Romance del conde Grimaltos y su hijo
Apariencia
Muchas veces oí decir y a los antiguos contar, que ninguno por riqueza no se debe de ensalzar, ni por pobreza que tenga se debe menospreciar. Miren bien, tomando ejemplo, do buenos suelen mirar, cómo el conde, a quien Grimaltos en Francia suelen llamar, llegó en las cortes del rey pequeño y de poca edad. Fue luego paje del rey del más secreto lugar; porque él era muy discreto, y de él se podía fiar: y después de algunos tiempos, cuando más entró en edad, le mandó ser camarero y secretario real: y después le dio un condado, por mayor honra le dar; y por darle mayor honra y estado en Francia sin par lo hizo gobernador, que el reino pueda mandar. Por su virtud y nobleza, y grande esfuerzo sin par le quiso tomar por hijo, y con su hija le casar. Celebráronse las fiestas con placer y sin pesar. Ya después de algunos días de sus honras y holgar, el rey le mandó al conde que le fuese a gobernar y poner cobro en las tierras que le fuera a encomendar. Pláceme, dijera el conde, pues no se puede excusar. Ya se ordena la partida, y el rey manda aparejar, sus caballeros y damas para haber de acompañar. Ya se partía el buen conde con la condesa a la par, y caballeros y damas que no le quieren dejar. Por la gran virtud del conde no se pueden apartar: de París hasta León le fueron acompañar. Vuélvense para París después de placer tomar: las nuevas que dan al rey es descanso de escuchar, de cómo rige a León y le tiene a su mandar, y el estado de su Alteza cómo lo hacía acatar. De tales nuevas el rey gran placer fuera a tomar, no prosigo más del rey, sino que lo dejo estar. Tornemos a don Grimaltos cómo empieza a gobernar, bien querido de los grandes, sin la justicia negar, trata a todos de tal suerte, que a ninguno da pesar. Cinco años él estuvo sin al buen rey ir a hablar, ni del conde a él ir quejas, ni de sentencia apelar; mas fortuna que es mudable, y no puede sosegar, quiso serle tan contraria por su estado le quitar. Fue el caso que don Tomillas quiso en traición tocar: revolvióle con el rey por más le escandalizar, diciéndole que su yerno se le quiere rebelar, y que en villas y ciudades sus armas hace pintar, y por señor absoluto él se manda intitular, y en las villas y lugares guarnición quiere dejar. Cuando el rey aquesto oyera tuvo de ello gran pesar, pensando en las mercedes que al conde le fuera a dar. ¡Sólo por buenos servicios le pusiera en tal lugar, y después por galardón tal traición le ordenar! Él ha determinado de hacerle justiciar. Dejemos lo de la corte, y al conde quiero tomar, que estando con la condesa una noche a bel folgar, adurmióse el buen conde, recordara con pesar; las palabras que decía son de dolor y pesar: -¿Qué te hice, vil fortuna? ¿Por qué te quieres mudar y quitarme de mi silla, en que el rey me fue a sentar? ¡Por falsedad de traidores causarme tanto de mal! Que según yo creo y pienso no lo puede otro causar. A las voces que da el conde su mujer fue a despertar; recordó muy espantada de verle así hablar, y hacer lo que no solía, y de condición mudar. -¿Qué habéis, mi señor el conde? ¿En qué podéis vos pensar? -No pienso en otro, señora, sino en cosa de pesar, porque un triste y mal sueño alterado me hace estar. Aunque en sueños no fiemos, no sé a qué parte lo echar, que parecía muy cierto que vi una águila volar, siete halcones tras ella mal aquejándola van, y ella por guardarse de ellos retrújose a mi ciudad; encima de una alta torre allí se fuera a asentar; por el pico echaba fuego, por las alas alquitrán; el fuego que de ella sale la ciudad hace quemar; a mí quemaba las barbas, y a vos quemaba el brial. ¡Cierto tal sueño como este no puede ser sino mal! Esta es la causa, condesa, que me sentiste quejar. -Bien lo merecéis, buen conde, si de ello os viene algún mal, que bien ha los cinco años, que en corte no os ven estar, y sabéis vos bien, el conde, quién allí os quiere mal, que es el traidor de Tomillas que no suele reposar: yo no lo tengo a mucho que ordene alguna maldad. Mas, señor, si me creéis, mañana antes de yantar mandad hacer un pregón por toda esa ciudad, que vengan los caballeros que están a vuestro mandar, y por todas vuestras tierras también los mandéis llamar, que para cierta jornada todos se hayan de juntar. Desque todos estén juntos decirles heis la verdad, que queréis ir a París para