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Satiricón: 1-26,6

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CAPÍTULO I. [Tiempo ha que prometí entreteneros con la narración de mis aventuras, y hoy, que estamos oportunamente congregados no sólo para intrincarnos en disertaciones científicas, sino también para distraernos en festivo coloquio y animarnos con fábulas o relatos alegres, voy a cumplir mi promesa. Fabricio Vegento, con su peculiar ingenio, acaba ahora de trazaros un cuadro satírico de los errores de la religión y de los furores proféticos, o los comentarios que los sacerdotes hacen de los misterios que no comprenden].
Pero ¿es acaso menos ridícula la manía de los declamadores, que claman: "He aquí las heridas que recibí por defender las libertades públicas!" "¡He aquí el hueco del ojo que perdí por vosotros!" "¡Dadme un guía que me conduzca con los míos!" "¡Mis rodillas, llenas de cicatrices, no pueden sostener mi cuerpo!". Tanto énfasis sería insoportable si no les abriera el camino de la elocuencia; ahora, esa hinchazón de estilo, ese vano estrépito sentencioso, que a nadie aprovecha, hacen de los jóvenes que debutan en los estrados y de los escolares unos necios con ínfulas de maestros; porque todo lo que ven y aprenden en las Academias no les ofrece imagen alguna de la sociedad. Se les llena la cabeza con el relato de piratas preparando cadenas para los cautivos; de tiranos cuyos bárbaros edictos obligan a los padres a que decapiten sus propios hijos; de respuestas monstruosas del oráculo que piden el sacrificio de tres vírgenes, y a veces más, para librar a la ciudad del flagelo de la peste. Un diluvio de frases comunes, sonoras y de períodos vulgares perfectamente redondeados, que casi hacen estremecer.

CAPÍTULO II. Alimentados con semejantes tonterías, no es extraño que sean como son, pues los cocineros tienen que oler a cocina. Séame licito deciros, sin que protestéis, que sois vosotros los primeros que habéis perdido la elocuencia. Reduciendo vuestros discursos a una armonía pueril, a vanos juegos de palabras, habéis hecho de la oratoria un cuerpo sin alma, y cayó. No se ejercitaba todavía la juventud en esas declamaciones cuando Sófocles y Eurípides, para la escena crearon un nuevo lenguaje. No ahogaban el talento en germen los pedantes de las Academias, cuando Píndaro y los nueve líricos entonaron sin temor versos dignos de Homero. Y sin citar testimonios de poetas, no veo que Platón ni Demóstenes se hayan ejercitado en ese género de composición. La verdadera elocuencia, dígase lo que se quiera, como una virgen púdica, sin afeites, bella con su propia belleza, se eleva modesta, radiante y naturalmente. Poco ha que ese desbordamiento de palabras huecas emigró del Asia a Atenas. Astro maligno, su influencia letal ha comprimido y deteriorado las alas de la juventud, y de ahí que las fuentes de la verdadera elocuencia se hayan secado. ¿Quién halla ahora la perfección de Tucídides? ¿Quién puede disputar la fama a Hipérides? Ni un solo verso conozco brillante; todos esos abortos literarios parecen a los insectos que un mismo día ve nacer y morir. La Pintura ha tenido el mismo fin, desde que la audaz Egipto se aplicó a ejercitar arte tan sublime.
[He aquí lo que yo decía un día cuando Agamenón se aproximó a nosotros, curioso de conocer al orador a quien tan atentamente se escuchaba.]

CAPÍTULO III. Agamenón, impaciente de oírme declamar tanto rato en el pórtico, cuando él en la escuela se había quedado sin oyentes, me dijo: -Joven; el público no puede saborear tus pláticas. Tienes, lo que es rarísimo, buen sentido, y no te ocultaré los secretos del arte de la oratoria. Las faltas de las lecciones no deben atribuirse en lo mas mínimo a los profesores, porque las cabezas vacías no pueden contener ideas, y si los maestros se empeñaran en inculcárselas, se quedarían, como dijo Cicerón, solos en la escuela. Así los aduladores, cuando están convidados a comer, preparan frases agradables para halagar los oídos de los comensales. De otro modo, esos oradores parásitos harían lo que el pescador que, habiéndose olvidado de poner el cebo en los anzuelos, se tendiese sobre una roca, renunciando a la pesca.

CAPÍTULO IV. ¿A quién culpar, pues? A los padres que temen que se eduque severa y varonilmente a su hijos. Ellos comienzan por inmolar, como todos, hasta sus esperanzas a su ambición; y así, cuando preparan sus ofrendas, impelen al foro a esos aprendices de oradores, y la elocuencia, que confiesan alcanza una altura no igualada por arte alguno, queda por ellos reducida a un entretenimiento pueril. Si tuvieran paciencia, graduarían mejor los estudios, y los jóvenes aprovechados depurarían su gusto con lecciones severas y sabios preceptos de composición inculcados un su ánimo, corrigiendo su estilo y haciéndoles oír los modelos que son dignos de imitación; rehusarían muy pronto dar aplauso y admiración a todo lo pueril, y la grandilocuencia recobraría su imponente majestad. Ahora los niños en las escuelas juegan, los jóvenes en el foro hacen reír, y cuando llegan a la vejez, no quieren confesar los vicios de que adoleció su educación. No es que yo desapruebe por completo ese fácil arte de improvisar en el que tanto sobresalió Lucilio; lo que pienso voy a decíroslo a mi modo en los siguientes versos:

CAPÍTULO V. Si aspiras a ser genio. Si del arte
severo los magníficos efectos
amas, huye del lujo y de la gula.
De la inmortalidad el alto asiento
únicamente el que es frugal ocupa.
Huye de Baco los placeres pérfidos
que la mente perturban y acaloran.
La rígida virtud no dobla el cuello
ante el vicio triunfante.
Tampoco te seduzcan los escénicos
aplausos de la turba, que en el circo
también corona al luchador sereno
con gritos de entusiasmo,
con ademanes ebrios.
Busca la gloria en Nápoles y Atenas,
quema a Apolo tu incienso;
que la ciencia hacia Sócrates le lleve;
bebe el néctar heleno,
y podrás ya coger con mano firme,
según sea tu anhelo,
la pluma de Platón, o de Demóstenes
los rayos deslumbrantes y soberbios.
El Parnaso latino también puede
ofrecerte magníficos modelos,
guerras cantando o trágicos festines
en cincelados versos.
Cicerón en el foro, irresistible,
dulce, insinuante, enérgico,
con su palabra fácil, semejante
a río caudaloso en cauce estrecho,
difundió su elocuencia del Tíber al Pireo.

