Santa Casilda/Acto I

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Santa Casilda
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

(Salga CASILDA, ALIMA y ZARA, moras; MÚSICOS cantando y ella vistiéndose.)
MÚSICOS:

  «Al Alcázar de Toledo,
que el dorado Tajo baña,
las corrientes cristalinas
que humildes besan sus plantas;
en cuyos lienzos escriben
siempre grandezas las aguas,
y para que no se borren
lo enjugan polvos de plata.»

CASILDA:

  No cantéis más.

ZARA:

¿Qué has tenido?
¿No estás buena?

CASILDA:

No sé, Zara

ZARA:

No te lo dice la cara,
si algún cuidado no ha sido
  que te haya dado pesar.

CASILDA:

Bien pienso que me le diera
si, aunque estoy triste, supiera
que otro me puede alegrar.

ZARA:

  No te entiendo.

CASILDA:

No te espantes,
que menos me entiendo yo.

ZARA:

¡Por tu vida! ¿Es amor?

CASILDA:

No;
cosas son más importantes.
  Dejadme sola, que quiero
en este jardín quedarme
Por si puedo sosegarme
de la pasión con que muero.

ZARA:

  Alima, vamos.

ALIMA:

Sospecho
que esta tristeza y dolor
es amor.

ZARA:

No puede, amor,
contrastar su limpio pecho.

(Váyanse, quedando ella recostada.)
CASILDA:

  ¡Alá santo, a quien adora
mi alma desde que sé
que todo tu hechura fue
y el sol que estos campos dora
A la noche y a la aurora
te bendigo sin cesar
en llegando a contemplar
esta visible excelencia,
y así juzgo gran potencia
en quien lo pudo criar.
  Esta mi ley guardo y quiero,
porque otra yo no la sé,
y con amorosa fe
no sé por lo que me muero.
¡Alá santo y verdadero
merezca (de ti) ver (yo)
si (esta) mi ley me engañó;
que no puede ser ley buena
donde se vive sin pena
cuando muerte se aguardó.
  Del gran Dios de los cristianos,
que ellos le llaman ansí,
mil alabanzas oí,
(mas) son pensamientos vanos,
aunque si sus pies y manos,
siendo Dios y siendo fuerte,
le clavan de aquella suerte,
algún misterio sería,
pues Dios, que entonces vivía,
quiso entregarse a la muerte.
  Claro está que se entregó
y que fue voluntad suya,
y así es forzoso que arguya
que gran causa le movió.
Todo el hombre que nació,
la vida guarda y adquiere
y de voluntad no quiere
perderla: si en Cristo estuvo,
la vida y voluntad tuvo.
¿Quién con tanto gusto muere?
  Sueño profundo me ha dado.
¡Quién tan gran dicha tuviera
que en despertando supiera
la causa de su cuidado!

(Duérmese y diga una VOZ.)
VOZ:

  ¡Despierta! ¡Despierta!

CASILDA:

¿Quién
me llama?

VOZ:

Quien has buscado.

CASILDA:

¿Dónde estás?

VOZ:

En tu cuidado.

CASILDA:

Y ¿quién eres?

VOZ:

Soy tu bien.

CASILDA:

  ¿Adónde estás?

VOZ:

En mí mismo.

CASILDA:

Muéstrateme.

VOZ:

Yo lo haré.

CASILDA:

Y ¿cuándo?

VOZ:

En teniendo fe.

CASILDA:

¿Quién me la dará?

VOZ:

El bautismo.

(Levántese.)
CASILDA:

  ¡Válgame Alá! ¿Quién sería
el que me hablaba y hablé?
¿Qué es esto? Si lo soñé,
o es alguna fantasía.
  ¿Alima, Zara, Zovela,
Arlaja, Rosa, mujeres?
¡Hola!

(Salen ZARA y ALIMA.)
ZARA:

Señora, ¿qué quieres?

CASILDA:

Notable mal me desvela.
  Idos. Mas... volved. ¿No os vais?
Dejadme. ¡Válgame el cielo!

ZARA:

¿Qué tienes?

CASILDA:

Un gran desvelo,
que sabréis si me escucháis.
  De Alimenón, mi padre,
rey de Toledo impíreo,
trono de majestades,
cabeza de sí mismo.
tesoro de los moros
inestimable y rico,
pues dicen que en el Tajo
oro de Arabia han visto;
y a mi madre, Daraja,
que ya dejó este siglo,
nací habrá quince años;
el cielo ansí lo quiso.
Llamáronme Casilda,
de quien un sabio dijo
entonces a mi padre
secretos infinitos.
Apenas fui nacida,
¡qué notable prodigio!,
cuando padezco enferma
este mal que habéis visto.
Tan gran tormento paso
y tanto me fastidio
con el dolor que siento,
que apenas le resisto.

