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Robinson Crusoe/7

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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Entonces observé que las estaciones del año se podían dividir, no en invierno y verano como en Europa, sino en estaciones secas y estaciones de lluvia de la siguiente manera:


Mediados de febrero

marzo

Estación de lluvia, con el sol muy cerca del equinoccio.

mediados de abril





Mediados de abril

mayo

junio

Estación seca, con el sol hacia el norte del ecuador.

julio

Mediados de agosto


Mediados de agosto

septiembre

Estación de lluvia, con el sol regresando al equinoccio.

mediados de octubre


Mediados de octubre

noviembre

diciembre

Estación seca, con el sol hacia el sur del ecuador.

enero

mediados de febrero


La estación de lluvia era algunas veces más larga y otras más corta, según soplara el viento, pero esta era la observación general que había hecho. Después de haber experimentado las consecuencias nefastas de salir bajo la lluvia, me cuidé de abastecerme con antelación de provisiones, para no verme obligado a salir y poder permanecer en el interior tanto como fuese posible durante los meses de lluvia.

Esta vez encontré una ocupación (muy adecuada para la estación) pues me faltaban muchas cosas que solo podía hacer con esfuerzo y dedicación constantes. En particular, traté muchas veces de hacer un cesto pero todos los tallos que encontraba para este propósito eran demasiado quebradizos y no pude lograrlo. Por suerte, cuando era niño, solía deleitarme observando a los cesteros del pueblo de mi padre mientras tejían sus artículos de mimbre. Como es común entre los niños, observaba con mucha atención el modo en que realizaban estos objetos y estaba siempre dispuesto a ayudar. Algunas veces les echaba una mano y así aprendí perfectamente el método de esta labor, para la cual tan solo necesitaba materiales. Pensé entonces que los vástagos de aquel árbol del que había cortado las estacas que retoñaron podrían ser tan resistentes como el cetrino, el mimbre o el sauce de Inglaterra y decidí probarlo.

Al día siguiente, fui a mi casa de campo, como solía llamarla, y cuando corté unas ramas, me parecieron tan adecuadas para mis fines como podía desear. Entonces, regresé otra vez, equipado con una azuela para cortar una mayor cantidad de ellas, lo cual resultó muy fácil dada la abundancia de estos árboles. Luego las dejé secar dentro de mi cerco o empalizada y cuando estuvieron listas para utilizarse, las llevé a la cueva donde, en la siguiente estación de lluvias, me dediqué a hacer muchos cestos para llevar tierra o transportar o colocar cosas, según fuera necesario; y aunque no estaban elegantemente rematadas, servían perfectamente para mis propósitos. Desde entones, tuve cuidado de que nunca me faltaran y cuando algunas comenzaban a estropearse, hacía otras nuevas. En especial, hice canastas fuertes y profundas con el fin de utilizarlas, en lugar de sacos, para guardar el grano, si es que llegaba a cosechar una buena cantidad.

Habiendo superado esta dificultad, lo cual me tomó mucho tiempo, me dediqué a estudiar la posibilidad de satisfacer dos necesidades. No tenía recipientes para poner líquido, con la excepción de dos barriles que contenían ron y algunas botellas para agua, licores y otras bebidas. No tenía siquiera un cacharro para hervir nada, salvo una especie de puchero que había rescatado del barco y que era demasiado grande para el uso que quería darle, es decir, hacer caldo y cocer algún trozo de carne. Lo otro que necesitaba era una pipa para fumar pero era imposible hacer una, aunque, sin embargo, también encontré una forma.


Llevaba todo el verano o estación de sequía plantando la segunda fila de estacas y tejiendo canastas cuando surgió otro asunto que me ocupó más tiempo del que jamás hubiera imaginado.

Ya he dicho que tenía pensado recorrer toda la isla y que había pasado el río y llegado hasta el lugar en el que tenía construido mi emparrado, desde donde podía ver el mar al otro lado de la isla. Ahora quería llegar hasta la orilla de aquel lado, de manera que cogí mi escopeta, un hacha, mi perro, una cantidad de pólvora y municiones mayor que la habitual, dos galletas y un gran puñado de pasas que metí en un saco y emprendí el viaje. Cuando crucé el valle donde estaba el emparrado, divisé el mar hacia el oeste y como el día estaba muy claro, pude ver una franja de tierra, que no podía decir con certeza si era una isla o un continente. La tierra, que estaba bastante elevada, se extendía un largo trecho del sudoeste hacia el oeste y, según mis cálculos, estaba a no menos de quince o veinte leguas de distancia.

