San Sebastián, coso taurino : 03
Capítulo III
Lolita Acuña aproximose lentamente, arrastrando con majestad de reina la larga cola de su vestido de encajes blancos y sonriendo, bajo el enigma de su pastora agobiada de lirios, con su fresca sonrisa de marfil y grana, al grupo en que Julito Calabrés loaba los ojos de Carolina Acosta, las claras pupilas en que parece dormir un ensueño romántico.
A las mesas del treinta y cuarenta era casi imposible acercarse, pues, como domingo, la concurrencia era numerosísima, reforzados los habituales con las gentes venidas para los toros, más los papás domingueros que, mientras las niñas bailaban el cotillón, daban una vueltecita por las nefandas salas del crimen, y, además, hacía un calor terrible, exasperado por la tormenta que amagaba, sin llegar a estallar.
En la salita chica acababa de abrirse la partida de «bacarrat», y Fuentes tallaba bancas y las perdía con la misma serena elegancia con que pasaba los toros en la Plaza. Paca Campanada jugaba, fumaba, decía chistes y, contenta de ganar, más por la alegría de la buena suerte que por la ganancia misma, repartía dinero a los que perdían para que siguiesen jugando, con aquella su generosidad llena de airoso desprendimiento, clásica generosidad de maja duquesa que le hacia simpática. Junto a ella, el marqués viudo de Casa-Temblante jugaba fuerte, y contento de su fortuna, daba rodillazos a Eloísa, que, desatinada en un juego contrario al de todos los demás, era la única que perdía.
Estaba guapa la cubana. El traje de gasa azul cobalto, bordado de nácar de colores, hacía aún más dorado su cutis de princesa oriental, y el sombrero minúsculo, coronado por enorme pluma esmeralda, dejaba escapar los negros rizos que nimbaban de infinita gracia el rostro de la criolla.
En torno de la mesa agolpábanse los puntos de todas castas y pelajes, en esa promiscuidad de los casinos en que un vicio común hace amigos y aun camaradas, por espacio de algunas horas, a gentes de las más diversas y antagónicas esferas sociales que, alejadas del tapete verde, ni aun se dignarían mirarse. Y así, veíase a las señoras consultar a las entretenidas jugadas, sonreírles ante un golpe común de fortuna y hasta prestarles esos menudos servicios posibles en las mesas de juego. Veíase a finchados caballeros, mil veces jueces severos en los tribunales de honor, codearse de igual a igual con aventureros, que si eran caballeros lo eran de industria; haciendo bueno el axioma que dice que el vicio es el único verdadero nivelador social que existe. Allí la baronesa de Torrante, con su noble belleza de Minerva clásica y su atavío muy sencillo, muy señora, reía las atrocidades de Pepita Chacón, una comiquilla injerta de «cocotte» cuya especialidad eran los papeles de golfo y gitanillo, que subrayaba deliciosamente con su sonrisa pícara y sus ojos desvergonzados de pillete. Un poco más lejos, Mercedes, «la Desequilibrada», con la cabeza tapada por una campana que apenas le dejaba ver, pedía luises a don Rosendo, el fanático jugador que perdía o ganaba miles de duros como podría beber un vaso de agua, y vigilaba amable los desvaríos amatorios de Chuchita y Pilili Gutiérrez, dos chiquillas que tenían demasiado corazón para vivir del amor; mientras que en la silla de al lado, y junto a la severa viuda de Chinchón Nolasco, envuelta aún en los crespones de su inconsolable viudez, Pilar Labra, espléndida en su belleza de retrato del siglo XVIII (aquella dama, con su cutis terso, sus labios rojos, sus claros ojos, sus cabellos blancos y la suntuosidad de sus «toilettes», tenía el prestigio de una marquesa de Pompadour), jugaba fuerte, sin perjuicio de vigilar los primeros pasos de su sobrina por los senderos de la virtud.
Casimira Pereira, sin apurarse mucho, pese a sus severidades de la promiscuidad a que en aquel medio estaba condenada, cruzó la sala grande, y con pretexto de gastar una broma a Paca Campanada, acercose a la mesa del «bacarrat» para ver lo que hacía el marqués.
Justamente en aquel momento Eloísa acababa de ver volar su último billete de cincuenta pesetas y se disponía a marcharse. El caballero, adivinando su intención o incapaz de resignarse a perder una compañera tan agradable y con quien aquellos tactos de rodilla prometían futuras y fantásticas delicias, la interrogó:
-¿Se va usted ya?
-Sí, no me queda aquí ni un cuarto. «Tout est perdu, moins l'honneur!»
El marqués ofreció amablemente:
-Si usted quiere, yo le prestaré. Así como así, gano un dineral.
-Muchas gracias; pero no vale la pena...
-¡Por Dios! -insistió él-. Entre compañeros es lo más natural.
Ella agradeció rehusando:
-Si es que no quiero jugar más. Estoy de malas y perderé lo mismo.
Insistió él reiterando la oferta:
-¿Es que no quiere usted aceptar nada mío?
-¡Qué tontería! Si lo toma así, présteme dos luises.
El vejete entregó dos fichas con la mejor de sus sonrisas. Casimira pegó un respingo y, volviéndose hacia Julito que observaba curioso, murmuró:
-¡Qué desvergüenza!
Él había visto perfectamente la escena, pero, por tirarle de la lengua, se hizo de nuevas:
-¿Cuál?
-El marqués, que le ha dado dos luises a esa mujer.
-Me parece barato -murmuró él, irónico.
Eloísa había puesto las fichas sobre el tapete, pero el banquero abatió con nueve y, cansada de perder y rehuyendo nuevas ofertas de su adorador, se puso en pie.
-Gracias, y mañana se lo daré.
-¡Qué tontería! -murmuró él galantemente.
La americana se abrió paso, y viendo a Julito con la Pereira, aproximose a ellos y les tendió la mano. Pero mientras que el muchacho se la estrechaba cordialmente, la seudo elegante le volvió la espalda y siguió su camino envuelta en su dignidad como en una clámide.