CASILDA:

No han podido remedios,
aunque han sido excesivos,
hacer que salud tenga.
¡Ved qué rigor impío!
Para alegrar mis penas
y el desconsuelo mío,
en la corte se han hecho
fiestas y regocijos.
Todo me ha dado pena,
y al paso que he crecido,
más se aumentan mis males
y muero si los miro.
Ya a la vega bajaba
y al Tajo cristalino,
que la sirve de espejo
para adornar sus rizos.
Miraba su hermosura,
los jardines floridos,
música de las aves,
hechas arpas los picos;
las flores, los claveles,
jazmines y jacintos,
alhelíes, mosquetas,
madreselvas, narcisos,
maravillas, retamas,
azahar, cárdenos lirios,
y todo me cansaba
cuanto era más florido.

CASILDA:

Un año me sirvieron
dos reyes sarracinos,
y con desprecio a entrambos
pagué tantos servicios.
Vino a verme Abenámar,
hijo del rey Marsichio,
sobrino de mi padre,
que me pide por primo.
Y con tantos rigores
y desdén tan altivo
desprecio sus finezas,
que no sé cómo es vivo.
La causa de estas penas
ninguno la ha sabido,
sino yo que las paso
en mi silencio mismo.
Procede, amigas mías,
de que a Dios busco y sigo,
al Dios de los cristianos,
al Dios que llaman Cristo.
Reparaba mil veces,
con pecho casto y limpio,
lo que algunos esclavos
de este su Dios me han dicho.

CASILDA:

Apenas lo entendía,
cuando todo el sentido
ocupaba en buscalle
con el discurso mío.
Y hoy que aquí me dejaste,
dulce sueño me vino,
en que una voz suave,
amorosa, me dijo:
-Dispierta, yo te llamo.
-¿Quién eres?-le replico.
-El que aguardas-responde-;
búscame en el bautismo.
Este es, pues, mi suceso;
amigas, éste ha sido
el tormento del alma;
a Cristo busco y sigo.
Mis fieles compañeras,
que me ayudéis os pido;
sepa yo de este Dios
los preceptos divinos.
Afuera, vanas leyes,
que está cerca el peligro,
y afuera, engaño mío,
que ya Casilda es
de la ley de Cristo.

ZARA:

Tu hechura soy, señora,
y, el pecho enternecido,
sigo tus pensamientos
y a la muerte me obligo,

ALIMA:

Lo mismo dice Alima.

CASILDA:

Del cielo el toque ha sido.
Llegad, abrazaréos.

ZARA:

Tus esclavas nacimos.

CASILDA:

Esta es la ley más cierta;
a seguirla camino.
Ayúdame, Dios hombre,
por que sepa serviros,
y afuera, engaño mío,
que ya Casilda es
de la ley de Cristo.

ZARA:

¡Quién nos diera, señora,
en tanto los principios
de este Dios que buscamos!

CASILDA:

¿Quién como mis cautivos?
Vamos a las mazmorras.
Dad a la guarda aviso,
que quiero visitallos.

ALIMA:

Buena elección ha sido.

CASILDA:

Prevení qué llevalles,
que es el tesoro rico
la piedad con los pobres.
¡Afuera, falsos ritos,
y afuera, engaño mío,
que ya Casilda es
de la ley de Cristo!

(Vanse, y salgan ABENAMAR y CELÍN, moros.)
ABENÁMAR:

  De este jardín florido,
que del de Chipre copia hubiera sido
si la Venus que adoro
rindiera a mis firmezas el tesoro
que en tanto amor deseo
para tener por gloria tal trofeo,
salió Casilda hermosa,
afrenta del jazmín y de la rosa
y envidia dulcemente
del sol dorado en el dorado Oriente.
Y al volver las espaldas,
las hierbas que aquí sirven de esmeraldas
y las flores más bellas
se marchitaron cuando vi volvellas;
quedándose las aves
en el principio de sus tonos graves
que alegres comenzaron,
y al partirse Casilda los dejaron.
¡Ay, Celín! De mi ingrata
verdades digo cuando así me trata.
Ya mis desdichas toco,
que, pues digo verdades, yo estoy loco.
¡Que no ablande siquiera
la condición de esta terrible fiera
mi llanto y mi porfía!
Antes, cuando me abraso, ella se enfría.
¿Qué haré con tal desprecio?
¿Dejar la empresa o, porfiando necio,
morir hasta vencella?
Morir será mejor si he de perdella.
Di, cruel homicida,
grave y hermoso hechizo de mi vida,
¿cómo no te enternece
el mal que el alma sin razón padece?
Acaba de matarme,
si este favor, queriéndome, has de darme.

