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Semblanzas: 185

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MARTÍNEZ DE LA ROSA, DON FRANCISCO.

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Por Alhama, provincia de Granada.


Entre todos los señores diputados que componen el actual Congreso, este es el único que perteneció á las Cortes de 1820. Entonces le retrataron bien; ¡pero cuánto ha variado el original del retrato! El amable joven se ha hecho un sexagenario de carácter duro y exasperado; el pimpollo de la Constitución y el mazo de sus infractores sostiene hoy con todas sus fuerzas las arbitrariedades ministeriales, y en uno y otro discurso proclama la omnipotencia del gobierno, y que se le concedan autorizaciones sin límites, declinando el Congreso sus atribuciones: el que antes abogaba por los derechos de los pueblos, hoy se ocupa en deprimirlos y enfrenarlos. Paz mientras mandemos, orden para que cobremos, justicia cuando la necesitemos.

Siempre ha sido un orador académico, pero esto no quiere decir que sea filósofo platónico; pues una costosa y continuada experiencia nos ha demostrado que si bien los discursos de su señoría participan de la dulzura de la escuela Atica abundan en poesía todo lo que carecen de ideas útiles y positivas.

Cuando ingresó en un instituto ó academia privada de París (que no hay que confundir con el instituto de Francia), pronunció uno de sus más famosos discursos sobre un tema dado que consistía en designar la causa que había contribuido más eficientemente al descubrimiento del nuevo mundo; y S. S. reveló á los filósofos franceses que los hermosos ojos de una dama andaluza habían sido la verdadera causa de aquel portentoso acontecimiento. No hay que reírse, pues así lo estableció probándolo del modo siguiente. Cristóbal colón era enamorado y se prendó tanto de unos bellos ojos andaluces que nunca tuvo valor para irse de España dejándolos; por cuya causa se le facilitó la ocasión de concertar poco á poco los medios de realizar su viaje. En nada influyó que Colón tuviese seguridad de su cálculo, y la firme resolución de realizarlo con el auxilio de cualquier corte europea, y aun de caballeros particulares: la dama, digo, los ojos de la dama lo causaron todo. Entre otras nos ocurre la siguiente dificultad. ¿Si Colón no tenía valor ni resolución para separarse de aquella señora, cómo es que la dejó y se fué nada menos que al otro mundo? De esta solidez son todos los discursos del señor Martínez de la Rosa.

Acostumbra S. S. prepararse ante diem para registrar su arsenal de metáforas y sacar algunas adecuadas á lo que ha de decir: lo cual se advierte fácilmente por la colocación que les da en sus raciocinios, y más aún porque al presentar una figura se le trasluce antes que la descubra, y llegado el momento, la descubre con cierta celeridad que acredita que estaba dibujada de antemano. Es poeta meditando, pero no improvisando.

Siempre se ha dedicado á la causa pública, pero siempre el país lo ha remunerado con usura, dándole los más altos destinos, las más honoríficas condecoraciones, y los más pingües sueldos, no solo para su señoría, si además para todos sus parientes y amigos.

Ha sido poco feliz en la dirección de los negocios y muchos de sus actos han sido un enigma. Nunca olvidamos que en 1823 dejó marchar á Cádiz al gobierno constitucional quedándose S. S. en Madrid, á pesar de que pendía de cierto dictamen la formación de causa á los ministros del 7 de julio. Tuvo S. S. valor cívico para presentarse entre la plebe á ver entrar en la corte los hijos de San Luis: pero ni el Rey renunció á su venganza, ni los liberales dejaron de formar quejas y aventuradas conjeturas.

De todos los puestos que ha ocupado, ninguno es menos análogo á su carácter que el que hoy tiene cerca del Pontífice de la Santa Iglesia Católica: pues si la corte romana tuviera por jefe á un León X ó á un Alejandro VI, ningún embajador podría ser menos útil á nuestros intereses. Los espíritus poéticos son impresionables y se dejan fácilmente arrastrar de las fuertes exterioridades religiosas, guerreras, y aun voluptuosas. El angustiado semblante de una hermosa Reina hizo realista en cinco minutos al republicano Barnave: el último Te Deum laudamus cantado en el Vaticano, estamos seguros de que ha hecho derramar lágrimas al señor Martínez de la Rosa, haciéndole abjurar el resto de sus principios reformista, si es que aun los conservaba.

Muy embebecido debe estar en aquella inagotable fuente de gracia y sabiduría. De allí un pasito más y á la Gloria, donde no dudamos que pedirá el remedio de todos los males que S. S., involuntariamente, ha causado á esta desgraciada Nación. Amén.


NOTA de WS