CAPÍTULO VI. Mientras yo escuchaba con avidez a Agamenón, Ascylto huyó de mi lado sin que yo lo advirtiese; y cuando reflexionaba acerca de lo que había oído, invadió el pórtico una multitud de estudiantes que habían escuchado, sin duda, alguna arenga improvisada por cualquier retórico en respuesta a la de Agamenón. Mientras algunos jóvenes se reían de las sentencias del orador, otros ridiculizaban el estilo y se burlaban de la falta de plan y método. Aproveché la oportunidad y me esquivé entre la turba para buscar a Ascylto, aunque no podía poner en ello mucha diligencia, por no conocer los caminos o ignorar la situación de nuestro albergue. Después de muchas vueltas, volví, sin darme cuenta,, al punto de partida. Por fin, extenuado de fatiga, inundado de sudor, abordé a una viejecita que vendía legumbres.

CAPÍTULO VII. -¿Quieres decirme, madrecita, le dije, dónde vivo?-Sonriose la vieja al oír mi estulta pregunta, y -¿Cómo no? -contestó. Levantose y comenzó a andar ante mí. La reputé adivina; y al llegar en una calleja oscura, ante una casucha vieja, abrió la puerta, y -Aquí, dijo, debes habitar-. Como yo no conocí la casa, comencé a protestar, y mientras altercábamos, vi varias meretrices desnudas, y con ellas varios trasnochadores misteriosos. Aunque tarde, comprendí dónde me había conducido la maldita vieja, y tapándome la cara con el manto, hui del lupanar, atravesándolo de un extremo a otro, aturdido. Pisaba ya el dintel de la casa, cuando me di de narices con Ascylto, no menos fatigado y moribundo que yo. Se hubiera creído que la bruja aquella había querido juntarnos allí. Al conocerlo no pude menos de preguntarle riendo: -¿Qué haces tú en esta honrada casa?

CAPÍTULO VIII. Se enjugo con las manos el sudor que corría por su rostro, y -¡Si supieras, dijo, lo que me ha sucedido-¿Qué novedades son esas?, le pregunté. Y él, con voz apagada, prosiguió: -Erraba por toda la ciudad sin poder dar con nuestro albergue, y llegose a mi un padre de familia de aspecto venerable, quien se ofreció a servirme de guía. Acepté. Atravesamos varias calles extraviadas y obscuras, y llegamos a esta casa y pretendió pagarme en dinero mi estupro, que llegó a suplicarme para decidirme. Ya la meretriz había recibido el pago del gabinete, y el sátiro me empujaba hacia dentro con impúdico deseo... Sin el vigor de mi resistencia me hubiera ultrajado. <Por todos lados me parecía que todos se habían embriagado con satirión>
[-Mientras de tal suerte me narraba sus aventuras Ascylto, llegó a nuestro lado el mismo padre de familia acompañado de una bastante bonita mujer. Mientras el hombre instaba a Ascylto para que le siguiese, ponderándole el placer que iba a disfrutar, la mujer instábame para que la acompañara. Nos dejamos seducir, y entramos atravesando varias salas, teatro de escenas lúbricas. Al vernos, hombres y mujeres redoblaron sus actitudes lascivas. De pronto uno, remangándose la túnica hasta la cintura, se precipita sobre Ascylto, lo tumba en un lecho y pretende violentarlo. Acudo en su socorro, lo liberto, no sin pena, y Ascylto huye, dejándome solo entre aquella chusma;]
pero superior yo en fuerza y valor a mi compañero, pude librarme de sus ataques y salir de aquel antro.

CAPÍTULO IX. Llevaba casi toda la ciudad recorrida cuando, como a través de una niebla, vi a Gitón a la puerta de una posada; era la nuestra. Entro, me sigue.- Amigo, le digo, ¿qué hay para cenar?-Por toda reapuesta, el muchacho se sienta en el lecho y gruesas lágrimas, que trata de ocultar, ruedan
por sus mejillas. Conmovido,-¿Qué te sucede?, le pregunto; se obstina él en su silencio, insisto, le amenazo y me cuenta que Ascylto le ultrajó. -Al quererme violentar, yo me resistí, dice, pero él, sacando la espada, me obliga a echarme en el lecho exclamando: «Si tú eres Lucrecia, aquí llegó ya tu Tarquinio.-Al oír esto intente arrancar los ojos a Ascylto.-iQué dices a esto-interroguele-, infame seductor, más vil que las cortesanas y de alma impura y manchada?- Afectando indignación y agitando amenazadoramente los brazos, exclamó en tono más alto que el mío, Ascylto:-¿Y hablas tú, gladiador obsceno, asesino de tu huésped, escapado de la arena del circo por milagro? ¿No callas aún, ladrón nocturno, violador de mujeres? ¿Y aún gritas tú, que un cierto bosque me has hecho servir de Ganimedes a tu lubricidad, como este muchacho te sirve ahora? -¿Por qué huiste de mí cuando hablaba con Agamenón?-le pregunté.

CAPÍTULO X. -¡Qué querías que hiciese allí, hombre estultísimo, si me moría de hambre? ¿Debía quedarme a oír sentencias ridículas, y a interpretar sueños?-Mucho más reprensible que yo eres tú, ¡por Hércules!, que para conseguir una cena adulaste al poeta.-Poco a poco la disputa ridícula se transformó en charla agradable. Pronto volvió a mi memoria la injuria recibida.-Ascylto, dije, nuestra buena amistad no puede continuar. De común acuerdo separémonos para siempre, y vayamos a intentar fortuna cada uno por su lado. Tú y yo somos literatos, no importa; para evitar rozamientos de amor propio, yo buscaré otra profesión con objeto de que nuestras rivalidades no sirvan de chacota a las gentes de la ciudad.-No se opuso Ascylto y: -Hoy, dijo, estamos invitados a una gran cena en nuestra calidad de maestros: no perdamos la noche; vayamos aún juntos, y mañana me proveeré de un jovencillo como Gitón y de otro albergue. -Nunca se debe aplazar, contestó, lo que deseamos hacer-. El amor me hacía desear tan precipitada separación. Tiempo hacía que deseaba desembarazarme de tan molesto custodio, para entregarme sin testigos en los brazos de Gitón.
[Hirieron a Ascylto mis palabras, y salió en silencio. Su huida precipitada era de siniestro augurio. Conocía yo bien el arrebato y la fogosidad de AscyIto y lo seguí para observar sus pasos y contenerlo; pero se ocultó muy pronto a mi vista y exploré inútilmente todo el barrio sin lograr ponerme sobre su huella.]

