuentro quién comparta ni mis alegrías ni mis penas. El día de ayer completamente falto de recuerdos; el día de mañana completamente falto de esperanzas; por toda vida un desierto. Dentro de poco, cuando mueran los seres, naturales predecesores míos en las sendas de este mundo, ni tendré. a quien llorar, ni tendré quién me llore. No veré en mi casa abandonada las próvidas manos que todo lo arreglan; la dulce sonrisa que todo lo embellece; la tierna mirada que todo lo ilumina; la melodiosa palabra que todo lo armoniza; el sentimiento, que todo lo vivifica; es decir, el cuidado, la sonrisa, la mirada, la palabra, el sentimiento de una mujer unida a mi por la elección de la Voluntad y consagrada por el óleo de la virtud, cuyo amor, sin dejar de ser un goce delirante, es al mismo tiempo en la conciencia paz, y título de consideración y de estima a los ojos del mundo. ¡Ah! Al salir de mi casa no me contarán el tiempo que estoy fuera ni me preguntarán cuándo vuelvo. Desierta y fría como la tumba misma, no se oirán las sonoras carcajadas, los ruidosos juegos, las precipitadas carreras, los dichos entrecortados, las palabras sin sentido de los sonrosados niños que vuelan como las mariposas, que pían como los nidos, que encantan como el alba, que perpetúan con su inocencia nuestra inocencia, y renuevan con su infancia en la vida nuestra propia infancia. Ningún estímulo para el trabajo; ningún incentivo para la gloria; ningún deseo de ilustrar un nombre que nadie ha de llevar; ninguna compañía grata en las largas veladas de invierno al amor de la lumbre y al borde de la chimenea; ninguna esperanza de mezclar mis huesos con otros huesos queridos en el frío seno de la muerte. Soledad, soledad, eterna soledad por todas partes; hé ahí cuanto descubro en torno mío desde este momento al momento supremo de mi muerte.

Pero ¡ah! tal estado es mucho más horrible cuando se trata de una mujer; mucho más horrible cuando de ti se trata, Elena mía. Por consiguiente, siendo imposible nuestro matrimonio (perdona las manchas de esta hoja, ¡he llorado tanto!), siendo imposible nuestro matrimonio, ruégote que no cierres tu corazón a la esperanza de ser feliz. al lado de otro hombre a quien ames al cabo como seguramente me hubieras amado a mí. No te exalte, no te extrañe esta proposición presentada por aquél, que ayer mismo hubiera inmolado con rabia a quien le disputase tu corazón o se hubiera muerto de pena al saber la existencia de un rival afortunado. Entre los muchos deberes que la fatalidad me impone, el primero quizá es también el más penoso; procurar por los medios imaginables tu ventura doméstica junto a un marido a quien ames con todo tu corazón y que con todo su corazón te ame. Pero no lo dudes; cumpliré este deber con el rigor extremo con que he cumplido todos mis deberes. Podrá costarme la vida, es verdad, pero la vida será eternamente el primero entre todos los holocaustos exigibles por la conciencia y por el deber. Escoge un marido en quien se unan las prendas corporales con las prendas morales. No te enamores de hermosas apariencias; que la hermosura externa pasa pronto, y pronto satisface, mientras la hermosura del alma guarda para cada día una sorpresa y en cada sorpresa un encanto. No te dejes llevar del instinto ciego del primer impulso de la voluntad, sino de la reflexión unida al amor; porque las obras eternas, como un matrimonio feliz, han de preparar y concluir maduramente. No atiendas a ninguna ventaja material; ni a la cuna, ni al nombre, ni a la riqueza, ni a la gloria: para amar, lo verdaderamente indispensable es el amor. Trata mucho y durante el mayor tiempo posible a la persona en cuya compañía vas a pasar toda tu existencia. Procura conocerla en todos los actos de su vida; estudiarla en todos los repliegues de su corazón, porque no sabes como la cosa más mínima decide del amor, y cómo el amor, súbitamente acabado, cuando no queda reparación ni remedio, acibara el matrimonio y emponzoña la vida. Cerciórate de que la persona elegida es digna de ti, y ha de elevarte y ennoblecerte a tus propios ojos. La mujer que pierde la estimación a su marido, cae en una degradación moral, que si no hiere su honra, pervierte su alma. Después de casada no tengas ni más teatro ni más baile que tu casa; ni más diversión que contemplar el rostro de tus hijos; ni más trabajo que la educación de aquéllos destinados a sucederte y a honrar tu nombre con sus acciones. Para realizar esta obra de abnegación solamente háber menester el amor, el amor, siempre el amor.

De mí no vuelvas a acordarte. Baja los grados de tu amor hasta convertirlo en el afecto sencillo que se profesa a un amigo, a un hermano. Para combatir la pasión que aún pudiera quedar en tu pecho, opónla esta idea, la idea de su completa imposibilidad. Yo soy como Satanás; me encuentro imposibilitado de amar. Y como me encuentro imposibilitado de amar, me encuentro también imposibilitado de vivir. Soñé un día con la libertad; pero no puedo ya servirla, puesto que no puedo tenerla para entregarla a una mujer adorada. Soñé con la ciencia; pero las otras verdades me son de todo en todo indiferentes, desde que sé a ciencia cierta esta verdad desconsoladora, que nunca seré feliz. Soñé con el arte; mas para subir a sus esferas celestes y trasformarse en su impalpable éter, hay que pedir luz a la mirada de una mujer que sea la Pitonisa de sus secretos, la Musa de sus aspiraciones, la Diosa de su religión. Ni siquiera el trabajo me llama y me atrae, pues no tiene el trabajar para quién sea, ya que este pobre solitario vive sin posteridad y sin esperanza. Por eso te pido lo único que ya puedo pedirte; un recuerdo, un suspiro, una oración, una lágrima en la hora próxima de mi muerte. Adiós, Elena, adiós para siempre.