No sabía qué parte del mundo era aquella, tan solo que debía ser parte de América y, en base a todas mis observaciones, debía estar cerca de los dominios españoles. Tal vez estaba habitada por salvajes y si hubiese naufragado allí, me habría encontrado en peor situación que en la que estaba. Me resigné, pues, a los deseos de la Providencia, en cuya beneficiosa intervención ahora creía. Esto calmó mi espíritu y dejé de afligirme por el vano deseo de estar allí.

Además, después de reflexionar sobre el asunto, concluí que si esta tierra estaba en la costa española, con certeza, tarde o temprano, vería un buque pasar en cualquier dirección. Si esto no ocurría, entonces me hallaba en la costa salvaje entre las tierras españolas y el Brasil, donde habitan los peores salvajes, caníbales y antropófagos, que asesinan y devoran cualquier cuerpo humano que caiga en sus manos.

Con estos pensamientos seguí caminando tranquilamente y descubrí el otro lado de la isla donde me encontraba más a gusto que en el mío. La sabana o campiña era dulce y estaba adornada con flores, hierba y hermosas arboledas. Vi gran cantidad de cotorras y me dieron ganas de capturar una para domesticarla y enseñarla a hablar; y así lo hice. Con mucho esfuerzo, capturé una cría que derribé con un palo y, después de curarla, la llevé a casa, mas no fue, hasta al cabo de unos años, que logré enseñarla a hablar y, finalmente, a decir mi nombre con familiaridad. Más tarde se produjo un pequeño incidente cuyo relato será divertido.


Me lo estaba pasando muy bien en este viaje. En las tierras bajas encontré liebres, o al menos eso me parecieron, y zorras, que no se parecían a ninguna de las que había conocido hasta entonces, ni me parecían comestibles, aunque maté algunas. No tenía por qué arriesgarme pues tenía suficiente comida y muy buena, a saber: cabras, palomas y tortugas. Si a esto le sumaba mis pasas, podía asegurar que ni en el mercado Leadenhall se hubiese podido servir una mesa más rica que la mía; y aunque mi estado era lamentable, tenía motivos para estar agradecido por no faltarme los alimentos, pues más bien los tenía en abundancia y hasta algunas exquisiteces.

Nunca avanzaba más de dos millas en este viaje pero daba tantas vueltas en busca de hallazgos que llegaba agotado al sitio donde decidía pasar la noche. Entonces, subía a un árbol o me tendía en el suelo rodeado por un cerco de estacas, de manera que ninguna criatura salvaje pudiese acercarse a mí sin despertarme.

Tan pronto llegué a la orilla del mar, me sorprendió ver que me había instalado en la peor parte de la isla porque aquí la playa estaba llena de tortugas mientras que, en el otro lado, solo había encontrado tres en un año y medio. También había gran cantidad de aves de varios tipos, algunas de las cuales había visto y otras no, pero ignoraba sus nombres, excepto el de aquellas que llamaban pingüinos.

Hubiera podido cazar tantas como quisiera pero ahorraba mucho la pólvora y las municiones. Había pensado matar una cabra para alimentarme mejor pero, aunque aquí había más cabras que al otro lado de la isla, resultaba más difícil acercarse a ellas porque el terreno era llano y podían verme con más rapidez que en la colina.

Debo confesar que este lado de la isla era mucho más agradable que el mío pero no tenía ninguna intención de mudarme pues ya estaba instalado en mi morada y me había acostumbrado tanto a ella que durante todo el tiempo que pasé aquí, tenía la impresión de estar de viaje, lejos de casa. Sin embargo, caminé unas doce millas a lo largo de la orilla hacia el este y, clavando un gran poste, a modo de indicador, decidí regresar a casa. En la próxima expedición, me dirigiría hacia el otro lado de la isla, hacia el este de mi casa, hasta llegar al poste.

Al regreso, tomé un camino distinto al que había hecho, creyendo que podría abarcar fácilmente gran parte de la isla con la vista y, así, encontrar mi vivienda pero me equivoqué. Al cabo de unas dos o tres millas, me hallé en un gran valle rodeado de tantas colinas que, a su vez, estaban tan cubiertas de árboles, que no podía saber hacia dónde me dirigía si no era por el sol, y ni siquiera esto, si no sabía con exactitud su posición en ese momento del día.