CAPÍTULO XI. Recorrí sucesivamente todos los [barrios] de la ciudad sin lograr hallarle, y volví a mi albergue, dando rienda suelta a mi pasión por Gitón. Lo abracé amorosamente cubriéndolo de nuevas y cálidas caricias y mi dicha igualó a mis deseos. Fui verdaderamente digno de envidia. En lo más dulce de nuestra felicidad Ascylto abrió la puerta con estrépito, y nos sorprendió prodigándonos las más tiernas caricias. Estalló nuestra sala con sus risas y aplausos estrepitosos. El pérfido levantó el manto que nos cubría y -¿Qué estás haciendo, dijo, hombre honestísimo? ¿Qué? ¿Los dos acostados y cubiertos con el mismo manto?-No continuó hablando, pero desatándose el cinturón de cuero comenzó a azotarme, no como juego, diciéndome con aire petulante: -Para que no te separes otra vez de tu hermano Ascylto-.
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[Nada me hubiera aterrado tanto como esa inopinada injuria. Fue preciso devorar en silencio los insultos y los golpes. Prudentemente tomé el caso a risa, para no verme obligado a sostener con él un combate serio. Mi fingida hilaridad aplacó su ánimo. Sonrió también Ascylto- Y tú, dijo, Encolpio, te sepultas en la molicie, sin recordar que nos falta dinero, pues es muy poco ya lo que nos queda. En la época estival la ciudad nos resulta estéril. En el campo están los afortunados. Vamos al campo a buscar a nuestros amigos-. Aprobé el consejo, obligado por la necesidad, aunque resentido en mi amor propio. Así que el honrado Gitón cargó con nuestro pobre equipaje, abandonamos la ciudad, y al castillo de Licurgo, caballero romano, nos dirigimos. Como en otro tiempo Ascylto fuera muy complaciente con él, sirviendo sus placeres, Licurgo nos recibió afablemente; tenía congregados alegres huéspedes, encontrándonos en buena compañía. Entre las mujeres que había llevado a aquella casa Licas, patrón de barco que poseía algún dominio a la orilla del vecino mar, era Trifena la más hermosa. Aunque la mesa de Licurgo era frugal, su casa era lugar gratísimo de voluptuosidades tales que no podrían enumerarse. Es oportuno que sepáis que, desde luego, Venus se encargó de reunirnos por parejas. La hermosa Trifena me agradó y no fue insensible a mis palabras. Pero apenas gozábamos juntos los primeros placeres, cuando Licas, indignado, gritándome porque le robaba su amante, me exigió que yo reemplazase, cerca de él, a la hermosa. Se cansaba ya de sus amores con Trifena y alegremente me la ofreció a cambio de mi complacencia para con él. Pronto su capricho por mí hízome sufrir una verdadera persecución; pero mi corazón ardía de amor por la bella y no escuchaba las proposiciones de Licas. La repulsa mía irritó sus deseos y me perseguía enardecido por todas partes. Una noche penetró en mi alcoba; al ser rechazado, pasó del ruego a la violencia; mis agudos gritos despertaron a los lacayos de Licurgo, quienes acudieron en mi defensa y así escapé sano y salvo de los brutales ataques de aquel sátiro. Viendo que la casa de Licurgo oponía obstáculos a sus designios, quiso atraerme a su morada Licas. A mi negativa opuso los buenos oficios de Trifena, quien me rogó por su encargo, tanto más expresiva y ardientemente, cuanto que en casa de Licas gozaba de mayor libertad que en la de Licurgo. Seguí al fin el impulso del amor y convinimos en que Ascylto se quedase en casa de Licurgo, quien había renovado su trato amoroso con él, y Gitón y yo seguimos a Licas, arreglando con Ascyilto que el provecho que uno y otro consiguiéramos lo aportaríamos a la masa común. Satisfecho de mi decisión, Licas apresuró nuestra partida. Nos despedimos de los amigos y el mismo día llegamos a casa de Licas, cuyo júbilo desde que aceptamos su proposición era indescriptible. Por el camino me colocó a su lado y a Trifena cerca de Gitón, de quien se enamoró visible y ardientemente la ingrata. Yo estallaba de celos que fomentaba Licas, esperando que el despecho me haría entregarme a él En tal situación de ánimo llegamos a casa de Licas y pronto me cercioré de que el corazón de Trifena ardía de amor por Gitón, que a su vez la amaba con juvenil vehemencia. Esta mutua pasión constituía un doble tormento para mí. Licas, en tanto, por agradarme, inventaba todos los días nuevos placeres, los cuales embellecía con su presencia, y compartía, Doris, la hermosa cónyuge de Licas. Las gracias de Doris acabaron muy presto de expulsar de mi corazón a Trifena; y bien pronto mis miradas le confesaron mi amor y las suyas me prometían dulcísima correspondencia. No se me ocultó el carácter celoso de Licas, ni se engañó la graciosa Doris acerca del objeto de las atenciones que me guardaba su marido. En nuestra primera entrevista ella me comunicó sus sospechas. Confesando la verdad, hice valer diestramente la resistencia mía a los deseos de su esposo. Como mujer prudente y de recursos - Y ahora que nos valga nuestro ingenio, dijo: consentid en que os posea, para que podáis poseerme sin sobresaltos ni temores-. Así lo hice. Mientras tanto, Gitón agotó su virilidad con Trifena, y le fue forzoso descansar. Esta entonces se acordó de mí y quiso reanudar nuestros placeres. Mi desprecio cambió su amor en odio, me siguió cautelosamente, me espió constante y descubrió mi doble comercio con Doris y su esposo. Resolvió turbar mis furtivos amores y descubrió todo a Licas. Furioso este quiso cerciorarse para vengarse; pero Doris, avisada por una sirvienta de Trifena, suspendió nuestras entrevistas, advirtiéndome del peligro. Indignáronme la perfidia de Trifena y la ingratitud de Licas, y decidí abandonar el campo. Quiso la suerte que el día anterior un barco que llevaba ofrendas para Isis encallara en la costa vecina. Celebré consejo con Gitón, quien aceptó desde luego mi idea, resentido con Trifena que le desdeñaba y se burlaba de su agotamiento. Al despuntar el día siguiente llegamos al buque. Sus custodios, gente de Licas, nos conocían y nos hicieron los honores enseñándonos todo el navío. No convenía a mis designios su oficiosa compañía y, dejando a Gitón con ellos, me extravié pasando al camarín donde estaba la estatua de la diosa Isis. Llevaba en la mano un precioso sistro de plata y la cubría un manto riquísimo. Robé ambas cosas, hice con ellas un paquete y pasando a la cámara del piloto, me lancé fuera del barco. Gitón solamente lo advirtió, reuniéndose conmigo a poco, después de burlar con habilidad a sus acompañantes, y llegamos al día siguiente a casa de Licurgo. Conté a Ascylto mis aventuras y le enseñé mi presa. Por su consejo corrí a prevenir en nuestro favor a Licurgo, convenciéndole de que las importunidades siempre crecientes de Licas eran la única causa de nuestra fuga. Licurgo, persuadido, juró defenderme contra Licas y contra todos. No se advirtió nuestra fuga hasta que Trifena y Doris despertaron, pues por urbanidad asistíamos todas las mañanas a su tocado, y nuestra inesperada ausencia parecióles muy extraña. Licas envió gentes a perseguirnos, sobre todo por la costa, y supo pronto nuestra visita al navío; pero del robo nada, porque la popa estaba en la parte opuesta a la orilla y el patrón del barco se hallaba en tierra. Convencido de nuestra evasión, Licas se volvió furioso contra Doris, suponiéndola causa de ella. Injurias, amenazas, hasta golpes sin duda le prodigó aquel bárbaro, aunque ignoro los detalles de la escena.