con el rey hablar, y que se aperciban todos para en tal caso os honrar. Según de ellos sois querido, creo no os podrán faltar: iros heis con todos ellos a París, esa ciudad, besaréis la mano al rey como la soléis besar, y entonces sabréis, señor, lo que él os quiere mandar; que si enojo de vos tiene luego os lo demostrará, y viendo vuestra venida bien se le podrá quitar. -Pláceme, dijo, señora, vuestro consejo tomar. Pártese el conde Grimaltos a París, esa ciudad, con todos sus caballeros y otros que él pudo juntar. Desque fue cerca París bien quince millas o más, mandó parar a su gente, sus tiendas mandó armar, hizo aposentar los suyos cada cual en su lugar. Luego el rey de él hubo cartas, respuesta no quiso dar. Cuando el conde aquesto vido en París se fue a entrar; fuérase para el palacio donde el rey solía estar; saludó a todos los grandes, la mano al rey fue a besar: el rey de muy enojado nunca se la quiso dar, antes más le amenazaba por su muy sobrado osar, que habiendo hecho tal traición en París osase entrar; jurando que por su vida se debía maravillar cómo, visto lo presente, no lo hacía degollar; y si no hubiera mirado su hija no deshonrar, que antes que el día pasara lo hiciera justiciar: mas por dar a él castigo, y a otros escarmentar le mandó salir del reino y que en él no pueda estar. Plazo le dan de tres días para el reino vaciar y el destierro es de esta suerte: que gente no ha de llevar, caballeros, ni criados no le hayan de acompañar, ni lleve caballo o mula en que pueda cabalgar: moneda de plata y oro deje, y aun la de metal. Cuando el conde esto oyera ¡ved cuál podía estar! Con voz alta y rigurosa, cercado de gran pesar, como hombre desesperado tal respuesta le fue a dar: -Por desterrarme tu Alteza consiento en mi desterrar; mas quien de mí tal ha dicho, miente y no dice verdad, que nunca hice traición, ni pensé en maldad usar; mas si Dios me da la vida yo haré ver la verdad. Ya se sale de palacio con doloroso pesar; fuese a casa de Oliveros, y allí halló a don Roldán. Contábales las palabras que con el rey fue a pasar; despidiéndose está de ellos, pues les dijo la verdad, jurando que nunca en Francia lo verían asomar, si no fuese castigado quien tal cosa fue a ordenar. Ya se despedía de ellos; por París comienza a andar despidiéndose de todos con quien solía conversar: despidióse de Valdovinos y del romano Fincán, y del gastón Angeleros, y del viejo don Beltrán, y del duque don Estolfo, de Malgesí otro que tal, y de aquel solo invencible Reinaldos de Montalván. Ya se despide de todos para su viaje tomar. La condesa fue avisada, no tardó en París entrar: derecha fue para el rey, sin con el conde hablar, diciendo que de su Alteza se quería maravillar, cómo al buen conde Grimaltos lo quisiese así tratar; que sus obras nunca han sido de tan mal galardonar, y que suplica a su Alteza que en ello mande mirar, y si el conde no es culpado que al traidor haga pagar lo que el conde merecía si aquello fuese verdad, y así será castigado quien lo tal fue a ordenar. Cuando el rey aquesto oyera luego la mandó callar, diciendo que si más habla como a él la ha de tratar, y que le es muy excusado por el conde le rogar, pues quien por traidores ruega traidor se pueda llamar. La condesa que esto oyera, llorando con gran pesar, descendióse del palacio para al conde ir a buscar. Viéndose ya con el conde se llegó a lo abrazar; lo que el uno y otro dicen lástima era de escuchar: -¿Este es el descanso, conde, que me habíades de dar? ¡No pensé que mis placeres tan poco habían de durar! Mas en ver que sin razón por placer nos dan pesar, quiero que cuando vais, conde, cuenta de ello sepáis dar. Yo os demando una merced, no me la queráis negar, porque cuando nos casamos hartas me habíades de dar. Yo nunca las he habido, aún las tengo de cobrar, ahora es tiempo, buen conde, de haberlas de demandar. -Excusado es, la condesa, eso ahora demandar, porque jamás tuve cosa fuera de vuestro mandar, que cuando vos demandéis por mi fe de lo otorgar. -Es, señor, que donde fuéredes con vos me hayáis de llevar. -Por la fe que yo os he dado no se os puede negar; mas de las penas que siento esta es la más principal, porque perderme yo solo este perder es ganar, y en perderos vos, señora, es perder sin más cobrar; mas pues así lo queréis, no queramos dilatar. ¡Mucho me pesa, condesa, porque no podáis