Para colmo de males, durante tres o cuatro días, el valle se cubrió de una neblina que me impedía ver el sol, por lo que anduve desorientado e incómodo hasta que, finalmente, me vi obligado a regresar a la playa, buscar el poste y regresar por el mismo camino que había venido. Así, en jornadas fáciles, regresé a casa, agobiado por el excesivo calor y por el peso de la escopeta, las municiones, el hacha y las demás cosas que llevaba.

En este viaje, mi perro sorprendió a un cabrito y lo apresó. Yo tuve que correr en su auxilio para salvarlo del perro y pensé llevármelo a casa pues, a menudo, había tenido la idea de si sería posible atrapar uno o dos para criar un rebaño de cabras domésticas de las que abastecerme cuando se me hubieran acabado la pólvora y las municiones.

Le hice un collar al pequeño animal y con un cordón que había hecho y que siempre llevaba conmigo, lo conduje, no sin alguna dificultad, hasta mi emparrado, donde lo encerré y lo dejé pues estaba impaciente por llegar a casa después de un mes de viaje.

No puedo expresar la satisfacción que me produjo regresar a mi vieja madriguera y tumbarme en mi hamaca. Este corto viaje, sin un sitio estable donde descansar, me había resultado tan desagradable, que mi propia casa, como solía llamarla, me parecía un asentamiento perfecto, donde todo estaba tan cómodamente dispuesto, que decidí no volver a alejarme por tanto tiempo de ella mientras permaneciera en la isla.

Pasé una semana entera descansando y agasajándome después de mi largo viaje, durante el cual dediqué mucho tiempo a la difícil tarea de hacerle una jaula a mi Poll, que comenzaba a domesticarse y a sentirse a gusto conmigo. Entonces pensé en el pobre cabrito que había dejado encerrado en el emparrado y decidí ir a buscarlo para traerlo a casa o darle algún alimento. Fui y lo encontré donde lo había dejado pues no tenía por donde salir pero estaba muerto de hambre. Corté tantas hojas y ramas como pude encontrar y se las di. Después de alimentarlo, lo até como lo había hecho antes pero esta vez estaba tan manso por el hambre, que casi no tenía que haberlo hecho, pues me seguía como un perro. Según iba alimentándolo, el animal se volvió tan cariñoso, amable y tierno que se convirtió en una de mis mascotas y ya nunca me abandonó.

Había llegado la estación lluviosa del equinoccio de otoño. Guardé el 30 de septiembre con la misma solemnidad que el año anterior, pues era el segundo aniversario de mi llegada a la isla y no tenía más perspectivas de ser rescatado que el primer día. Dediqué todo el día a dar gracias humildemente por los muchos bienes que me habían sido prodigados, sin los cuales, esta vida solitaria habría sido mucho más miserable. Le di gracias a Dios con humildad y fervor por haberme permitido descubrir que, tal vez, podía sentirme más feliz en esta situación solitaria que gozando de la libertad en la sociedad y rodeado de mundanales placeres. Le agradecí que hubiese compensado las deficiencias de mi soledad y mi necesidad de compañía humana con su presencia y la comunicación de su gracia que me asistía, me reconfortaba y me alentaba a confiar en su providencia aquí en la tierra y aguardar por su eterna presencia después de la muerte.


Ahora empezaba a darme cuenta de cuánto más feliz era esta vida, con todas sus miserias, que la existencia sórdida, maldita y abominable que había llevado en el pasado. Habían cambiado mis penas y mis alegrías, mis deseos se habían alterado, mis afectos tenían otro sentido, mis deleites eran completamente distintos de cómo eran a mi llegada a esta isla y durante los últimos dos años.

Antes, cuando salía a cazar o a explorar la isla, la angustia que me provocaba mi situación me atacaba súbitamente y cuando pensaba en los bosques, las montañas y el desierto en el que me hallaba, me sentía desfallecer. Me veía como un prisionero encerrado tras los infinitos barrotes y cerrojos del mar, en un páramo deshabitado y sin posibilidad de salvación. En los momentos de mayor cordura, estos pensamientos me asaltaban de golpe, como una tormenta, y me hacían retorcerme las manos y llorar como un niño. A veces, me sorprendían en medio del trabajo y me obligaban a sentarme a suspirar, cabizbajo, durante una o dos horas, lo cual era mucho peor, pues si hubiese podido irrumpir en llanto o expresarme en palabras, habría podido desahogarme y aliviar mi dolor.