CELÍN:

¡Lástima te he tenido
y te escuchaba casi enternecido
de ver lo que padeces
y cuán poco, señor, tu amor mereces!
Y a tu mal importuno
no te puedo aplicar remedio alguno,
viéndote enamorado,
rendido a la pasión y porfiado.
La ausencia solamente
pudiera ser remedio conveniente.
¿Sólo a verla viniste?
Hijo del rey de Córdoba naciste.
Conquista otra hermosura;
prueba, quizá tendrás mayor ventura.
Deja el Tajo y su orilla;
vete a Granada, pásate a Sevilla,
que hijas tienen sus reyes
con quien el niño amor tendrá otras leyes.

ABENÁMAR:

¡Ay! Que mi loco engaño
apetecer me hace el mismo daño
y olvidarla no puedo
después que entré los muros de Toledo.
Pues de esta süerte,
si me tengo de estar hasta la muerte,
ingrata de mis ojos,
dándote el alma mía por despojos,
inventa, quiere, ordena
en tu rigor el género de pena
mayor que se haya visto;
verás tú que por verte le resisto
tan firme y tan constante,
que el mundo todo de mi amor se espante.
Ve, Celín, sabe dónde
el sol hermoso de mi amor se esconde,
que al sol sigue la noche,
y yo, que soy su sombra,
la sigo alegre, aunque de mí se esconde.

CELÍN:

Obedecerte quiero.

ABENÁMAR:

Amor me ayude en este mal que muero.

(Vanse, y salgan GONZALO, viejo; RODRIGO, ORTUÑO, FERNANDO, NUÑO y CALAMBRE, gracioso, de esclavos.)
GONZALO:

  Alabado sea el Criador
en los cielos y en la tierra,
pues cuanto en ella se encierra
es obra de su valor.
  Démosle gracias aquí
por la merced que nos hace,
pues de su voluntad nace
que lo pasemos ansí.
  Treinta años ha que cautivo
en esta mazmorra estoy,
donde mil gracias le doy,
porque me sustenta vivo;
  todo sea engrandecido
para que a Dios glorifique
y todo se multiplique
para que sea servido.

RODRIGO:

  Apenas la luz se ve
para saber si es de día.
¡Bendito sea el que la envía!

ORTUÑO:

En todo el mundo lo esté.

FERNANDO:

  De naide se velará.

NUÑO:

Ya debe de amanecer.

CALAMBRE:

Como hubiera que comer,
poco las reparará;
  y aunque sin ella la hubiera,
soy tan bien afortunado,
que hubiera ratón taimado
que del plato lo cogiera.
  Que los hay aquí, y no es miedo,
según de grandes están,
que a porfía apostarán
quién reza mejor el credo.
  Una ratona ladrona
el otro día parió,
y la manta me llevó
su ratón a la ratona.

GONZALO:

  Siempre has de estar de un humor...
¡Qué Poco el trabajo sientes!

CALAMBRE:

Gonzalo, no me atormentes,
pues me basta mi dolor.
  Anteayer me desvestí,
que ha días que no lo hacía,
porque huéspedes tenía,
a quien libertad les di.
  Y al vestirme, con mancilla
del calabozo ladrón,
¡vive Dios!, que vi un ratón
que se puso en mi rodilla.

RODRIGO:

  Que sin remedio vivimos
de libertad. ¡Qué dolor!
¡Tratarnos con tal rigor
desde que cautivos fuimos!
  Doce años ha que lo estoy,
según mi cuenta.

ORTUÑO:

Yo, veinte.

FERNANDO:

Mi pena quiere que cuente
dieciocho.

NUÑO:

A nueve voy,
  con éste.

CALAMBRE:

Yo, cuatrocientos,
por cuatro en que no he contado
más de palos que me han dado,
que serán cuento de cuentos.

GONZALO:

  Cantemos las maravillas
de Dios, pues esto le plugo.

CALAMBRE:

Luego bajará un verdugo
que nos cuente las costillas.

RODRIGO:

  ¡Qué rotos y qué perdidos
estamos todos!

CALAMBRE:

¿Qué importa?
Que aquí hay un ratón que corta
por excelencia vestidos.

