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Rubia...

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Rubia...
de Joaquín Díaz Garcés


Es rubia. Tiene mucho calor en su seno, mucha pasión en su espíritu. Cuando algo la agita, efervesce como un volcán. Los que la aman y se abrazan a ella se incendian como un manojo de espigas acercado a una llama. Es traidora, porque cuando parece que acaricia, perturba la cabeza y sopla al oído la proposición del mal; ella aconseja el amor, pone alas al arrojo, impulsa al trabajo; pero no tarda también en hacer mortífero el trabajo, temerario el arrojo y sangriento el amor. Ha recibido de la madre tierra su savia benéfica; ha purificado su espíritu sobre el fuego; y ha largado su blanca y ondeada cabellera de espuma bajo el sol.

Es ella; la chica, la rubia y tentadora sirena que desde el fondo de la pipa de raulí canta su canción de vida. Al través de las tablas húmedas y unidas con el zuncho de acero, aparecen las burbujas de espuma blanca como la nieve, y parece que la malvada se ríe mostrando por las rendijas sus dientes de marfil.

Amenazadora en el fondo de cobre, cuando el blanco espumarajo se agita en la superficie y arde en el fogón el tronco de espino, se torna tranquila, soñolienta, pacífica, como envuelta en un sopor inconsciente, dentro de la gran pipa metida en el rincón de la bodega oscura. Es la crisálida que comienza a echar alitas impalpables.

La damajuana, encerrada en su cubierta de mimbres, recibe el chorro al través del largo embudo de latón, y al retirarse éste, aparece en la boca el copo de espuma que burbujea y se apaga. Es la mariposa que quiere tender el vuelo.

Más tarde, puesta en el vaso de vidrio, larga un perfume picante que llega a la garganta antes que el líquido. En la superficie, un millar de burbujas se forman y estallan. Es la esencia que vuela.

Barbey d'Aurevilly ha hablado de un loco que estaba enamorado de su espada. El día que se abrazó con ella, fue el último de su amor. También ha habido en Chile millares de locos enamorados de la baya. Y el día que han querido unirse con ella para siempre, han recibido la puñalada por la espalda. Sí; la baya sabe querer; pero es infiel como las mujeres turcas.

La Liga Anti-Alcohólica debe hacer la vista gorda ante las legítimas expansiones que produce la primera damajuana de chicha. Lo mejor de todo, lo más razonable, lo más prudente, sería que se declarara a todos los vientos que la chicha no es alcohol. ¡Que lo desmienten los hechos! ¿Quién le cree a los hechos?

Cerremos por un momento los ojos para abrir los de la fantasía. Todas las viñas han estremecido su follaje de grandes hojas verdes, bajo una plaga exterminadora e incansable. La vendimia ha llegado a todas partes con su chupalla de paja tostada para defenderse del sol, morena la cara, morenas las manos, negros, negrísimos los ojos. Las cortadoras de racimos se han diseminado cantando entre dientes. Y a la tarde, la carreta se acerca al elevado portón de la bodega, y van pasando los canastos, cargados del negro racimo de uva moscatel, de los dorados pámpanos de chaselat y torontel y de los largos y desnudos colgajos de la pequeña pero dulcísima uva del país.

El jugo de toda esa carga, que es azúcar puro, cae al lagar y se filtra lentamente hasta el fondo de cobre que espera el momento de poner en ebullición el líquido y hacer salir del fuego, como el ave fénix, la joven y hermosa amiga de todos.

Más tarde a la luz de dos o tres chonchones de parafina, se proyecta en las murallas de adobes sin enlucir la sombra gigantesca de los trabajadores que alimentan el horno con manojos de sarmientos, y recogen la espuma que hierve y se agita en la superficie, con la gran espumadera de hojalata.

El primer rayo de sol que cae a la bodega alumbra el líquido tibio aún en las enfriaderas, que lo retienen con la suavidad con que se cuida a un convaleciente.

Cerremos los ojos para ver con los de la fantasía cómo por todas las largas alamedas vecinas a Santiago vienen las carretas cargadas de pipas. Parece que un ejército vencedor se acerca a la ciudad vencida. La gente no se descubre ni aclama con barras de triunfo esa larga caravana que avanza y avanza hacia Santiago; pero ensancha su pecho, aspira con fuerza el perfume que se escapa de los recipientes y siente que en sus venas la sangre corre más deprisa, pesan menos los pies y se ve más claro y más luminoso el día.

No necesita el soldado que en la puerta del cuartel lleva la bayoneta al hombro, preguntar a nadie lo que va pasando en esa carreta que golpea trabajosamente sobre el pavimento y produce un ruido de ferretería que se desarma. ¡Pero siente más emoción que si divisara al comandante!

No pregunta tampoco el roto que clava los rieles en el medio de la calle lo que contienen esos barriles con su espiche clavado en la tapa. Le emocionan mucho más que si pasara en la plataforma del carro una conductora buenamoza.

Todos se miran, se sonríen. ¡Ha llegado! ¿Quién? Ella. Ha llegado y la pasearían en triunfo como se ha paseado en París a la belleza en noches de Carnaval. Ha llegado; y hombres, mujeres, niños, soldados, peones, se agrupan a su lado, con el vaso en la mano.

Es la amiga de todos; habla en un lenguaje que todos entienden; llega hasta las venas como si entrara al cuerpo otra alma; dilata las pupilas y las alumbra; pone alas en los pies e ilumina el cerebro.

Se ha logrado llevar a las batallas el charqui y los frejoles condensados. El día en que se pueda llevar toda la producción de chicha de nuestras viñas concretadas en pequeñas tabletas en el bagaje del ejército... ¡amarrarse los pantalones, amigos y vecinos del norte y del este!