Pero ahora pensaba en cosas nuevas. Diariamente, leía la palabra de Dios y aplicaba todo su consuelo a mi situación. Una mañana que me sentía muy triste, abrí la Biblia y encontré estas palabras: Nunca jamás te dejaré ni te abandonaré. Inmediatamente pensé que estaban dirigidas a mí pues, ¿cómo si no, me habían sido reveladas justo en el momento en el que me lamentaba de mi condición como quien ha sido abandonado por Dios y por los hombres? «Pues bien -dije-, si Dios no me va a abandonar, ¿qué puede ocurrirme o qué importancia puede tener el que todo el mundo me haya abandonado, cuando pienso que la pérdida sería mucho mayor si tuviese el mundo entero a mi disposición y perdiese el favor y la bendición de Dios?»

Desde este momento, comencé a convencerme de que, posiblemente, era más feliz en esta situación de soledad y abandono que en cualquier otro estado en el mundo. Con estos pensamientos le di gracias a Dios por haberme traído a este lugar.

No sé qué ocurrió pero algo me turbó y me impidió pronunciar las palabras de agradecimiento. « ¿Cómo puedes ser tan hipócrita -me dije en voz alta- y fingirte agradecido por una situación de la cual, a pesar de tus esfuerzos por resignarte a ella, deseas liberarte con todas las fuerzas de tu corazón?» Aquí me detuve y, aunque no pude darle gracias a Dios por hallarme allí, le agradecí sinceramente que me hubiese abierto los ojos, si bien mediante sufrimientos, para ver mi vida anterior y para lamentarme y arrepentirme de ella. Nunca abrí ni cerré la Biblia sin darle gracias a Dios por hacer que mi amigo en Inglaterra, sin que yo le dijese nada, la hubiese empaquetado con mis cosas y por ayudarme a rescatarla del naufragio.


De este modo y con esta disposición de ánimo, comencé mi tercer año. Si bien no he querido incomodar al lector con el relato minucioso de los trabajos que realicé durante este año, como lo hice con el año anterior, en general, puedo observar que casi nunca estaba ocioso sino que había dividido mi tiempo, según lo requerían mis tareas cotidianas. En primer lugar, debía cumplir mis deberes con Dios y leer las escrituras, cosa que hacía tres veces al día. En segundo lugar, tenía que salir con mi escopeta en busca de alimentos, lo cual me tomaba cerca de tres horas todas las mañanas. En tercer lugar, tenía que preparar, curar, conservar y cocinar lo que había matado o atrapado para mi sustento. Esto me tomaba una buena parte del día. Además, debe considerarse que al mediodía, cuando el sol estaba en el cenit, hacía un calor tan violento que era imposible salir, por lo que solo me quedaban cuatro horas de trabajo por la tarde, excepto cuando invertía los horarios de mis labores y trabajaba por las mañanas y salía con la escopeta por la tarde.

Al poco tiempo que tenía para trabajar, he de agregar la extrema laboriosidad de las obras y las muchas horas que, por falta de herramientas, ayuda o destreza, me tomaba cualquier tarea que emprendiese. Por ejemplo, me tomó cuarenta y dos días enteros hacer una tabla que me sirviera de anaquel para mi cueva, mientras que dos aserradores, con sus herramientas y su serrucho, habrían cortado seis tablas del mismo árbol en medio día.

Mi situación era la siguiente: el árbol que debía cortar tenía que ser grande, pues necesitaba que la tabla fuese ancha. Me tomaba tres días cortar el árbol y dos más quitarle las ramas y reducirlo al tronco. A fuerza de hachazos, iba afinándolo por ambos lados hasta hacerlo lo suficientemente ligero como para moverlo. Entonces le daba la vuelta y aplanaba y alisaba uno de sus lados de un extremo a otro, como una tabla. Luego le daba la vuelta otra vez y cortaba el otro lado hasta obtener una plancha como de tres pulgadas de espesor y lisa por ambos lados. Cualquiera podría juzgar el esfuerzo que debía hacer con mis manos para realizar este trabajo pero con paciencia y empeño conseguí hacer esta y muchas otras cosas. Recalco esto, en particular, tan solo para explicar por qué me tomaba tanto tiempo realizar una tarea tan pequeña; en otras palabras, que lo que se podía realizar en poco tiempo, con ayuda y las herramientas adecuadas, sin estas se convertía en un trabajo ímprobo que requería muchísimo tiempo.