Mientras tanto, Trifena, origen de la perturbación, sugirió a su dueño la idea de buscarnos en casa de Licurgo, proponiéndose gozar con nuestra confusión y agobiarnos a ultrajes. Al día siguiente ambos se pusieron en camino y llegaron a la mansión que nos servía de asilo. Acabábamos de salir con nuestro huésped, que nos llevó a la fiesta de Hércules que celebraba una aldea vecina. Al saberlo, se dirigen en seguida a la aldea y nos encuentran en el pórtico del templo. Su llegada nos desconcertó, Licas se querelló ante Licurgo de nuestra fuga, pero este le cerró la boca contestándole secamente, y envalentonado yo, reproché, en voz alta y firme a Licas los ataques a mi pudor, ora en casa de Licurgo, ora en su propia casa, censurando su lubricidad brutal. Trifena quiso defender a Licas, pero fue pronto castigada, pues a las voces nuestras nos rodeó una gran afluencia y en presencia de todos los curiosos desenmascaré a la infame, mostrando el rostro ojeroso de Gitón y el mío a los circunstantes, para reputarla como lúbrica meretriz. Al estallar las risas y burlas de los transeuntes, nuestros enemigos se retiraron confusos, pero jurando, sin duda, vengarse. No podían dudar de la prevención de Licurgo contra ellos y resolvieron esperarnos en el castillo de éste para desengañarlo. Por fortuna la fiesta duró hasta la noche y era ya demasiado tarde para volver a la quinta. Licurgo nos condujo a una casa de campo situada a la mitad del camino y al día siguiente, temprano, antes de que nos levantáramos fue a su castillo, donde encontró a Licas y Trifena que lo convencieron diestramente de que yo le había engañado, arrancándole con astucia la promesa de entregarnos en manos de aquellos infames. Naturalmente cruel y desconfiado, Licurgo no pensó más que en guardarnos, como Licas le había sugerido, hasta que este volviese con los auxilios que para llevarnos a Gitón y a mí fue a buscar. Llegó a la villa, antes que nos levantásemos, nos reprochó duramente de haber calumniado a su amigo Licas y cruzándose de brazos nos anunció su designio de entrogarnos a él. Luego, sin hacer caso ni aun de la defensa de Ascylto, nos encierra en el dormitorio con doble llave, y llevándose a su amigo, volvió al castillo, no sin encargar a sus gentes que nos vigilaran. Por el camino Ascylto procuró con ruegos, lágrimas y caricias conmoverlo, pero en vano. Ofendido por la dureza de Licurgo, rehusó desde aquella misma noche compartir su lecho y concibió el proyecto de salvarnos. Ascylto cargó sobre sus hombros nuestro bagaje, llegó al hacerse, de día a nuestra cárcel, encontró durmiendo a nuestros guardianes, forzó fácilmente la puerta de nuestra prisión haciendo saltar los cerrojos, gracias a lo frágil y viejo de la madera, y nos despertó de un modo brusco. Por fortuna nuestros guardianes, rendidos por la vela de la noche anterior, no oyeron el ruido y nosotros salimos vistiéndonos para ganar tiempo. Ocurrioseme la idea de asesinar a los criados, saquear la casa, y quemarla luego. Comuniqué el plan a mi amigo y -Me agrada el saqueo, dijo; pero me opongo al derramamiento de sangre si no es indispensable para nuestra libertad-. Ascylto conocía bien la casa; nos condujo hasta un riquísimo guarda joyas que forzamos, apropiándonos de muchos y preciosos objetos. El sol nos advirtió que debíamos ponernos en salvo y corrimos con nuestro botín por caminos y sendas extraviados hasta que creímos estar en salvo y nos detuvimos para tomar aliento. Ascylto exageraba su alegría por haber saqueado la villa del miserable Licurgo, que sólo había premiado sus complacencias con malos vinos y frugales comidas. Tal era ese sórdido y mezquino personaje que, en medio de la abundancia, poseyendo inmensas riquezas, rehusaba gastar aun lo necesario.
Rodeado de agua y de manjares ricos
muere de hambre y de sed el pobre Tántalo;
imagen fiel del que amontona el oro,
del infeliz avaro,
que muere de hambre y sed, como un imbécil,
su caja de caudales abrazando.
Quería Ascylto entrar el mismo día en Nápoles. -Pero es imprudente, le dije, porque la justicia quizá nos persiga. Despistémosla con algunos días de ausencia, ya que nuestros fondos nos permiten por algún tiempo recorrer la campiña.- Le agradó el consejo, y como cerca de donde nos hallábamos, en un prado ameno y hermosísimo, había profusión de quintas que habitaban durante el estío varios de nuestros amigos, brindándonos placeres, nos dirigimos hacia allí; pero a mitad del camino nos sorprendió la lluvia y nos refugiamos en una posada a la cual habían acudido muchos paseantes buscando un abrigo contra la tormenta. Confundidos entre la multitud nadie se fijó en nosotros, lo que nos sugirió la idea de dar un golpe de mano. Nuestros ojos investigaron curiosos los alrededores, y Ascylto vio una bolsa que cogió sin que nadie le viese y que contenía muchas monedas de oro. Satisfechos del botín, y temerosos de la reclamación, nos deslizamos hacia una puerta que daba al campo, para huir. Vimos a un sirviente que ensillaba caballos y que, habiendo olvidado algo, al parecer, se ausentó, y yo aproveché el momento para apoderarme de un soberbio caparazón; después, siguiendo adelante, desaparecimos en la selva próxima. Una vez en lo más espeso de ella tratamos de ocultar nuestro oro, no tanto por miedo a que nos robaran, como por temor a pasar por ladrones. Ocultamos el oro cosiéndolo entre el paño y forro de una vieja túnica, que yo me eché al hombro, y Ascylto se encargó del caparazón que yo habia sustraido, dirigiéndonos por tortuosos senderos hacia la ciudad vecina.
Mas cuando íbamos a salir del bosque, he aquí lo que oímos: -No pueden escapársenos; entraron en la selva; dividámonos para perseguirlos, y podremos fácilmente aprehenderlos-. Un terror pánico nos invadió al oír esto; mientras Ascylto y Gitón siguieron su huida hacia la ciudad, yo volví a través, huyendo en dirección opuesta; y en mi fuga, sin advertirlo, a causa del miedo que me invadía, perdí la preciosa túnica. Aunque me hallaba rendido por la fatiga, al advertir la pérdida de nuestro tesoro recobré como por encanto las fuerzas, y volví pasos atrás para buscarlo, intrincándome de nuevo en lo más espeso de la selva, donde me perdí al cabo de cuatro horas de infructuosa pesquisa. Buscando ya, más que el tesoro, orientarme para salir del maldito bosque, tropecé con un campesino. Tuve necesidad de todo mi valor para hablarle sereno, y no me falló. Le pedí me guiase por haberme extraviado hacía muchas horas en la selva; miró mi rostro pálido, mi traje mísero, y se ofreció humanísimo a conducirme hasta el camino real. Me preguntó si me había encontrado con alguien en el bosque, le dije que no, y ya iba a despedirse de mí, cuando llegaron dos camaradas suyos quienes dijeron que habían registrado en vano la selva, sin encontrar otra cosa que una miserable túnica. Era la mía, pero no tuve la audacia de reclamarla. Imaginaos mi dolor al contemplar mi tesoro en poder de aquellos rústicos, aunque ellos no lo sospechasen. Mi debilidad se agravaba por instantes, y lentamente tomé el camino de la ciudad. Era tarde cuando llegué a ella. Entré en la posada y encontré a Ascylto medio muerto, acostado sobre un miserable lecho. Sin poder proferir una palabra, me dejé caer en otro lecho. Al no ver la túnica sobre mis hombros turbose Ascylto, no pudiendo dar crédito a sus ojos. Los míos, mejor que con palabras, pues me faltaba la voz, explicáronle nuestro infortunio. Ni aun oyendo mi relato lo creyó, pensando, no obstante mis juramentos y mis lágrimas, que trataba de estafarle su parte del tesoro. Gitón al ver mi dolor se deshizo en lágrimas, y la tristeza de tan querido niño redoblaba la mía. Más todavía apenaba mi ánimo el pensar en la justicia que nos perseguía; pero cuando lo dije, Ascylto burlose por considerarse fuera de toda sospecha. Estaba persuadido de nuestra seguridad fundándose en que éramos desconocidos y no habíamos sido vistos por persona alguna. Quisimos mentir una enfermedad para justificar nuestra permanencia en el lecho, pero nos tuvimos que declarar pronto buenos, pues carecíamos de dinero y aun tuvimos que vender algo para satisfacer necesidades apremiantes.]

