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Sancho Saldaña: 32

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXXII

Capítulo XXXII

Ya vencedor, ya vencido,
se ve cada cual a instantes,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Con más enojo acometen
y con brazo más pujante,
espumarajos vertiendo
silenciosos y tenaces.


Era Sancho Saldaña demasiado buen capitán para no haber dejado algunos cuerpos de reserva con que volver al combate en caso de una derrota, por lo que metiendo espuelas a su caballo, y desesperado de rehacer a aquellos cobardes, trató sólo de renovar el combate con nuevas fuerzas.

Luego que llegó a la izquierda del camino que va desde Segovia a Cuéllar, donde había dejado unos dos mil caballos, mandóles que le siguiesen, se puso al frente de aquellas tropas, y a todo galope volvió al sitio de la pelea. Estaba ya el ejército rebelde tan confiado en su triunfo, que, sin cuidar de otra cosa que de perseguir a los fugitivos, se hallaban desbandados y sin orden, impelidos del ardor que hacía que cada uno obrase aisladamente, y guiado sólo de su valentía. Los pocos parciales combates que acá y allá sostenían con los más bravos que preferían la muerte a la fuga, no hacían sino aumentar el desorden, acudiendo cada uno a donde su propio instinto le llevaba creyéndose más necesario. Veíanse algunos grupos arremolinados peleando aquí y allí, huía acullá un caballero seguido de dos o más que le iban a los alcances, corrían a rienda suelta en montón muchos otros vencidos y vencedores confusamente, y algunos heridos y caídos luchaban todavía en el suelo unos contra otros, a la par que con las agonías de la muerte.

Tal era la situación de ambos ejércitos cuando llegó Saldaña. Venía delante de las tropas que conducía, gritando con voz de trueno a los fugitivos que se detuviesen, y procurando asimismo que se formasen a retaguardia. El primero que ordenó su tropa fue el veterano Martín Gutiérrez, que dio aquel día repetidas pruebas de ser tan valiente en la guerra como fanfarrón era en la paz, y que había logrado más de una vez contener el ímpetu del enemigo. Un clamor general de alegría en los unos y de sorpresa en los otros fue la señal de la llegada de aquel inesperado socorro, y las trompetas de los rebeldes empezaron a tocar llamada.

Estaba Hernando de Iscar prisionero desde la noche anterior en el campamento de don Sancho con su buen Nuño, que asimismo había caído en la red que había tendido a Hernando el hipócrita Zacarías. Persuadido que iba a decidir la suerte de la guerra si el rey caía en su poder, había tomado el señor de Iscar cuantas medidas de seguridad creyó necesarias para el logro de su empresa; pero guiado en todas ellas por Zacarías, tuvo éste buen cuidado de que todas fuesen inútiles. El orgullo de ser él solo quien acabase con tan acertado golpe una guerra cuyo término parecía tan dudoso, deslumbró al intrépido Hernando, que cayendo con sus cuarenta jinetes en una emboscada, dispuesta ya de antemano, se halló rodeado de pronto por más de trescientos hombres, quienes después de un muy reñido y obstinado combate se apoderaron de su persona.

En vano fue allí el valor y aun la temeridad, porque ahogados por el número de sus contrarios, nada pudieron hacer sino morir matando, habiendo quedado tendidos noblemente en el campo casi todos los veteranos de Iscar, Hernando herido malamente en el brazo derecho de una estocada, y Nuño, que habiendo perdido el caballo, cayó en tierra y al punto fue aprisionado. Tuvo el buen viejo no obstante la fortuna de abrirle a Zacarías la cabeza al momento que fueron acometidos, aunque el hipócrita evitó en parte el golpe derribándose en el suelo en el mismo instante, por lo que llevaba sin duda liado el lienzo blanco de que hemos hecho mención. En resolución, Jimeno, que mandaba aquella emboscada, no dejó nada que desear a su amo, habiendo aprisionado al de Iscar, que era el blanco de sus deseos, puesto que le costó perder treinta jinetes de los mejores. Hallábanse amo y criado, prisioneros ahora en una torre perteneciente al señor de Cuéllar que a un cuarto de legua del sitio de la pelea, sobre una albara, se descubría, y habían visto con el ansia y la inquietud que fácilmente puede imaginarse los sucesos de la batalla. Hubieran deseado tener alas para volar al combate, y no pudiendo hacerlo daban voces y órdenes desde allí como si pudieran los de su partido oírlas y obedecerlas.

Desesperábase Hernando al verse encerrado, y más de una vez había tratado de arrancar la reja para arrojarse; pero los hierros eran demasiado fuertes y estaban muy asegurados para ceder a las fuerzas de un hombre, y no tenía otro recurso que sufrir pateando el suelo, apretando los puños y rompiendo a cada instante el vendaje que le cubría la herida, a pesar de los respetuosos esfuerzos de su fiel Nuño, que en vano trataba de sosegarle. No estaba éste menos descontento que su amo; pero su sangre, más fría ya por los años, le hacía mirar todo aquello como un acontecimiento natural en la guerra, por lo que llevaba su encierro con más paciencia.

-En el año de 1248 -decía-, cuando caí yo cautivo en la batalla de...

-Por Dios, Nuño, que te dejes ahora de cuentos: estamos aquí mordiendo la cadena como unos perros, y me vienes ahora a contar historias.

-Iba a deciros -repuso Nuño con calma- que aquel día me sucedió poco más o menos lo que nos sucede ahora, que estuve mirando desde lejos la sarracina, como el hortelano que desde la ventana de su casa ve a los chicos que le roban la fruta del huerto, y se tiene que contentar con dar voces para espantarlos. Bien lo sabía vuestro padre que...