No obstante, con paciencia y empeño, pude sobrepasar muchos obstáculos, de hecho, todos los que se me presentaron en diversas circunstancias, como se verá a continuación.


Estaba en los meses de noviembre y diciembre, a la espera de mi cosecha de cebada y arroz, y la tierra que había arado y cultivado no era muy grande pues, como he observado, no tenía más de un celemín de cada grano ya que había perdido una cosecha entera en la estación seca. Esta vez, la cosecha prometía ser buena pero de pronto advertí que estaba a punto de perderla nuevamente a causa de enemigos de diversa índole, a los cuales me resultaba muy difícil combatir. En primer lugar, las cabras y lo que yo llamo liebres salvajes, habiendo probado esa hierba tan dulce, permanecían allí día y noche, comiéndola tan de raíz que era imposible que brotara una espiga.

Para esto no vi otra solución que levantar un cerco, que construí con mucho empeño, pues no tenía demasiado tiempo. No obstante, como la tierra arada no era muy ex tensa, conforme a la cosecha, logré cercarla totalmente en tres semanas. Maté algunos de los animales durante el día y puse a mi perro en guardia durante la noche, amarrado a un palo donde se quedaba vigilando y ladrando toda la noche. De este modo, los enemigos abandonaron el lugar en poco tiempo y el grano creció fuerte y saludable y comenzó a madurar rápidamente.

Así como estos animales trataron de arruinar mi grano cuando aún era hierba, los pájaros estuvieron a punto de hacerlo cuando brotaron las espigas. Un día fui al sembrado para ver cómo prosperaba y lo hallé rodeado de aves de no sé cuántos tipos, que parecían aguardar a que me marchase. Inmediatamente, las espanté con la escopeta (que siempre llevaba conmigo). No bien había disparado, cuando se elevó una pequeña nube de pájaros que no había visto porque estaban ocultos entre las espigas.

Esto me inquietó mucho pues preveía que en pocos días se habrían comido mis esperanzas, dejándome sin alimento, y sin posibilidades de volver a sembrar nunca. No sabía qué hacer. Sin embargo, estaba decidido a no perder mi grano, si era posible, aunque tuviera que vigilarlo día y noche. En primer lugar, recorrí el sembrado para ver los daños que habían hecho las aves y encontré que habían echado a perder gran parte de los granos pero, como las espigas estaban aún verdes, la pérdida no fue tan grande, pues el resto prometía una buena cosecha si lograba salvarlo.

Me detuve a cargar mi escopeta y pude ver a los ladrones posados en los árboles que estaban a mi alrededor, como esperando a que me marchara, lo que en efecto ocurrió pues, apenas me alejé de su vista, bajaron al sembrado, uno a uno, nuevamente. Esto me enfadó tanto que no tuve paciencia para esperar a que llegara el resto, sabiendo que cada grano que se comían en ese momento representaba una gran pérdida para mí en el futuro. Por lo tanto, arrimándome al cerco, disparé y maté a tres de ellos. Era justo lo que quería pues los recogí y los traté como a los ladrones famosos en Inglaterra, es decir, los colgué de unas cadenas para asustar a los demás. Es imposible imaginar el efecto que tuvo esto pues, al poco tiempo, abandonaron aquella parte de la isla y no volví a verlos por allí mientras estuvo mi espantapájaros.


Esto me alegró mucho, como puede suponerse, y hacia finales de diciembre recogí mi grano en la segunda cosecha del año.

Por desgracia, no tenía una hoz o guadaña para cortarlo y lo único que podía hacer era fabricar una lo mejor que pudiese con las espadas o machetes que había rescatado del barco. No obstante, como mi primera cosecha era pequeña, no tuve demasiadas dificultades para segarla. En pocas palabras, lo hice a mi modo, pues solo corté las espigas, las transporté en una de las grandes canastas que había tejido y las desgrané con mis propias manos. Al final del proceso, observé que el grano cosechado era, según mis cálculos, aunque no tenía forma de comprobarlo, casi treinta y dos veces más que el que había sembrado.