ORTUÑO:

  Ruido en las puertas se siente.

CALAMBRE:

Estos ratones serán,
que por los mañanas van
a beber el aguardiente.

NUÑO:

  Abrir (esa puerta) siento
y gente viene.

CALAMBRE:

Serán
algunos a quien les dan
esta casa de aposento.

FERNANDO:

  La princesa es la que viene.
¿Si nos quieren degollar
para podella alegrar?

NUÑO:

Si así a su salud conviene
  nuestras vidas, claro está,
que habrá venido a escoger
el esclavo que ha de ser.

ORTUÑO:

¿A quién la suerte cabrá?

GONZALO:

  Amigos, yo la tomara,
y no es pasión la que siento,
sino salir del tormento
que de afligirme no para.
  Quiera el cielo que me quepa
la suerte de este rigor,
para que en tanto dolor
que tendré descanso sepa.

CALAMBRE:

  Hoy de la muerte me alejo,
sin duda.

RODRIGO:

¿Con qué invención?

CALAMBRE:

Con desollar un ratón
y meterme en el pellejo.

(Salgan CASILDA, ZARA y ALIMA, con cestas, en que traerán algo de comer a los cautivos, que se postrarán de rodillas.)
CASILDA:

  Alzad, amigos, del suelo;
no estéis ansí, que me dais
pena de ver que os postráis.
(Hacerlo debéis al cielo)
  y no a mí, que sumisión
no he (ni aún) merecido
lo que piso.

GONZALO:

Dios ha sido,
que te tocó el corazón.

CASILDA:

  Sentaos; descansad ahora,
que me quiero consolar
de veros en tal lugar
contentos.

RODRIGO:

¡Oh, gran señora,
  el cielo alegre tu vida!
.............................

CASILDA:

¿Cómo os sentís? ¿Cómo estáis?

ORTUÑO:

Con tan dichosa venida,
  alegres todos, después,
señora, que os hemos visto.

CASILDA:

Las gracias se den a Cristo.

FERNANDO:

Déjanos besar tus pies.

CASILDA:

  Amigos, ¿habéis comido?

CALAMBRE:

No lo usamos por acá,
y así toda boca está
de comer puesta en olvido.

CASILDA:

  Dadles luego de comer.

CALAMBRE:

¡Oh, qué palabra tan linda!
¿Comer dijo? El gusto brinda.
Grande fiesta siento hacer
  en las tripas, que lo oyeron,
y apostaré, si se prueba,
que por la dichosa nueva
luminarias encendieron.

ZARA:

  Comed, cristianos cautivos,
que el alma quisiera daros.

CALAMBRE:

Poco tenéis que cansaros
en rogallo.

ALIMA:

¡Que estéis vivos
  en tan miserable estado!

GONZALO:

Es de Cristo la grandeza
infinita.

CASILDA:

¡Ay, suma alteza,
de amor me habéis abrasado!

CALAMBRE:

  Todos coman sosegados,
sin que haya mayoridad,
que a rata por cantidad
se han de ir tomando bocados.

GONZALO:

  Señora, ¿por qué razón
estas mercedes nos haces?

CASILDA:

Porque vuestro Dios lo quiere
y su voluntad se hace;
cristiana seré, si puede
merecer nombre tan grande
una humilde criatura
como yo lo soy.

GONZALO:

Notables
son, Señor, tus maravillas;
todos los cielos te alaben.

CASILDA:

Dime nuevas de tu Dios
y de mi bien. ¿Puedes darme
los avisos que me importen
para el alma saludables?

GONZALO:

Obedeceros es justo.
Casilda hermosa, escuchadme:
Dios, que crió cielo y tierra;
serafines, potestades,
tronos y dominaciones,
querubines y otros ángeles;
sol, luna, estrellas, planetas;
agua, tierra, fuego, aire,
árboles, plantas y flores;
aves, peces, animales,
es un solo Dios, y en El
tres Personas juntas caben,
que hacen la esencia de Dios
incomprensible, increable.
Llámanse el Padre y el Hijo,
Espíritu Santo, iguales
en la gracia, en el poder,
en la gloria y majestades;
es el Padre la primera
Persona y el Hijo hace
la segunda justamente
porque procede del Padre;
es el Espíritu Santo
la tercera, y todos hacen
un solo Dios verdadero,
infinito, sabio y grande.