-Por vida mía -exclamó el de Iscar, que agarrado fuertemente a la reja no atendía ya a lo que le hablaba su servidor-, por vida mía que la victoria es nuestra, y que los enemigos van de vencida. ¡Allí está el rey! Buen golpe le ha tirado al de Toro; me parece que él es el caído. No importa: ¡buen ánimo, valerosos caballeros! ¡A él! Ya huyen; si yo estuviera allí..., ¡vive Dios! Los pocos que siguen al rey son los únicos que resisten. Venga una lanza. ¡Cobardes! -Diciendo así, asió de Nuño con la mano izquierda con tanta fuerza, que se lo trajo sin mirarle medio arrastrando a la reja, e interrumpió su discurso, que llevaba trazas de no acabar en un año.

-¡Qué más quisiera yo, señor -dijo a su amo-, que poderos dar esa lanza que me pedís! Pero no hagáis esas fuerzas, porque vais a lastimaros la herida.

-Valientes caballeros -prosiguió Hernando sin oírle-: ¡a ellos! ¡la victoria es nuestra! ¡Que no estuviera yo allí! Acordaos de la gloria que nos espera.

-Decís bien -dijo Nuño, asomándose a ver lo que sucedía-; el rey va a caer prisionero. Allí le veo rodeado de diez o doce; pero es preciso confesar que pelea como un segundo Pérez de Vargas. ¿Pero qué polvareda es esa?...

-¡El rey ha caído! -exclamó el de Iscar-. No, no ha sido él, ha sido otro, apenas se ve. ¡Por la Virgen! ¡Mil diablos!

-Sí, todo eso es verdad; pero mirad por aquí a nuestra derecha la tropa que les va de refresco, que van como alma que lleva el diablo, y me acuerdo que el año...

-¡Maldición! -gritó el de Iscar, volviendo la vista hacia donde Nuño le señalaba-. ¡Somos perdidos si aquellos villanos huyen! Es algún cuerpo de reserva que tenían preparado. ¡Y yo estoy aquí! ¡Muerte y condenación! Los van a acometer, y en el desorden en que están los nuestros van a hacerles pedazos. Si yo pudiera ir a avisarlos, si me oyeran... pero ¡qué!, estas malditas murallas sofocan mi voz, y no la oiría un hombre que estuviese ahí abajo. No hay remedio: somos perdidos.

Diciendo así echó a andar por el cuarto a pasos precipitados, la cabeza baja, los ojos ensangrentados, y contraído el semblante como si estuviera loco, dando de tiempo en tiempo una vigorosa patada al pasar en la robusta puerta de encina tachonada de clavos, que con cien candados los encerraba. Bajó asimismo Nuño los ojos, y quedó pensativo un rato.

-¿Los ves?, ¿los ves? -gritó Hernando, volviendo de nuevo a la reja-; ya están envueltos; las tropas del rey se rehacen. ¡Caballeros, si tenéis en nada la honra, pelead por la vida al menos! ¡Malsines! ¡Canalla! ¡Ya se trocó la suerte, y son los nuestros los derrotados! Voto va... ¡Firmes! Ya vuelven. ¡Valientes capitanes!, ¡buen Aguilar!, ¡animoso Vargas!, vosotros sois la nata de la caballería: primero morir que volver la cara; pero ya retroceden, no pueden resistir el ímpetu de aquellos tres caballeros que siguen al mal hijo de don Alfonso. Cáigale la maldición de Dios. Daría lo que me resta de vida por medirme con ellos. Los nuestros caen, todos huyen, y allá van todos envueltos y confundidos.

-¡Cómo ha de ser! -respondió Nuño-; mañana será otro día: hemos perdido la batalla.

-Y yo mi honra, mi hermana y mi causa -añadió Hernando, levantando los ojos al cielo, desesperado.

Y yéndose a otro lado de la habitación mandó callar a Nuño, que era, sin duda, la persona menos a propósito para consolarle entre cuantas su mala suerte podía haber asociado con él.

En esto, los últimos rayos del día se escondieron en el occidente, y la luna, con su pacífica luz empezó a subir por el horizonte. Pero la escena que iluminaba esta noche estaba muy lejos de parecerse a la que la noche anterior presentaban aquellos campos. Corría cierto airecillo frío que mecía a lo lejos en la oscuridad algunos jirones de banderas rotas, varias esparcidas plumas, y el eco repetía los lamentos de los moribundos, que, confundidos entre los muertos, se arrastraban con penosa agonía. Las tiendas de los jefes estaban caídas, muchos de ellos muertos, las orgullosas enseñas de su nobleza rasgadas, y desfigurados sus blasones. Veíanse caballos amontonados sobre caballos, hombres sobre hombres, y al pálido resplandor de la luna, algunos, cuajada la sangre en el rostro, la boca entreabierta y los ojos desencajados, parecían las imágenes que suelen rodear el lecho del moribundo en el delirio de su última hora.

Todo era luto y desolación allí, donde poco antes todo había sido movimiento y vida. La algazara de la batalla había cesado enteramente, y el silencio y el horror de la muerte reinaban en aquellas ensangrentadas llanuras; ni aun se oían los cánticos del vencedor, y sólo allá a mucha distancia se descubrían algunas hogueras y sombras que se cruzaban, y el brillo tal vez de alguna arma, o de tal cual exhalación que al punto desaparecía.