Me sentí muy entusiasmado pues preveía que, con el tiempo, Dios me proporcionaría pan. Sin embargo, nuevamente me hallaba en apuros pues no sabía moler el grano para transformarlo en harina, ni limpiarlo, ni cernirlo, ni, en definitiva, hacer pan. Todo esto, sumado a mi deseo de disponer de una buena cantidad para almacenar y otra para sembrar, decidí no probar ni un grano de esta cosecha con el fin de sembrarlo en la siguiente estación. Mientras tanto, emplearía todo mi ingenio y mi tiempo de trabajo en averiguar el modo de hacer harina y pan.

Podría decir en verdad que había trabajado para conseguirme el pan, lo cual es bastante sorprendente y me parece que pocas personas se han detenido a pensar en la enorme cantidad de pequeñas cosas que hay que hacer para producir, preparar, elaborar y terminar un solo pan.

Como me hallaba reducido a un simple estado natural, sufría desalientos diariamente y cada vez me volvía más sensible a ellos, incluso desde que había obtenido el primer puñado de semillas que, como ya he dicho, apareció inesperadamente y para mi gran asombro.

En primer lugar, no tenía un arado para remover la tierra, ni una azada o pala para labrarla. Resolví este problema haciendo una pala de madera, a la cual ya he hecho referencia, pero no era la más adecuada para la función que quería darle y, aunque me había tomado varios días fabricarla, al no estar reforzada con hierro se desgastó rápidamente y me entorpeció el trabajo, haciéndolo más difícil.


No obstante, aguantaba esto y me conformaba con hacer el trabajo pacientemente y tolerar sus imperfecciones. Cuando terminé de sembrar el grano, me hacía falta un ras trillo y no me quedó más remedio que utilizar una rama gruesa con la cual conseguí arañar la tierra, más que rastrillarla.

Mientras crecía el grano, observé todo lo que necesitaba hacer: cercarlo, protegerlo, segarlo o cosecharlo, secarlo, transportarlo a casa, trillarlo, limpiarlo y guardarlo. Necesitaba también un molino para convertirlo en harina, un tamiz para cernirla, sal y levadura para hacer el pan y un horno para cocerlo. Sin embargo, como se verá, logré arreglármelas sin ninguna de estas cosas y el grano me proporcionó un inestimable placer y provecho. Todo lo que he mencionado anteriormente, hacía el trabajo más tedioso y difícil pero no había mucho que hacer al respecto, como tampoco respecto al tiempo que perdía pues, según lo había dividido, utilizaba sólo una parte del día para realizar estas labores. Como había decidido no usar el grano para pan hasta que tuviera una cantidad mayor, empleé todo mi tiempo y mi ingenio durante los seis meses siguientes en hacer los utensilios adecuados para ejecutar todas las operaciones relacionadas al procesamiento del grano, cuando lo tuviera.

Primeramente, tenía que preparar un terreno mayor ya que ahora tenía suficientes semillas para sembrar un acre de tierra. Antes de hacer esto, dediqué por lo menos una se mana a fabricar una azada, que resultó deplorable y pesada y requería un esfuerzo doble trabajar con ella. No obstante, obvié esto y sembré mi semilla en dos grandes extensiones de tierra llana, situadas tan cerca de casa como fue posible y las cerqué con una fuerte empalizada, cuyas estacas corté de los árboles que había utilizado anteriormente. Sabía que en un año tendría un seto de plantas vivas que no requeriría mucho mantenimiento. Esta tarea era lo suficientemente complicada como para que me tomara casi tres meses finalizarla, ya que buena parte de este tiempo coincidió con la estación de lluvia, durante la cual, no pude salir.

Sin poder salir, esto es, mientras llovía, me ocupaba de los siguientes asuntos. Siempre que trabajaba, me entretenía hablándole al loro y enseñándole a hablar, de modo que pronto aprendió su propio nombre y a decirlo fuertemente: POLL, que fue la primera palabra que se pronunció en la isla por boca que no fuera la mía. Pero, esta no era mi labor principal, sino, más bien, un pasatiempo que me divertía mientras ocupaba mis manos en otras tareas, como la siguiente. Había estudiado durante mucho tiempo la forma de hacer unas vasijas de barro, que tanto necesitaba, pero aún no sabía cómo. Mas, teniendo en cuenta que el clima era caluroso, no dudaba que, si podía encontrar un buen barro, podría fabricar algún cacharro que, secado al sol, fuera lo suficientemente fuerte para manejarlo y conservar en su interior cualquier cosa que quisiera preservar de la humedad. Como necesitaba algunos cacharros de este tipo para el grano y la harina, que era lo que me preocupaba en ese momento, decidí hacerlos tan grandes como pudiera, a fin de que sirvieran exclusivamente como tarros para conservar lo que guardara en ellos.