GONZALO:

Todas tres son de una edad
y ninguna nació antes
que la otra; tienen un ser
y una sustancia inefable;
lo que una quiere, otra quiere;
no hay en ellas voluntades
más de sola ésta de Dios,
que entre las tres se reparte.
En los ángeles del cielo,
en que hubo desigualdades,
Luzbel, hermoso entre todos,
opuesto a Dios, quiso alzarse
con la gloria que le dio,
y, soberbio y arrogante,
cayó con decir Miguel,
el uno de los arcángeles,
«¿Quién como Dios?», y al infierno
le humilló con sus secuaces,
transformada su hermosura
en formas abominables.
Luego crió Dios al hombre
a (su) semejanza, imagen
de sí mismo, en que mostró
lo que puede y lo que sabe.

GONZALO:

Hízole perfecto en todo:
hermoso, discreto, amable,
como de su mano misma,
sin imperfección de partes.
Diole luego a la mujer
para que le acompañase
y para que ambos el mundo
con su junta procreasen.
Púsole en el paraíso,
tan hermoso y deleitable
como jardín que Dios hizo
para que se recreasen.
Hízole dueño de todo,
de las fieras y animales,
que al punto le obedecieron,
del más humilde al más grande.
(A) entrambos puso un preceto,
mandando que no tocasen
a un árbol de fruta hermoso
que Dios reservó, Él lo sabe.
Quebraron el mandamiento:
¡Ah bocado miserable!,
pues una sola manzana
tan mal provecho nos hace.

GONZALO:

Comieron, en fin, comieron,
con que se hicieron mortales,
quedando en su culpa todos
partícipes y capaces.
Desterrólos Dios, salieron
llorando, y por ser tan grave
la ofensa, enojado estuvo
con todos largas edades.
Como el agravio fue a Dios,
no hay ninguno que le aplaque,
y así por todos El mismo
a sí mismo satisface.
Las tres divinas Personas
ordenaron que bajase
la segunda, que es el Hijo,
al mundo y, tomando carne
en el vientre de María,
hombre se hiciese. Al instante
que se dispuso se hizo;
y en esta doncella, ave
de gracia, Cristo encarnó,
que así permitió llamarse,
siendo por gracia infinita
y obra santa y saludable
del mismo Espíritu Santo,
quedando ella, aunque fue madre,
virgen después de parida
y antes que Dios encarnase.

GONZALO:

Creció Dios-hombre; crióse;
hizo milagros notables;
dio muestras de que era Dios,
y permitió bautizarse,
por que todos desde allí
en lo mismo le imitasen.
Envidiosos los judíos,
gente bárbara e infame,
para que muriese hicieron
bandos y parcialidades.
Por un discípulo suyo,
vendida su justa sangre,
prendiéronle, y en la cruz,
después de tormentos graves,
clavado en ella murió,
redimiendo el vasallaje
y esclavitud en que todos,
por nuestros primeros padres,
incurrimos desde el día
del bocado miserable,
e instituyó el sacramento
de la Eucaristía antes
de su muerte, por que el hombre
de su Dios participase.
Después, al tercero día,
resucitó y, admirable,
subió al cielo y se sentó
a la diestra de Dios Padre.
Esto es, princesa Casilda,
de Dios la mínima parte
que puedo decirte yo;
después sabrás lo que baste.

(Sale EL DEMONIO de esclavo.)
DEMONIO:

  De mi tormento eterno,
del hondo calabozo del abismo,
de aquel piélago averno
donde padezco furias en mí mismo,
envidioso y terrible,
dejo el lugar que habito más horrible.
Y tengo en furia loca
hecho un volcán de rabia y de ira ciego;
por los ojos y boca
brotando llamas de mi ardiente fuego,
al ver una vil mora
que apenas oye a Dios cuando le adora.
En este traje quiero,
pues sinnúmero son estos cautivos,
porque de envidia muero,
sembrar en todos los venenos vivos
del fuego que me abrasa.
Animo, pues, enciéndase la casa.
Bien el nombre me viene
del traje propio mío que he tomado,
pues mi, dolor le tiene
desde que de la silla fui arrojado
altivo, presuntuoso
y esclavo, viene a ser tan afrentoso.
Yo haré que el rey entienda
esto que pasa aquí, por que lo ataje,
para que la defienda
que aquel socorro de estos perros baje.
Entre todos me asiento,
no por el pan, que no es de mi alimento.

(Siéntese con ellos cuando haber estado comiendo.)
CASILDA:

  Yo he de ser cristiana, amigos,
y he de sacaros de aquí.

CALAMBRE:

¿Y eso será cierto?

CASILDA:

Sí,
y hago a los cielos testigos.

