Rufina 3

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El Museo Universal (1869)
Rufina 3
de José M. Gutiérrez de Alba


RUFINA ó UNA TERRIBLE HISTORIA.

(Continuación.)

En los tiempos de mis abuelos hubo en esa hacienda que habéis dejado á la espalda, cuando os dirigíais á mi choza, una familia honrada, compuesta de un anciano, que había envejecido en ella al servicio de sus dueños, y un hijo suyo que se había criado en la casa, y qué á los pocos años de matrimonio, perdió á su mujer, de la cual le quedó una niña. El anciano se llamaba el tio Pablo, era estimado de todos por su honradez, habia servido con lealtad á su dueño y los hijos de éste, y los hijos de sus hijos le consideraban como de la familia. Andrés, el hijo del tio Pablo, era tan querido como su padre, porque tenia sus mismas virtudes; había trabajado, como el, incesantemente, por acrecentar la hacienda que su amo le tenia confiada, y cuando el pobre viejo, á quien debía la vida, acabó de romperse y quedó inutilizado y ciego, fue él encargado en la dirección de todas las faenas de la labranza. El amo, que era de su misma edad, que habia jugado con él cuando ambos ¡eran niños, y que tenia buen corazón, le estimaba como á un hermano y tenia en él uua confianza ciega. El tio Pablo y Andrés eran felioes, cuando Dios llamó á la esposa de este último á su seno, dejándole como memoria á la tierna criatura que habia sido bautizada en los brazos de sus amos y recibido el nombre de Rufina. La niña tenía apenas dos años, cuando su madre murió; era muy hermosa, y sus padrinos se empeñaron en llevarla á Sevilla, para educarla en su propia casa, lo cual el padre no podía hacer en el campo. El tio Pablo y Andrés consintieron en ello, aunque con disgusto, y la niña fué conducida á la casa de. Don Félix con regocijo de su esposa, porque ellos no tenian mas que un hijo de doce años, enfermo siempre, y que daba pocas esperanzas de prolongar mucho lieupo su vida. Fernando, que asi se llamaba el jóven, recibió á la huerfanita como á una hermana; y como todas las naturalezas débiles, encontrando en la niña un cariño franco, una solicitud y una ternura, eslrañas hasta cierto punto á su edad, le consagró también un amor mezclado de gratitud, y empezó á vivir en ella y por ella. Al paso que Rufina crecí.i en edad, en gentileza y en hermosura, Fernando fue venciendo también su enfermiza constitución, y en el tránsito de la pubertad adquirió todo el vigor y robustez de que habia carecido en la infancia. El jóven fue entonees dedicado por sus padres á una carrera, y empezó á estudiar con aprovechamiento para ser abogado. En este tiempo murió la esposa de don Félix. Rufina contaba ya diez y seis años y Fernando veintidós. La huérfana, cuya inteligencia y disposición eran admirables, recibió el cargo de la dirección de la casa; y su padrino, que tenia el proyecto de enlazarla con su hijo, cuando este concluyera sus estudios, completaba al mismo tiempo la educación de la jóven, para que ocupara dignamente el lugar que le tenia destinado. Fernando amaba á Rufina con ternura; habia dado siempre muestras de ser un hijo obediente, y jamás habia causado el menor disgusto á sus padres; pero los consejos de un falso amigo le desviaron de la senda del deber, ocasionándole, con la agena, su propia desgracia. Al llegar aquí, el anciano narrador quiso tomar un respiro; la bota circuló como un agradable paréntesis; encendimos nuestros cigarros; volvió á añadirse leña á la ya amortiguada lumbre; y al cabo de algunos minutos nos dispusimos todos á escuchar, y el pastor á proseguir su interrumpida historia.

VI. EL ROBO D0MÉSTICO.

Uno de los amigos mas íntimos que tenia el jóven (continuó el tio Fierabrás, después de limpiarse la boca con la manga de su chaqueta de jerga), era un mancebo, llamado Martin, cuya ocupación esclusiva era el juego con todos los demás vicios que acampanan siempre á esa pasión desdichada. Martin concluyó por ganarse el corazón de Fernando; le hizo tomar parte en todas sus orgías; pasar noches enteras fuera de su casa; dando á su padre infinitas desazones y haciendo derramar á la pobre Rufina lágrimas de profundo dolor, que devoraba en silencio. El falso amigo de Fernando habia visto en diferentes ocasiones a la hija de Andrés, y estaba perdidamente enamorado de ella. La jóven habia recibido siempre con indignación las protestas amorosas que aquel se habia atrevido dirigirle, y este era un nuevo incentivo á la pasión del desairado mancebo. La última vez que este tuvo ocasion de hablar á Rufina, para recibir, como siempre, una repulsa, la amenazó con que habia de vengarse de una manera cruel de sus desdenes.

La joven se sonrió con desprecio, y Martin comenzó desde entónces á preparar su venganza. Fernando tenia delante de los ojos esa venda fatal enn que el vicio nos ciega, hasta precipitarnos en el abismo; Martin era para él un oráculo, y seguía sin vacilar todos sus consejos, por depravados que fuesen. Por instigación suya, el hijo de don Félix tuvo la debilidad de recurrir á Rufina en una de sus pérdidas al juego, en que había contraído una deuda do honor con una persona desconocida. Rufina amaba á Fernando, y el amor tiene sus goces en el sacrificio. La joven vendió un collar que conservaba de su madre; reunió la cantidad necesaria para salvar el honor de su amado, y, sin que él la viese, se la dejó en su aposento, con una carta que decía así:

« Despierta, Fernando, y vuelve al cariño de tu padre y á la ternura de la que otras veces te merecía el nombre de hermana.»