CAPÍTULO XII. Al oscurecer tomamos el camino del mercado, en el cual vimos abundantes cosas de escaso valor, pero en cambio de dudoso origen, que la oscuridad impedía averiguar. Habíamos tenido cuidado de llevar el caparazón robado, y lo extendimos en el suelo, en un rincón, esperando que su brillo atraería algún chalán que nos lo comprase. En efecto; pronto se aproximó a nosotros un campesino cuya fisonomía no me era desconocida. Le acompañaba una joven. Mientras examinaba atentamente el caparazón, Ascylto repara que llevaba al hombro nuestra perdida túnica. Por mi parte yo quedé mudo de sorpresa reconociendo al campesino que había encontrado mi túnica en la selva. Ascylto no acertaba a dar crédito a sus ojos. Por no aventurarse aproximose al rústico, y so pretexto de comprarla, coge la túnica y la examina atentamente.

CAPÍTULO XIII. ¡Oh capricho admirable de la fortuna! El rústico no había pasado sus manos por la túnica, y no habíase percatado de su verdadero valor, decidiendo venderla como un harapo cualquiera. Al cerciorarse Ascylto de que nuestro tesoro estaba intacto y que el campesino no tiene aspecto temible, me dijo aparte: -Este hombre lleva en tu túnica nuestro tesoro completo. ¿Qué hacemos? ¿ De qué manera reivindicamos nuestra pertenencia?- Mi júbilo al oírlo fue inmenso, no tanto por el rescate del oro, si que también porque con el hallazgo me justificaba de las torpes sospechas; y opiné que si no quería restituir buenamente la prenda el rústico, diéramos parte a la justicia a fin de que ésta nos la devolviese.

CAPÍTULO XIV. Ascylto no fue de mi opinión, temiendo a los curiales. -¿Quién nos conoce aquí?, me dijo, ¿O quién querría dar fe de nuestra deposición? Es duro rescatar nuestro tesoro reconocido del poder ajeno, pero si podemos hacerlo a poca costa, no debemos descender a intrincarnos en un dudoso pleito.
Do reina sólo el oro, ¿a qué las leyes
si no puede gozarlas la pobreza?
Lo mismo que los cínicos, frugales
que venden su honradez y su elocuencia
al más caro postor, hacen los jueces,
vendiendo la justicia sin vergüenza.
Además, con excepción de algunas monedas de escaso valor que para comprar lupinas destinábamos, nada poseíamos. Así, pues, temiendo que se nos escapase nuestra presa, decidimos no exigir demasiado por el caparazón, seguros de ganar en una parte mucho más de lo que perdíamos en la otra. Pero en cuanto desplegamos el caparazón y lo examinó la mujer que al campesino acompañaba, con grandísimas voces clamaba que había hallado a sus ladrones. A nuestra vez, y aunque turbados por sus gritos, reivindicamos la propiedad de nuestra túnica que el rústico llevaba al hombro. Pero la partida no era igual. Los curiosos que a los gritos de la mujer se acercaron a nosotros, reían y se burlaban al ver que por una parte se reclamaba un riquísimo caparazón y por otra una túnica vieja que no merecía ni ser remendada. Entonces Ascylto logró calmar las risas, y restablecido el silencio:

CAPÍTULO XV. -¡Veamos!, dijo; cada cual aprecia en mucho lo que le pertenece. Que nos devuelvan nuestra túnica y que se lleven su caparazón-. El cambio agradaba al rústico y a la mujer, pero dos bandidos disfrazados de oficiales de justicia, queriendo apropiarse el caparazón, pidieron en voz alta que se depositara previamente en sus manos los objetos en litigio, prometiendo que la justicia fallaría al día siguiente. Parece que el investigar quién tenía razón era lo de menos, con tal de desterrar a los ladrones. Ya iban a conseguir su propósito, cuando se presentó un hombrecillo calvo y llena la cara de excrecencias carnosas, quien se apoderó del caparazón, prometiendo presentarlo al día siguiente. Era un busca pleitos, y, sin duda, de acuerdo con aquellos bribones, no deseaban sino apoderarse de la rica prenda, sospechando que no nos habíamos de atrever a reclamarla, temiendo una acusación por robo. Esto era precisamente lo que nosotros queríamos evitar. El azar sirvió admirablemente a las dos partes. Ofendido de que hubiéramos metido tanto ruido por aquel harapo, el rustico arrojó a la cara de Ascylto la túnica, y exigió que se depositase el caparazón, causa única ya del litigio, en manos de un tercero, hasta que él probase su pertenencia. Nosotros, seguros de haber rescatado nuestro tesoro, huimos precipitadamente a nuestro albergue, ebrios de júbilo y riéndonos de la habilidad y destreza de aquellos bribones de la justicia, y de la parte adversa, que tan ingeniosos se habían mostrado para devolvernos nuestro dinero.
<No quiero obtener al punto lo que deseo
ni me causa placer una victoria preparada>
[Descosíamos la túnica para sacar el oro, cuando oímos a alguien preguntar a nuestro posadero qué clase de gente eran los que acabábamos de entrar en la posada. No me agradó la pregunta, y apenas salió el interrogador, cuando corrí a informarme del objeto de su visita. Nuestro huésped me dijo, con tono indiferente, que era un lictor del pretor encargado de inscribir los nombres y calidad de los viajeros en los Registros públicos, y como nos había visto entrar en la posada y comprendió que éramos forasteros, interrogole al respecto. Esta explicación no me satisfizo, y temiendo por nuestra seguridad, resolvimos salir del albergue y encargar a Gitón nos preparase la cena para cuando volviéramos; ya bien entrada la noche. Salimos a callejear evitando las vías más frecuentadas y buscando los barrios solitarios. En uno de éstos encontramos dos mujeres de buen aspecto, cubiertos los rostros con velos. Las seguimos de lejos, a paso de lobo, y las vimos entrar en una especie de templo del que salía un rumor confuso como del fondo de un antro. La curiosidad nos hizo entrar en pos de ellas, y vimos un tropel de mujeres desnudas, semejantes a bacantes, que corrían de un lado para otro agitando pequeñas estatuas de Priapo en sus diestras. No pudimos ver más. Al advertir nuestra inesperada presencia las hembras, prorrumpieron en tan espantoso grito, que retembló la bóveda del templo. Quisieron en seguida agarrarnos, pero escapamos veloces y nos refugiamos de nuevo en la posada.]

CAPÍTULO XVI. Cenamos tranquilamente, gracias a los cuidados de Gitón; pero de repente llamaron con golpes redoblados a la puerta.
Aunque pálidos y temerosos, preguntamos: -¿Quién es? -Abrid, respondieron, ya lo sabréis-. Durante ese diálogo la cerradura saltó, y abriéndose la puerta se ofreció a nuestra vista una mujer cubierta con un velo. Entró. Era precisamente la compañera del hombre del caparazón. -¿Pensabais reíros de mí?,dijo. Yo soy la doncella de Quartilla cuyos votos sagrados ante el ara turbasteis. He aquí que ella misma en persona viene a hablaros. No os turbéis, sin embargo. No os acusará por vuestro error, ni os castigará; ¿puede mirar con malos ojos que dos jóvenes tan educados penetrasen en sus dominios?...

CAPÍTULO XVII. Callábamos nosotros no sabiendo qué pensar de ello, cuando entró Quartilla acompañada de una virgen, y sentándose sobre mi lecho, comenzó a llorar con desconsuelo. No pronunciamos palabra, y esperamos atónitos que cesara con las lágrimas el dolor que las provocaba. Por fin cesó el llanto; levantó su velo, nos miró con altivez, y juntando sus manos con tal fuerza que las articulaciones de sus dedos crujieron: -¿Por qué habéis sido tan audaces? ¿Dónde aprendisteis el arte de los ladrones? Me compadezco de vosotros, aunque ninguno sorprende impunemente nuestro culto a los dioses. Actualmente hay en nuestra región tantas divinidades protectoras, que resultan más raros los hombres que los dioses. No me ha conducido, sin embargo, a este lugar la venganza; vuestra edad me conmueve más de lo que me excita vuestra injuria, y prefiero considerar vuestro crimen como una imprudencia excusable. Atormentada esta noche por escalofríos que me hacen temer un ataque de tercianas, busqué en el sueño un remedio a mi dolencia. Los dioses, por medio del ensueño, me ordenaron dirigirme a ti que posees el remedio para conseguir mi curación. Pero no me preocupa tanto el remedio prometido; mayor dolor padezco, que si no me alivias, me causará necesariamente la muerte, Tiemblo a la sola idea de que, a causa de vuestra juventud, divulguéis los secretos que habéis sorprendido en el santuario de Priapo. ¡De rodillas os lo pido; no sea por vuestra causa nuestro culto la fábula y ludibrio de la ciudad!... No descorráis el velo de nuestros antiguos misterios, de esos misterios, aun para los iniciados, desconocidos en gran parte.

