San Sebastián, coso taurino : 06
Capítulo VI
Después de colgar en el ventanillo el ansiado cartelito: «No hay billetes», don Honorato cerró el cristal, echó la llave a la caja y encaminose entre bastidores.
La cosa iba bien, muy bien; tirarían patatas a la interesada, pero el éxito de taquilla no se lo quitaba nadie. ¡El «Palacio de la Ilusión», vacío durante todo el verano, lleno ahora de bote en bote! Y eso que al observar la gran demanda de localidades, había suprimido, primero gran parte de la claque, y luego, a última hora, y como la demanda arreciase y no quedase billetaje, la había suprimido del todo, dejando a la debutante a merced del público, pero embolsándose él unos cientos de pesetas más. ¡Al fin y al cabo, lo mismo daba! ¡De todos modos, se iba a oír la pita en Cuba!
Miró por una rasgadura del telón y frotose las manos satisfecho. ¡Lleno de bote en bote! ¡Y qué público! Lo mejor de San Sebastián y Biarritz! Verdad que para estreno o debut era el peor, pues ni sentía como el público popular, que se emociona, ríe y llora, identificado con los personajes, ni meditaba, saboreando lo bueno y rechazando lo malo, como los intelectuales. Aquel público frívolo iba al teatro como a los toros, o a las carreras, o al Hípico, a divertirse mejor dicho, a matar el aburrimiento, sin importarles el espectáculo, sino teniendo el espectáculo en ellos mismos, en sus elegancias, sus devaneos y sus rivalidades. Como los conocía de antiguo, había arreglado la primera parte del espectáculo, o sea el cinematógrafo, a su gusto. Nada de viajes, a aquellas gentes que iban a los puertos de mar y no llegaban a verlo, y a las montañas a escuchar en la terraza del hotel la música de los zínganos, o a perder en los caballitos el dinero, los paisajes les reventaban; nada de cosas antiguas, que les tenían sin cuidado, ni de bailes populares, que les hacían bostezar. Primero una película graciosa para desarrugarles el ceño, luego una trágica, para seriorizarles algo.
La verdad es que el aspecto del teatro era imponente. La salita, de un estilo pompeyano convencional, con demasiados golpes de purpurina sobre fondo ladrillo, y demasiados monstruos, hibridación de león y mujer, más propios de la fauna decorativa asiria, con su techo abovedado y sus palcos Luis XVI sustentados por columnas corintias, ofrecía aquella noche aspecto deslumbrador. Sobre los dorados antepechos de los balcones, damas de la aristocracia de sangre y la aristocracia del amor lucían la albura de sus escotes en fantástica exposición de desnudeces y sumían sus rostros, embadurnados de afeites, en la penumbra de los sombreros inverosímiles. En un palco Casimira Albujarrota, con la embajadora de Finlandia -muy discreta en su aspecto de emperatriz de casa modesta- y la condesa de Fuentronada, constituían un a modo de supremo tribunal de respetabilidad; en el palco frontero la Sevilla reía con desgaire, muy española, muy chulona a pesar del sombrero parisiense. Después venían las de la Campanada, la condesa dormida beatíficamente, ladeado el sombrero y un hilo de brillantes de doscientos cincuenta mil francos colgando sobre el barandal; Rosaura, muy lánguida, muy bella, desvaneciéndose entre nevadas gasas y azucenas, y Paca, de pie, ostentando su empaque varonil dispuesta a escandalizar, a llamar la atención y a hacer incongruencias. Frente a ella Lina Monreal y María Montaraz hablaban con un palco de hombres, mientras junto a ellas una «cocotte» de Biarritz, que parecía una muñeca, sonreía con su sonrisa de porcelana.
Abajo, en el patio de butacas, agolpábanse todos los muchachos de San Sebastián en confuso bullir de colmena.
Apagose la luz y callaron todos a la expectativa. Empezó el cinematógrafo. La primera película, la de risa; tratábase de una de esas absurdas aventuras en que un ladrón huye perseguido por una serie de gentes idiotas que no hacen más que caerse los unos sobre los otros, sin ton ni son. Al público no le gustó y algunos patearon de impaciencia. La segunda, muy sentimental, en que la pecadora, arrepentida, vuelve al hogar después de correrla por ahí y es perdonada por mediación de la hija, la tomó aquel público, poco dado al patetismo, a broma, y al amparo de la obscuridad salieron de las filas de butacas algunas groserías y algunos gemidos, que arrancaron grandes carcajadas a los espectadores.
Tras el telón, don Honorato había dejado de frotarse las manos. La cosa iba mal. Malo que se aburriesen, pero peor que lo tomasen a guasa. Con aquella gente todo era empezar. Y como un tramoyista le diese un empujón y el apuntador le anunciase que el debut iba a empezar, dejó su observatorio y colose entre bastidores.