Tal vez el lector se apiade de mí, o, por el contrario, se ría de mi torpeza al hacer la pasta y los objetos tan deformes que realicé con ella, que se hundían hacia adentro o hacia fuera porque el barro era demasiado blando para resistir su propio peso. Algunos se quebraban al ser expuestos precipitadamente al excesivo calor del sol, otros se rompían en pedazos cuando los movía, tanto cuando estaban secos como cuando aún estaban húmedos. En pocas palabras, después de un arduo esfuerzo por conseguir el barro, de extraerlo, amasarlo, transportarlo y moldearlo, en dos meses no pude hacer más que dos cosas grandes y feas, que no me atrevería a llamar tarros.

No obstante, cuando el sol los secó hasta dejarlos muy duros, los levanté con mucho cuidado y los coloqué en dos grandes cestos de mimbre, que había tejido, expresamente, para ellos, a fin de que no se rompieran. Entre cada cacharro y su correspondiente cesto había un poco de espacio, que rellené con paja de arroz y cebada. Pensé que, conservándolos secos, podrían servir para guardar el grano y, tal vez la harina, cuando lo hubiese molido.

Aunque cometí muchos errores en mi proyecto de hacer cacharros grandes, pude hacer, con éxito, otros más pequeños, como vasijas, platos llanos, jarras y ollitas, que el calor del sol secaba y volvía extrañamente duros.

Nada de esto, sin embargo, satisfacía mi necesidad principal que era obtener una vasija en la que pudiera echar líquido y fuese resistente al fuego. Al cabo de cierto tiempo, un día, habiendo hecho un gran fuego para asar carne, en el momento de retirar los carbones, encontré un trozo de un cacharro de barro, quemado y duro como una piedra y rojo como una teja. Esto me sorprendió gratamente y me dije que; ciertamente, si podían cocerse en trozos también podrían hacerlo enteros.

Este hecho me llevó a estudiar cómo disponer el fuego para cocer algunos cacharros de barro. No tenía idea de cómo fabricar un horno como los que usan los alfareros, ni de esmaltar los cacharros con plomo, aunque tenía algo de plomo para hacerlo. Apilé tres ollas grandes y dos cacharros, unos encima de los otros, y dispuse las brasas a su alrededor, dejando un montón de ascuas debajo. Alimenté el fuego con leña, que coloqué en la parte de afuera y sobre la pila, hasta que los cacharros se pusieron al rojo vivo sin llegar a romperse. Cuando estuvieron claramente rojos, los dejé en la lumbre durante cinco o seis horas, hasta que me di cuenta de que uno de ellos no se quebraba pero sí se derretía, porque la arena que había mezclado con el barro se fundía por la violencia del calor, y se habría convertido en vidrio de haberlo dejado allí. Disminuí gradualmente el fuego hasta que el rojo de los cacharros se volvió más tenue y me quedé observándolos toda la noche para que el fuego no se apagara demasiado aprisa. A la mañana siguiente, tenía tres buenas ollitas, si bien no muy hermosas, y dos vasijas, tan resistentes como podría desearse, una de las cuales estaba perfectamente esmaltada por la fundición de la arena.


No tengo que decir que después de este experimento, no volví a necesitar ningún cacharro de barro que no pudiera hacerme. Mas debo decir que en cuanto a la forma, no se diferenciaban mucho unos de otros, como es de suponerse, ya que los hacía del mismo modo que los niños hacen sus tortas de arcilla o que las mujeres, que nunca han aprendido a hacer masa, hornean sus pasteles.

Jamás hubo alegría tan grande por algo tan insignificante, como la que sentí cuando vi que había hecho un cacharro de arcilla resistente al fuego. Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfriara y volví a colocarlo en el fuego, esta vez, lleno de agua, para hervir un trozo de carne, lo que logré admirablemente. Luego, con un poco de cabra, me hice un caldo muy sabroso y solo me habría hecho falta un poco de avena y algunos otros ingredientes para que quedara tan sabroso como lo hubiera deseado.