CAPÍTULO XVIII. A tan ferviente súplica siguieron de nuevo abundantes lágrimas, y grandes suspiros se escapaban de su pecho, abrazándome convulsivamente. Yo, turbado al mismo tiempo de temor y de compasión, procuré tranquilizarla asegurándole que no divulgaríamos el secreto de su culto. y prometiéndole, que, con ayuda de los dioses, la curaríamos de sus tercianas aunque fuese a costa de nuestra vida. La mujer recobró su alegría al oírme, me besó apasionadamente y pasando del llanto a la risa, con loco placer alisaba con sus manos los bucles de mi cabello: -Hago la paz con vosotros, dijo, y renuncio a toda querella. Pero si hubieseis rehusado darme el remedio que preciso, mis vengadores estaban prontos y hubieran vindicado la injuria hecha a nuestros dioses y a mí misma.
Sufrir la ley es duro: no el dictarla:
sólo un yugo me agrada: el mío propio.
Grandes son los que olvidan las ofensas.
El perdón es el triunfo más hermoso.
De repente siguen a este acceso poético aplausos estrepitosos y risas inmoderadas, tanto que nos asustamos. La doncella que nos había visitado primero imitó a su señora, y también estallaron las carcajadas cristalinas, infantiles, de la virgencita que acompañaba a Quartilla.

CAPÍTULO XIX. Mientras todo resonaba con su ruidosa alegría, tratábamos de adivinar la causa de tan brusco cambio, dirigiendo nuestras miradas, ya sobre las tres mujeres, ya sobre nosotros mismos. -Veamos, dijo Quartilla; he dado mis órdenes para que ninguno sea recibido en este albergue durante todo el día de hoy, a fin de que, sin temor a importunos, podáis administrarme el febrífugo que necesito. -Mientras esto decía. Quartilla, Ascylto palideció presa de gran turbación, en cuanto a mí, quedé frío, helado de estupor, sin acertar a pronunciar palabra. Sin embargo, un poco tranquilizábame nuestra superioridad. Tres eran las mujeres, débiles por su sexo, y tres nosotros, que, si no éramos Hércules, pertenecíamos al sexo fuerte. Ciertamente no presentíamos un combate con fuerzas superiores, y yo formé mi plan para en caso de romper las hostilidades. Hice pasar a Ascylto, colocándolo frente a la compañera de Quartilla, quedeme yo frente a ésta, y puse a Gitón al lado de la chiquilla. [Mientras yo reflexionaba de este modo, se aproximó a mí Quartilla, reclamando el remedio prometido a sus tercianas. Quedé un instante estupefacto; y ella, engañada sobre la causa de mi inmovilidad, salió furiosa del aposento, volviendo en seguida con varios desconocidos, quienes nos cogieron bruscamente, transportándonos a un palacio magnífico.] El asombro nos hizo perder por completo el valor, y creímos nuestra muerte próxima e inevitable.

CAPÍTULO XX. -Te ruego, señora, exclamé, que si has decidido matarnos, hagas que se acelere nuestra muerte, pues no somos tan culpables para merecer la tortura.- La doncella de Quartilla, que se llamaba Psiquis, extendió diligente sobre el suelo un tapiz elegante, y con sus caricias apasionadas trató de enardecer mis sentidos, mortalmente helados. Ascylto, oculta la cabeza bajo el manto, se lamentaba de nuestra suerte, advertido a su costa de lo peligroso que es sorprender secretos. En el ínterin, Psiquis había sacado varios cordones, con los cuales nos ató, sujetándonos fuertemente pies y manos.
[Me entristecieron las ligaduras. -No es el mejor modo, le dije, este que empleas, de cumplir los deseos de tu señora. -Déjame hacer, repuso la doncella, que tengo a mano un medio pronto y seguro para reanimaros.- Y súbitamente, loqueando alegremente, trajo un vaso lleno de satyrion, del cual me hizo beber, charlando alegremente, la mayor parte, y acordándose de la frialdad con que Ascylto acogió sus ataques, derramó sobre las espaldas de aquél el resto, sin que el lo advirtiese siquiera.]
Al cesar la charla de Psiquis, -¿Cómo es eso?, preguntó. ¿No soy yo digno de beber?-Ella, al soltar yo la carcajada promovida por la pregunta, de Ascylto, batió palmas, y -Joven, dijo: la bebida estaba al alcance de tu mano y la apuraste toda tú solo. -Entonces, replicó Quartilla, ¿Encolpio no bebió del satyrion?- Todos reímos alegremente al oírla, y el mismo Gitón no pudo contener su alegría, tanto, que la virgencita le echó los brazos al cuello, y cubrió de besos su rostro, lo cual no desagradó en lo más mínimo al muchacho.

CAPÍTULO XXI. Hubiéramos querido pedir socorro; pero ni había nadie dispuesto a auxiliarnos, ni me permitía Psiquis hacer movimiento alguno sospechoso, pinchándome con una horquilla en la cara, mientras que la chiquilla, con un pincel empapado de satyrion, mojaba la piel de Ascylto. Para acabarnos, penetró en la estancia uno de esos degradados que se prostituyen por dinero, adornado de una túnica del color del mirto que llevaba levantada hasta la cintura y haciendo contorsiones indecentes, nos cubría la faz de asquerosos besos, hasta que Quartilla, que presidía a nuestro suplicio armada de una verga, dio orden para que cesara aquel tormento. Juramos, por nuestras sagradas divinidades, no revelar jamás a persona viviente el fatal secreto, y aparecieron en la sala varias cortesanas que nos frotaron el cuerpo con aceites perfumados. Reanimados por las fricciones, nos pusimos túnicas de gala, y a la sala próxima fuimos conducidos; en ella había preparado un suntuoso festín, y tres lechos ante la mesa, espléndidamente servida, nos esperaban. Nos acomodamos en ellos, y principió la magnífica cena, rociada con delicioso vino de Falerno. Los exquisitos manjares que gustamos y las abundantes libaciones, nos arrastraban hacia el sueño. -¿Como es eso?, exclamó Quartilla. ¡0s preparáis a dormir en vez de rendir el debido culto a Priapo?