CALAMBRE:

  Los ángeles me parece
que esta comida guisaron.
Poco tocino la echaron.

FERNANDO:

Dios lo aumenta, Dios lo crece.

CASILDA:

  Digo que he de ser cristiana.

DEMONIO:

Míralo, señora, bien.

CALAMBRE:

¿Quién le mete en eso, quién?
Diga, cara de cuartana.

CASILDA:

  ¿Quién eres, cautivo, di,
que parece que te pesa?

DEMONIO:

El que servirte profesa
desde el día que te vi.
  Temo a tu padre enojado,
y la venganza será
en nosotros.

CALAMBRE:

¿Cuánto va
que vos no sois hombre honrado?
  Aunque no se echa de ver,
que desque aquí os sentastes
un bocado no alcanzastes,
con que me hacéis gran placer.

CASILDA:

  Todo lo hará Dios muy bien.

DEMONIO:

Y será para mi mal.

CALAMBRE:

Aquesto tien poca sal,
pero a mí me sabe bien.
  Fuera de que no hay deleite
sin tocino o buen carnero,
que haga de ti un cocinero
albóndigas con aceite.

DEMONIO:

  Aunque yo pase más hambre,
este manjar no es el mío.

CALAMBRE:

Juro a Dios que sois judío
o que yo no soy Calambre.

CASILDA:

  ¿De dónde eres?

GONZALO:

Burgalés.

CASILDA:

¿Cómo te llamas?

GONZALO:

Gonzalo.

CASILDA:

Hoy, Gonzalo, te señalo
para que conmigo estés.

CALAMBRE:

  Sin que me pregunte a mí,
  la diré mis partes luego.
Calambre, Alfonso es mi nombre,
y el apellido no asombre,
ni que naciese gallego.
  Porque mi madre, que hablaba
con mi padre, se empreñó
y a todos a entender dio
que calambre la tomaba.
  Con él se iba cada hora
y se estaba todo el día;
si la llamaba, decía:
«Tengo calambre, señora.»
  Como meneaba el vestido
y redonda se ponía,
a todo el lugar decía:
«La calambre me ha crecido.»
  En efecto, a luz salí,
y los que el cuento supieron,
Calambre a mí me pusieron
desde el día que nací.

CASILDA:

  Tú con Gonzalo también
vendrás conmigo, y ahora
queda con Dios.

CALAMBRE:

Bella mora,
aunque mil muertes me den,
  te serviré dos mil años.

CASILDA:

Después a veros vendré.

DEMONIO:

(Yo haré, Casilda, yo haré
que se atajen estos daños.)

(Vanse. Sale ALIMENÓN, rey viejo; ABENÁMAR y CELÍN.)
REY:

  Príncipe, yo os prometo
que siento en sumo grado
que Casilda no os quiera por marido.
Haced, como discreto,
si puede enamorado,
resistir la pasión quien la ha tenido.
Que yo en tanto, advertido,
haré oficio de padre
en cuanto se dilata
el rigor con que os trata,
hasta hallar el remedio que más cuadre
que es el intento justo,
y vuestra sucesión será mi gusto.
Si mi santo Profeta
este favor me hiciese,
como con tantas veras se lo ruego,
viviera el alma quieta,
aunque el dolor tuviese,
que así me abrasa como ardiente fuego
luego al instante, luego
que quiero levantarme,
sin que para mis daños
en veinticinco años
jamás este dolor quiera dejarme.
Mira lo que te quiero,
si por tu gusto la salud prefiero.

ABENÁMAR:

Beso tus pies mil veces,
humilde a tu servicio,
como por tío y rey soy obligado,
por el bien que me ofreces,
de que me dan indicio
las veces que en honrarme lo has mostrado.
En servirte ocupado
pasar la vida quiero,
y por si la perdiera,
ella y mil que tuviera,
cuando no por el premio, que es pequeño,
por tu persona sólo,
que la fama extendió de polo a polo.

REY:

Abenámar valiente,
sangre ilustre de Meca,
por tan claros blasones conocida,
hoy mi valor se aumente,
que por el tuyo trueca,
con honrosa piedad agradecida,
la corona y la vida,
que justa se te debe,
y el mundo todo junto
tuviera en este punto,
que para tu poder le juzgo breve.
Ordena, manda, rige;
todo mi reino es tuyo, ya lo dije.
(Sale TARFE.)
  Seas, Tarfe, bien venido.
¿Cómo te fue en Alcalá?

