San Antonio de Montesclaros

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Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
San Antonio de Montesclaros


A poco más de noventa leguas de Arequipa y a cuarenta leguas del mar existe en la provincia de la Unión el famoso mineral de San Antonio de Montesclaros, que fue propiedad del rey de España. Mes hubo en que, sin contar lo que se evaporó entre las uñas de los empleados reales, produjo la mina una docena de arrobas de oro. ¡Aprieta, manco! Yo no lo aseguro, y me atengo a afirmaciones ajenas y a lo que consignan plumas tenidas por muy veraces.

Sea de esto lo que fuere, lo positivo es que hasta nuestros días ha llegado la fama de la riqueza del mineral, y que desde el pasado siglo no han sido flojos los afanes para encontrar la bocamina, tapada por un derrumbe del cerro. El ilustre geólogo y naturalista don Nicolás de Piérola, por los años de 1825 a 1830 emprendió la obra de un socavón o galería de cincuenta varas en busca de la veta principal; pero la falta de capitales lo obligó a suspender el trabajo, si bien quedó convencido de que hasta en los desmontes había tierra aurífera.

Hoy mismo (1883) asegúrannos que se ha organizado una sociedad para echar a un lado la pigricia de nueve a diez mil metros cúbicos de arena, cascajo y piedra, confiando en que al fin de la tarea (que no es magna, pues ni demanda largos meses ni subido desembolso) se descubrirá la entrada a la mina de tradicional riqueza, y no habrá más que hacer que llenarse de oro los bolsillos. Dios los ampare, que prójimos son y en desearles bien lleno evangélico precepto.

Para mí no es inverosímil el buen éxito, desde que es incuestionable la abundancia de vetas de oro en los cerros de la Unión. En 1830, como si dijéramos ayer, un indio, Angelino Torres, descubrió la prodigiosa veta de Huayllura, que en tres años produjo seis milloncejos. El hecho es contemporáneo y de sencilla comprobación. Acaso en otra leyenda refiera la causa que en 1834 obligó a Angelino Torres a derrumbar la mina; pues por hoy sólo me propongo poner en letras de molde lo que cuentan los indios sobre el cataclismo de San Antonio de Montesclaros, acaecido a fines del siglo XVII.

Administraba la ruina un vizcaíno nombrado don Ireneo Villena y Gorrochátogui, quien vino desde España, designado por su majestad, para el desempeño del cargo, y provisto de omnímodas atribuciones y regalías que hacían de él altísimo personaje. Los seiscientos mitayos puestos bajo sus órdenes le tenían más miedo que al tifus; que el vizcaíno era hombre muy de la cáscara amarga y que por un pelillo mataba a palos a un indio, como quien mata a un perro sarnoso. Según él, para los cholos no había cielo ni infierno, sino purgatorio eterno en esta vida y en la otra.

En una de las galerías de la mina levantó don Ireneo una capilla, donde un sacerdote, contratado por él con el carácter de capellán, celebraba misa los días de obligado precepto y en las noches doctrinaba a los indios y les hacía rezar el rosario.

La capilla estaba dedicada a San Antonio, cuya efigie era de oro y medía más de media vara de altura.

Bajo el altar en que estaba colocado el santo patrono de la mina había una trampa o puerta secreta que conducía a un depósito de seis varas cuadradas, en el cual se guardaban las barrillas de oro que, como el de Australia, es de veintitrés quilates. Para penetrar en el depósito era indispensable mover un resorte que formaba el dedo gordo del pie derecho de la efigie. Giraba entonces San Antonio, dando la espalda al administrador, que era la única persona que conocía el mecanismo pedestre, y abríase la portezuela.

No podía, pues, el tesoro tener mejor guardián.

Aconteció que un domingo hallábanse congregados todos los indios en la capilla y revestido el sacerdote, y la misa no tenía cuando empezarse, porque el señor don Ireneo no daba acuerdo de su persona, entretenido en subversiva conversación con una hembra del caserío vecino. Pasaba el tiempo, y aburrido el capellán dijo a un indio que saliese a avisar al señor administrador que era hora de misa.

-Que espere ese monigote -contestó don Ireneo.

Y pasaron quince minutos, y volvió el indio con nueva embajada, y regresó con idéntica respuesta. El capellán se fastidió de seguir esperando, y subió la gradilla del altar. Llegaba al ite misa est, volviéndose al concurso para echar la bendición, cuando se presentó en la capilla don Ireneo, más furioso que tigre mordido.

-¡Cómo se entiende, seor monigote! ¿Le pago a usted mi plata para que se me insubordine? ¡Caracolines!

Y alzando el puño, dio tan feroz trompada al capellán que le desbarató las narices. Cayó el infeliz bañado en sangre y sobre su cuerpo repiqueteó don Ireneo una zarabanda de patadas, mandándolo después poner fuera de la ruina.

Añade la tradición que aquella noche el cerro se meció como hamaca por diez minutos; que el terremoto produjo un derrumbe tal, que se perdió por completo hasta la memoria del sitio donde estuvo la bocamina, y que se vio por los aires una legión de diablos llevándose el alma de don beato.