Fernando tomó aquel dinero, sin cuidarse de donde procedía; volvió á jugar; y volvió hallarse en los mismos apuros. Su padre que le amaba con ese. amor que solo los padres tienen por sus hijos, intentó, como medio de corregir sus desórdenes, enviarlo á continuar sus estudios á Salamanca, por ver sí por nuevos y mejores amigos se mejoraban también sus costumbres. El joven aceptó, por huir de Sevilla, donde le asediaban de continuo sus acreedores; pero antes de partir, y guiado siempre por su fatal consejero, se proporcionó una llave con la cual robó á su padre una gruesa suma, que disipó alegremente en compañía de su amigo. Don Félix advirtió la falta de aquel dinero; dudó de todos, menos de Fernando; calló para descubrir mejor el autor del crimen, y empezó á observar á todos los de la casa. Tres horas hacia que Fernando se habia despedido de su padre y de Rufina, cuyos ojos aun no se habían enjugado; pero, en vez de partir para su destino, el joven se habia quedado oculto en Sevilla, después de perder hasta el último real de los que le había entregado su padre.

Volver a su casa era imposible; imposible también partir para Salamanca, sin dinero. Entonces se arrepentió de su conducta; pero ya era tarde.

¿Qué hacer? ¿A quién recurrir?

A Rufina.

Martin lo aprobó, y él mismo dictó la carta que habían de dirigir á la jóven. Éste era el último y el más seguro lazo que le podia tender para perderla, conociendo el amor que ella profesaba á Fernando y de cuánto es capaz una mujer que ama.

La carta de Fernando á Rufina estaba concebida en esos términos:

«Acabo de cometer la última locura; en vez de salir para Salamanca, he permanecido oculto en esta ciudad, donde el vicio, de que reniego para siempre, me ha dejado sin un real para emprender mi viaje. Si en gracia de mi sincero arrepentimiento quieres salvarme otra vez de la deshonra y de la muerte, envíame sin falta quinientos ducados al lugar que el dador te indique, al entregarte la llave bajo la cual mi padre oculta sus riquezas. Si éste llega á saber mi situación, ó si á las seis de la mañana no he recibido la suma, á las siete ya habrá dejado de existir tu desgraciado hermano

Fernando.

La carta y la llave llegaron á poder de Rufina á las ocho de la noche. Al mismo tiempo, don Félix recibía otra carta anónima que sólo contenia estas palabras:

«Vigilad, que esta noche debe llevar otro asalto vuestro tesoro.»

Los ojos de la joven se habían quedado por largo tiempo fijos sobre el papel que acababan de entregarle; conocía sobradamente la letra de Fernando para dudar de que su mano hubiese trazado aquel fatal escrito; pero no podia convencerse de que el hijo de su bienhechor, su amigo inseparable de la infancia, su hermano, como él mismo se decia, le propusiese un crimen y le enseñase el camino para cometerlo.

Si el plazo fatal que se le fijaba hubiese permitido alguna dilación, la joven no hubiera vacilado en deshacerse de las últimas prendas que le quedaban de su madre, para salvar al desgraciado mancebo; pero este medio era absolutamente imposible en aquella noche. La infeliz huérfana se encerró en su cuarto á meditar y á llorar, sin encontrar consuelo, y sin atreverse á tomar una resolución definitiva entre el crimen que habia de deshonrarla y envilecerla y la muerte del hombre á quien amaba con toda su alma. Al fin este sentimiento triunfó en la lucha sostenida contra el deber, y la nieta del tio Pablo se decidió á tomar la suma que debía salvar á su amante, con la intención de volverla á su puesto, tan pronto como la pudiese adquirir, vendiendo cuanto le restaba. Las habitaciones que ocupaba don Félix estaban poco distantes de la suya, sobre todo aquella en que se hallaba el mueble, cuya llave se le habia enviado.

A las doce de la noche, cuando todo estaba en silencio, la joven salió de su cuarto, trémula y casi privada de acción para consumar el hecho de que ella misma se horrorizaba; pero el temor de perder á Fernando para siempre en el instante en que empezaba su arrepentimiento, le prestó las fuerzas necesarias para proseguir, y continuó adelante, sosteniéndose contraías paredes para no caer bajo el peso de la vergüenza que su propia conducta le inspiraba. Cuando llegó al cofre, ajustó, después de una nueva vacilación, la llave fatal con temblorosa mano á la cerradura; giró en torno de sí los llorosos ojos en medio de la oscuridad, y abierta la tapa, sus dedos crispados por la convulsión de la fiebre tocaron el oro.

Al mismo tiempo, abrióse la puerta do la habitación de don Félix, y éste se presentó con una luz en la mano delante de Rufina que, lanzando un grito de horror, cayó al suelo desmayada.

—¡Pobrecilla! exclamaron a una vez todos los que componían el atento y conmovido auditorio del tío Fierabrás, que satisfecho del interés que su narración escitaba, continuó al cabo de algunos instantes.

(Se continuará.)

JOSÉ M. GUTIÉRREZ DE ALBA.