TARFE:

Sosegada queda ya
de aquel motín que ha tenido.
  Degollar hice al alcaide
y todo lo apacigüé,
y así en su lugar dejé
a mi sobrino Abencaide.
  Otros muchos castigué
quitándoles gran tesoro
y a Corvín y Maniloro
de tus reinos desterré.

REY:

  Tarfe, muy bien me has servido.
Hoy te tengo de casar
de mi mano.

TARFE:

Si llegar
a tal dicha he merecido,
  con Zara, mi prima, sea.
Merézcola, gran señor,
porque a Zara tengo amor.

REY:

Muy bien tu gusto se emplea.

CELÍN:

  (Pendiente el alma tenía
de un hilo cuando escuchaba
a Tarfe, que ya pensaba
que (a) Alima hermosa pedía.
  Es la vida por quien vivo
después que vine a Toledo,
y en sus bellos ojos quedo
de su hermosura cautivo.)

REY:

  Hoy, Tarfe, te casaré
con Zara.

TARFE:

Los pies te beso.
¡Qué venturoso suceso!

ABENÁMAR:

¡Cuándo tal dicha tendré!

(A CASILDA, ZARA, ALIMA, GONZALO y CALAMBRE.)
CASILDA:

  Padre y señor.

REY:

¡Hija mía!
Seas bien venida mil veces.
¿Cómo te va? ¿Cómo te hallas?

CASILDA:

Bien, a tu servicio siempre,
y con más salud, señor,
de la con que sueles verme.

REY:

Pídeme albricias, Casilda;
manda lo que tú quisieres.

CASILDA:

Guárdatela muchos años.

REY:

Hoy tu salud se celebre.
¿Qué hacen aquí estos esclavos?
¡Hola, Tarfe!

CASILDA:

No te alteres,
que yo los traje conmigo.

REY:

Pues si tu gusto es éste...

CALAMBRE:

(¡Vive Dios! Que ya entendí
que, asido de estos lebreles,
por un corredor volaba
boca abajo para siempre.)

REY:

¿Zara hermosa?

ZARA:

Señor mío,
¿qué me mandas? ¿Qué me quieres?

REY:

¿Sabes cómo te he casado?

ZARA:

¡Ay de mí, triste!

REY:

¿Qué tienes?

CASILDA:

El sobresalto, señor,
siempre turbó a las mujeres.

REY:

Tarfe desde hoy es tu esposo.

ZARA:

 (Ni lo trate ni lo piense,
que soy esposa de Cristo.)

REY:

¿Qué dices?

ZARA:

Que hasta que llegue
el día que mi señora
sus reales bodas celebre,
no me tengo de casar.

REY:

¿Y entonces?

ZARA:

Seguro puede
Tarfe estar de que en mi vida
por otro moro le deje.

TARFE:

¿Será cierto, hermosa Zara?

ZARA:

Cumplirlo el alma promete
(Mas será con el Esposo
que por mí murió inocente.)

ABENÁMAR:

Permite, bella Casilda,
que vuestro primo se alegre
Con saber que vos lo estáis,
pues tanto amor lo merece.
Dad lugar que goce el alma
de tu gusto.

CASILDA:

Primo, siempre
os estimé como a tal.

CALAMBRE:

¡Qué contento está el perenque,
que piensa que ha de llevarla!
Pues a fe que no la lleve.

GONZALO:

¡Calla, Calambre!

CALAMBRE:

Hame dado
de repente en la lengua
y no puedo sosegarme.

REY:

Vamos.

CASILDA:

Quiero obedecerte.

(Vanse. Quede ABENÁMAR, TARFE y CELÍN.)
ABENÁMAR:

Alcaide, en un mismo día
han de llegar nuestros bienes.

TARFE:

Alá cumpla tu deseo.

ABENÁMAR:

El te guarde, Tarfe fuerte.

CELÍN:

Mejorada está, señor,
la princesa.

ABENÁMAR:

Y diferente
de los rigores pasados.

CELÍN:

Amor de tu amor se duele.

(Sale EL DEMONIO.)
DEMONIO:

Solos están; llegar quiero.

ABENÁMAR:

¿Qué quieres, esclavo?

DEMONIO:

Advierte
que, aunque tal traje me miras,
soy más de lo que parece
y de lo que tú imaginas.

ABENÁMAR:

¿Quieres que sólo me quede?

DEMONIO:

No, porque a todos importa.

ABENÁMAR:

Declárate, pues.