CAPÍTULO XXII. Como Ascylto comenzara a entregarse al sueño sin hacer caso de las excitaciones de Psiquis, la doncella comenzó a enmascararle los labios y el rostro entero, tiznándoselo con carbón, sin que el rendido y agobiado varón se enterase. Yo mismo comenzaba a gozar las dulzuras del sueño, lo mismo que la servidumbre entera, tanto interior como exterior, tendiéndose a nuestros pies unos, otros recostados contra las paredes y algunos en el dintel, todos revueltos y confundidos, juntando las cabezas. Hasta las luces buscaban el descanso, esparciendo resplandores tenues y pálidos, sin preocuparse de ahuyentar las tinieblas que iban conquistando el triclinio. En esto, dos sirios se deslizaron a tientas en la sala buscando una botella de vino sobre una mesa llena de vajilla de plata. Dispútansela con encarnizamiento, y derriban todo cuanto en la mesa había. Una copa cae sobre la frente de una doncella que dormía en mi lecho, y el dolor la hace lanzar un grito que despierta a casi todos los sirvientes. Viéndose descubiertos los bribones, se dejan caer al suelo y comienzan a roncar para que se les creyera dormidos; entra el maestresala, reanima las luces, concluyen de despertar los criados, y aparecen varias timbaleras que, con su música ruidosa, concluyen de despertar aun a los más profundamente dormidos.

CAPÍTULO XXlII. Los convidados volvemos al festín; Quartilla manda traer nuevos vinos, y el sonido de los timbales excita de nuevo la alegría. Entonces aparece un lacayo, el más insulso de todos los hombres y el sólo digno de aquel lugar, quien, golpeando las manos para marcar el tiempo y acompañarse a la vez, canta, la canción siguiente:
Tended los pies, juntad los corazones;
impúdicas y cínicos, amaos;
el placer nos convoca; libremente
juntemos nuestros labios;
brindemos voluptuosos por los goces
del amor, que se impone soberano.
Al acabar estos versos, el inmundo me manchó con sus besos; echose luego en mi lecho, y sin poder yo impedirlo, levantó la túnica que me cubría el cuerpo, pretendiendo con todas sus fuerzas violentarme, sin lograrlo. Sus esfuerzos le inundaron la frente y las desnudas piernas de sudor, que corría por su piel como ríos, dándole aspecto asqueroso.

CAPÍTULO XXIV. No pude contener las lágrimas, y agobiado por la tristeza -¿Es eso, le dije, señora, lo que nos habéis prometido?- Batió ella las manos alegremente, y-¡Hombre agudo, respondió, qué donosa salida!... ¿Qué? ¡Acaso te he prometido que impediría que te forzasen?... -A lo menos, repliqué, corramos todos la misma suerte. Ascylto saborea tranquilo el reposo. -Bueno; que le llegue su turno a Ascylto, ordenó Quartilla.-Y mi caballero inmediatamente dejome en paz, cambiando de montura para importunar con sus impuras caricias a mi compañero. Testigo de esta escena Gitón, reía a carcajadas, y Quartilla, que no había dejado un punto de considerarlo con atención, preguntó de quién era lacayo aquel muchacho. Le dije que mío, y-¿Por qué no ha venido, dijo, a buscarme?- Llamóle, besole lúbricamente, y deslizando sus manos bajo la túnica, complaciose en acariciar sus atractivos.
-He aquí, exclamó, un aperitivo de placer para mañana. Hoy necesito un Hércules.

CAPÍTULO XXV. Al oírla Psiquis aproximose a Quartilla, indicándole alegremente algo al oído, que no pude oír. -¡Eso!, ¡eso!, exclamó Quartilla. ¡Has pensado muy bien!... ¿Qué otra ocasión más excelente se nos presentaría para que sea desvirgada nuestra Pannyquis [Paníquide]?-A estas palabras trajeron a una niña bastante bella, que no parecía tener más de siete años, y era la misma que con Quartilla vino a nuestro albergue, empezando a aplaudir todos los asistentes, los cuales se apresuraron a arreglar todo lo necesario para la realización de tales nupcias. Estupefacto yo, protesté alegando la timidez de Gitón, por una parte, y la edad demasiado tierna de la criatura, lo que impediría al uno cumplir virilmente su cometido, y a la otra sostener el ataque. -Así, dijo Quartilla, o de menos edad que ésta era yo cuando me desvirgaron; porque me muera si recuerdo haber sido alguna vez virgen. Cuando era niña, ya cohabitaba con muchachos de pocos más años que yo; púber, tuve hombres por amantes, y así hasta hoy. He aquí, sin duda, el origen de aquel proverbio;
Quien soporta al novillo,
al toro soportar podrá de fijo.
Temí que sucediera algún desastre a Gitón, y decidí entonces presenciar la ceremonia.

CAPÍTULO XXVI. Ya había Psiquis adornado a Pannyquis con el velo de desposada: ya abría la marcha nupcial, alumbrando con una antorcha el lacayo inmundo, a quien seguían una larga fila de mujeres ebrias, aplaudiendo alegremente; ya el lecho nupcial, adornado por aquéllas, sólo esperaba a los dos esposos; cuando Quartilla, excitada por el ambiente voluptuoso, se levantó bruscamente, cogió a Gitón en sus brazos y lo arrastró hacia el lecho. Al muchacho no le repugnaba la cosa, ni la chiquilla había pestañeado al oír el nombre de nupcias. Nos detuvimos ante el tálamo, dejando en libertad a los muchachos, y la curiosa Quartilla aplicó el ojo por la entreabierta puerta, para ser espectadora de la libidinosa escena. Pronto, con el fin de que gozase yo también del espectáculo, me atrajo dulcemente hacia sí, y como nuestros rostros se tocaban, dejaba a menudo de mirar a la pareja nupcial para besarme apasionada y furtivamente.
[Tan fatigado estaba de las liviandades de Quartilla, que buscaba la manera de librarme de ella por la fuga, y así se lo comuniqué a Ascylto, quien aprobó mi idea, como único recurso para librarse de las asiduidades de Psiquis. Fácil nos hubiera sido escapar, a no hallarse Gitón en el cubículo; pero queríamos llevárnoslo para sustraerlo a la lubricidad de aquellas meretrices. Mientras imaginaba algún expediente, Pannyquis cae del lecho, arrastrando en su caída a Gitón. No recibieron daño alguno, pero el susto hizo a la chiquilla lanzar fuertes gritos, y mientras Quartilla, asustada, vuela a su socorro, nosotros escapamos, y pronto, ya en nuestro albergue,]
tendidos sobre nuestros lechos, nos dormimos, descansando el resto de la noche.
[Al día siguiente encontramos dos de nuestros raptores, a los cuales agredimos con furia. Ascylto hirió gravemente al suyo, y, dejándolo en tierra, vino a auxiliarme, pero sin poder lastimarlo en en lo más mínimo, escapó, dejándonos a los dos heridos, si bien levemente.]