Había vuelto a encenderse la luz y la orquesta preludiaba la sinfonía. A los pocos compases el público en masa la acompañaba. Malo.
Alzose lentamente el telón y apareció una decoración tropical. Alguien recordó el cocotero de marras, y los que iban dispuestos a reírse de todo no dejaron de comentar burlescamente el silencio de un loro que el escenógrafo había colocado allí para dar color local. Al fin apareció Eloísa. Estaba guapa, y la concurrencia, pese a su firme propósito de encontrarlo todo mal, hubo de reconocerlo así. El traje de lentejuelas de color rojo muy obscuro daba realce a la gracia un poco pueril del cuerpo, y hacía aún más dorada la piel de los senos, que se erguían petulantes entre las llamaradas de gasa. El rostro, adelgazado por los malos ratos, tenía un doliente encanto, agrandado por la sonrisa triste que florecía en los labios y por los ojos inmensos, tenebrosos, que eran como ventanas abiertas sobre el misterio.
Pero comenzó a cantar y el encanto quedó roto. No es que lo hiciese mal precisamente; lo hacía regular; pero la voz era escasa, los cuplés, vulgares. No podía rivalizar con la «Fornarina» ni con Amalia Molina: carecía de la gracia de la Fons y del pecador encanto de la «Chelito».
Primero la escucharon atentamente, luego comenzaron a impacientarse e iniciaron un leve pateo. Al fin, como soltase un gallo, azorada ya, una voz burlona la imitó, y luego otra, y otra. Al fin cayó el telón, entre un silencio glacial.
Ahora la música abordaba la segunda parte de programa, el preludio de la tragedia, y el público, entregado ya a franca burla, reía, gritaba, se metía con los músicos o cantaba a coro.
Entre bastidores, Eloísa, vestida para la tragedia, hablaba desalentada con el empresario, Julito Calabrés y otros dos amigos.
-¡Esto va muy mal! -suspiró ella, casi vencida.
Don Honorato fue grosero, y olvidando los buenos cuartos que se había embolsado, o irritado por el pateo, dijo:
-Por eso no me gusta probar aventuras en mi teatro. -Y añadió entre dientes: -¿Para qué se meterá cierta gente en camisa de once varas?
Lleno de simpatía, Julito Calabrés trató de consolar a la cuitada:
-No hagas caso. Todos los grandes artistas, en sus comienzos, han tenido tropiezos. Además, no has estado mal. Cuando adquieras más seguridad y soltura y el público no tenga un «parti-pris», triunfarás. Pero, además, lo pasado era lo peor; lo que viene ahora es lo que tú dominas.
-No comprendo -terció un señor que había allí- la severidad del público. Aquí, que se aplauden tantas fachas que ni son guapas, ni artistas, protestarle a usted, que es las dos cosas...
-Si es el público -insistió Higuerilla, grosero siempre-, el público ése, que la toma con los suyos. Por eso no quiere señoras.
Sonó el timbre, anunciando el comienzo del espectáculo. En aquel momento entró Fernando Morales y se puso a hablar con Julito. Por un fenómeno nervioso muy común, Eloísa olvidó el peligro próximo y escuchó vagamente lo que hablaba.
-... «el Gauchito»... en el tercer toro... una cornada en el vientre... gravísimo... se cree que no saldrá de la noche...
La cubana, loca de horror, quiso correr hacia ellos; pero Ratón la empujó brutalmente, y tuteándola con insólita grosería, murmuró:
-¡Pero no ves que te esperan! ¡Te has vuelto loca!
Y Eloísa se encontró en medio de la escena. El alma salvaje que vivía en ella surgió de improviso y olvidó todo, el lugar, la escena, el público, el empresario, su debut, todo, para sólo pensar en el horror de su amante moribundo, ensangrentado, con el vientre abierto por una cornada. Lanzó un grito desgarrado, agudo, estridente, y se dejó caer al suelo, donde siguió gimiendo, presa de angustia infinita. Luego, aquel dolor fue creciendo, agrandándose, estallando en sollozos, en gemidos, en gritos de lunática. Y se revolcó por el suelo, desgarrando sus vestiduras, mesándose los cabellos, azotando el suelo con la cabeza desmelenada de Medusa. Habíase erguido, y con el rostro cadavérico, los labios blancos y los ojos fuera de las órbitas, dio tres pasos por escena, lanzó un grito supremo y cayó al suelo.
El público, electrizado, creyendo que aquello era la tragedia, se había incorporado y aplaudía furiosamente, mientras la cortina caía, ocultando con los laureles de la victoria la catástrofe pasional.