DEMONIO:

Advierte,
príncipe, que yo soy moro
de sangre real, descendiente
de Alfo Muley, a quien
han muerto; respeta el rey,
después sabrás lo demás.
Ahora sabed que os ofenden
Casilda y sus bellas damas
Alima y Zara, que tienen
esposos, a quien adoran,
de vuestra ley diferente.
Por esto dice Casilda
que la matan accidentes,
que la disgustan congojas
y que este amor la divierte.
Por que se dé a mis palabras
el crédito que se debe,
sabed que va a las mazmorras
y a los cautivos aleves
sustenta, regala y cura
y de ellos la ley aprende.

ABENÁMAR:

¿Qué dices, moro? ¿Qué dices?

DEMONIO:

Verdad es, aunque me pese.

ABENÁMAR:

¿Tú lo has visto?

DEMONIO:

Yo lo he visto.

ABENÁMAR:

¿Qué hay que mi paciencia espere?
¡Cristiano será su esposo,
no hay que dudar!

DEMONIO:

Bien lo sientes,
y muy cristiano.

ABENÁMAR:

¡Ay de mí!
Daré voces impaciente.
¿Qué dices, Tarfe, qué dices

TARFE:

Que si el rey esto supiese,
la vida la quitaría.

ABENÁMAR:

Sépalo el rey; déla muerte.

TARFE:

¡Ah, Zara crüel, ingrata!
¿A un cristiano infame quieres?
¡Vengaréme!

DEMONIO:

Yo he sembrado
rabia y fuego que les queme;
quiero quitarme de aquí
mientras el fuego se enciende,
por que, abrasados de celos,
estos tres moros me venguen.

(Vase.)
CELÍN:

Alima, ¿quién tal pensara?
¿Eres mujer? Mujer eres.

ABENÁMAR:

¿Tócate parte, Celín,
de esta desdicha?

CELÍN:

Si puede
tocarme adorando a Alima,
por mí puedes responderte.

ABENÁMAR:

¿Qué es de aquel esclavo, Tarfe?

TARFE:

No le vi; sin duda fuese,
de temor viendo tu enojo.

ABENÁMAR:

Hoy mis desprecios se venguen.
¡Hoy Casilda y yo acabamos!

TARFE:

¡Hoy Tarfe y Zara fenecen!

CELÍN:

Alima y Celín también,
pues la desdicha lo quiere.

ABENÁMAR:

¿A un cristiano? ¡Ingrata mora!
¡Rabiando estoy!

TARFE:

El rey vuelve.
Mis celos le habrán traído
y mis desprecios crueles.

(Sale EL REY.)
ABENÁMAR:

Hoy, Alimenón Aicán,
generoso descendiente
en la sangre y en el reino
de los Almanzores reyes;
legítimo sucesor
del gran Audalla, a quien deben
tantas plumas las victorias,
las tablas tantos pinceles,
rayo en la esfera de Marte,
fulminado rayo ardiente
contra los godos soberbios,
que han postrado sus laureles
a tus plantas vencedoras,
por que corones tus sienes;
desde que perdió Rodrigo,
último godo imprudente,
esta coronada España,
no se vio jamás ni pueden
coronarse las memorias
de un suceso como éste.
La gran princesa Casilda
(nombraréla, aunque me pese)
en secreto está casada
con un cristiano.

REY:

¡Detente,
Abenámar! ¡Cierra el labio!
¡No me mates de repente!
¡Da lugar a que lo piense!
¿Casilda? ¡No puede ser!
Quien te lo ha dicho te miente.
¡No puede ser, Abenámar;
no puede ser!

ABENÁMAR:

No te ciegues,
que no es razón que en silencio
tan gran desacato quede
por mirarla como padre,
que Tarfe y Celín presentes
estaban cuando un esclavo
lo refirió, y que advirtiese
que hasta las mazmorras baja,
con otras de sus mujeres,
a regalar tus esclavos,
cuya ley de ellos aprende.
Cristiana es Casilda, rey;
tu sangre afrentada tienes.
Castígala, y porque en mí
está su sangre, la vierte;
que quiero morir primero
que mi ley santa (se) quiebre.

REY:

  ¡Mahoma santo! ¿Quién ha sido
la que perturba tu ley?
¡Muera luego y muera el rey
si lo hubiese consentido!
Abenámar, yo he sentido
el caso de tal manera,
que haré que Casilda muera;
con que el mundo temblará,
pues asolarle sabrá
el que mata a su heredera.
  Yo propio tengo de ver,
sin que Casilda lo sienta,
de mi ley santa la afrenta
en esta infame mujer.
Su vil sangre he de verter
y aun la mía me sacara
si para (el) caso importara;
que quien su ley no engrandece,
muy justamente merece
morir con infamia clara.