Mi siguiente preocupación era procurarme un mortero de piedra para moler o triturar el grano ya que, tan solo con un par de manos, no podía pensar en hacer un molino. Me encontraba muy poco preparado para satisfacer esta necesidad pues, si había un oficio en el mundo para el cual no estaba cualificado era para el de picapedrero. Por otra parte, tampoco contaba con las herramientas necesarias para hacerlo. Pasé más de un día buscando una piedra lo suficientemente grande como para ahuecarla y que sirviera de mortero, mas no pude encontrar ninguna, excepto las que había en la roca pero no tenía forma de extraer ni cortarle ningún pedazo. Tampoco las rocas de la isla eran lo suficientemente duras pues todas tenían una consistencia arenosa y se desmoronaban fácilmente, de manera que no habrían soportado los golpes de un mazo, ni habrían molido el grano sin llenarlo de arena. Después de perder mucho tiempo buscando una piedra adecuada, renuncié a este propósito y decidí buscar un buen bloque de madera sólida, lo que resultó mucho más sencillo. Cogí uno tan grande como mis fuerzas me permitieron levantar y lo redondeé por fuera con el hacha. Luego le hice una cavidad con fuego, del mismo modo que los indios del Brasil construyen sus canoas. Después hice una mano de almirez, de una madera que llaman palo de hierro y guardé todos estos utensilios hasta mi próxima cosecha, al cabo de la cual, me proponía moler el grano, o más bien, machacarlo hasta convertirlo en harina para hacer pan.


La segunda dificultad con que me topé fue la de hacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y separarla del salvado y de la cáscara, sin lo cual no habría tenido posibilidad alguna de hacer pan. Esta era una labor tan difícil que no me hallaba con valor ni para pensar en la forma de realizarla pues no tenía nada que me sirviera para ello; es decir, una lona o tejido con una trama lo suficientemente fina como para permitir el cernido de la harina. Durante muchos meses estuve paralizado, sin saber exactamente qué hacer. No me quedaba más lienzo que algunos harapos; tenía pelos de cabra pero no sabía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sabido, no tenía instrumentos para hacerlo. Finalmente, recordé que entre la ropa de los marineros que había rescatado del naufragio, había algunas bufandas de muselina y, con algunos pedazos hice tres tamices pequeños pero adecuados para la tarea. Los utilicé durante muchos años y, en su momento, contaré lo que hice después con ellos.

Lo próximo que tenía que considerar era cómo hacer el pan, una vez tuviera el grano pues, para empezar, no tenía levadura, mas como este era un problema que no tenía solución, dejé de preocuparme por ello. Sin embargo, me afligía no tener un horno. Con el tiempo, ideé la forma de hacerlo, de la siguiente manera: Hice algunas vasijas de barro muy anchas pero poco profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y no más de nueve pulgadas de profundidad. Las quemé en el fuego, como había hecho con las otras y luego, cuando quería hornear pan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que había cubierto con unas losetas cuadradas que yo mismo hice y cocí aunque no puedo decir que fuesen perfectamente cuadradas.

Cuando la leña formaba un buen montón de ascuas, llenaba el hogar con ellas y las dejaba ahí hasta que el hogar se calentaba bien. Luego retiraba las ascuas, colocaba mi hogaza o mis hogazas y las cubría con la vasija de barro, que rodeaba de carbones para mantener y avivar el fuego según fuera necesario. De este modo, como en el mejor horno del mundo, horneaba mis hogazas de cebada y, en poco tiempo, me convertí en un auténtico maestro pastelero pues confeccionaba diversas tortas de arroz y budines, aunque no llegué a hacer tartas ya que no tenía con qué rellenarlas, si no era con carne de ave o de cabra.

No es de extrañar que todas estas labores me tomaran casi todo el tercer año en la isla pues, debe notarse que aparte de ellas, tenía que ocuparme de mi nueva cosecha y de la labranza. Sembraba el grano en el momento adecuado, lo transportaba a casa lo mejor que podía y colocaba las espigas en grandes canastas hasta que llegaba el momento de desgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde trillar.

Ahora que mi provisión de grano aumentaba, quería agrandar los graneros. Necesitaba un lugar para almacenarlo porque la cosecha había sido tan abundante que tenía veinte fanegas de cebada y otras tantas, o más, de arroz. Decidí entonces usarlos ampliamente puesto que hacía tiempo que se me había acabado el pan. También decidí ver cuánto necesitaba para un año y, así, sembrar solo una vez.

En total, descubrí que cuarenta fanegas de cebada y arroz eran más de lo que podía consumir en un año y por tanto, decidí sembrar al año siguiente la misma cantidad que en el anterior, con la esperanza de que me bastase para hacer pan y otros alimentos.