andar, que siendo niña y preñada podríades peligrar! Mas pues fortuna lo quiere recibidlo sin pesar, que los corazones fuertes se muestran en tal lugar. Tómanse mano por mano, sálense de la ciudad; con ellos sale Oliveros, y ese paladín Roldán, también el Dardín Dardeña, y ese romano Fincán, y ese gastón Angeleros, y el fuerte Meridán: con ellos va don Reinaldos, y Valdovinos el galán, y ese duque don Estolfo, y Malgesí otro que tal; las dueñas y las doncellas también con ellos se van: cinco millas de París los hubieron de dejar. El conde y condesa solos tristes se habían de quedar: cuando partirse tenían no se podían hablar. Llora el conde y la condesa, sin nadie les consolar, porque no hay grande ni chico que estuviese sin llorar. ¡Pues las damas y doncellas, que allí hubieron de llegar, hacen llantos tan extraños, que no los oso contar, porque mientras pienso en ellos nunca me puedo alegrar! Mas el conde y la condesa vanse sin nada hablar; los otros caen en tierra con la sobra del pesar, otros crecen más sus lloros viendo cuán tristes se van. Dejo de los caballeros que a París quieren tornar; vuelvo al conde y la condesa, que van con gran soledad por los yermos y asperezas do gente no suele andar. Llegado el tercero día, en un áspero boscaje la condesa de cansada triste no podía andar. Rasgáronse sus servillas, no tiene ya que calzar: de la aspereza del monte los pies no podía alzar; do quiera que el pie ponía bien quedaba la señal. Cuando el conde aquesto vido, queriéndola consolar, con gesto muy amoroso la comenzó de hablar: -No desmayedes, condesa, mi bien, queráis esforzar, que aquí está una fresca fuente do el agua muy fría está reposaremos, condesa, y podremos refrescar. La condesa que esto oyera algo el paso fue a alargar, y en llegando a la fuente las rodillas fue a hincar. Dio gracias a Dios del cielo, que la trujo en tal lugar, diciendo: -¡Buen agua es ésta para quien tuviese pan! Estando en estas razones el parto le fue a tomar, y allí pariera un hijo, que es lástima de mirar la pobreza en que se hallan sin poderse remediar. El conde cuando vio el hijo comenzóse de esforzar: con el sayo que traía al niño fue a cobijar; también se quitó la capa por a la madre abrigar; la condesa tomó el niño para darle de mamar. El conde estaba pensando qué remedio le buscar, que pan ni vino no tienen, ni cosa con que pasar. La condesa con el parto no se puede levantar; tomóla el conde en los brazos sin ella el niño dejar súbelos a una alta sierra para más lejos mirar. En unas breñas muy hondas grande humo vio estar, tomó su mujer y hijo, para allá les fue a llevar. Entrando en la espesura luego al encuentro le sale un virtuoso ermitaño de reverencia muy grande; el ermitaño que los vido comenzóles de hablar: -¡Oh válgame Dios del cielo! ¿Quién aquí os fue a aportar? Porque en tierra tan extraña gente no suele habitar, sino yo que por penitencia hago vida en este valle. El conde le respondió con angustia y con pesar. -Por Dios te ruego, ermitaño, que uses de caridad, que después habremos tiempo de cómo vengo, a contar: mas para esta triste dueña dame que le pueda dar, que tres días con sus noches ha que no ha comido pan, que allá en esa fuente fría el parto le fue a tomar. El ermitaño que esto oyera, movido de gran piedad, llevóles para la ermita do él solía habitar. Dioles del pan que tenía, y agua, que vino no hay: recobró algo la condesa de su flaqueza muy grande. Allí le rogó el conde quiera el niño bautizar. -Pláceme, dijo, de grado; ¿mas cómo le llamarán? -Como quisiéredes, Padre, el nombre le podréis dar. -Pues nació en ásperos montes Montesinos le dirán. Pasando y viniendo días, todos vida santa hacen; bien pasaron quince años, que el conde de allí no parte. Mucho trabajó el buen conde en haberle de enseñar a su hijo Montesinos todo el arte militar, la vida de caballero cómo la había de usar, cómo ha de jugar las armas, y qué honra ha de ganar, cómo vengará el enojo que al padre fueron a dar. Muéstrale en leer y escribir lo que le puede enseñar, muéstrale jugar a tablas, y cebar un gavilán. A veinte y cuatro de junio, día era de San Juan, padre y hijo paseando de la ermita se van; encima de una alta sierra se suben a razonar. Cuando el conde alto se vido vido a París la ciudad. Tomó al hijo por la mano, comenzóle de hablar, con lágrimas y sollozos no deja de suspirar.