Silva IV (Gatomaquia)

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​Gatomaquia​ de Lope de Vega
Silva IV
Silva V
     Quien dice que el amor no puede tanto,
que nuestro entendimiento
no puede sujetarle, es imposible
que sepa qué es amor, que reina en cuanto
compone alguna parte de elemento
en el mundo visible.
¡Oh fuerza natural incomprensible,
Que en todo cuanto tiene
una de las tres almas,
a ser el alma de sus almas viene!
¿Quién no se admira de mirar las palmas
en la región del África desnuda,
cuando su fruto en oro el color muda,
con solo aquel ardor vegetativo,
amarse dulcemente?
Que en lo demás que siente,
no es mucho que de amor el fuego vivo
imprima sentimiento
y natural deseo
con lazos de pacífico himeneo.
La fiera, el ave, el pez en su elemento,
todos aman, y quieren
por la razón de bien, lo que es amable,
pues ama lo que es sólo vegetable,
Si de ningún sentido el bien infieren.
entre las cosas que por él adquieren
algún conocimiento
(perdonen cuantas aves y animales
de su distinto gozan elemento),
ningunas son iguales
en amor a los gatos,
exceptando las monas,
que hasta en esto se precian de personas,
y ya que no en esencia, en ser retratos;
porque acontece, con el hijo al pecho,
abrazalle con lazo tan estrecho,
que le hacen exhalar la sensitiva
alma vital. Así el amor las priva,
que fue en la estimativa conocido
del natural sentido;
y si por opinión crítico alguno
tiene que amor tan loco
no puede haber en animal ninguno,
váyase poco a poco
al africano Tetuán, adonde
verá cómo, a los árboles trepando
ésta del hombre semejanza propia,
de que hay allí gran copia,
ya sale con el hijo, ya se esconde,
y a los que van o vienen caminando,
con risa de monesco regocijo,
muestra el peloso hijo.
Mas fuera disparate,
si no es que en ellas trate,
ir por ver una mona
hasta el África un hombre;
que si de Tito Livio llevó el nombre
muchos hombres a Roma, fué corona
de los historiadores;
que sólo aquellas cosas superiores,
dignas por fama de admirable espanto,
es bien que cuesten tanto,
como ver a Venecia,
perche chi non la vede non la prezzia;
que al cielo desde el agua se avecina,
y en góndolas, por coches, se camina.

      Los gatos, en efeto,
son del amor un índice perfeto,
que a los demás prefiere;
y quien no lo creyere,
asómese a un tejado
con frías noches de un invierno helado,
cuando miren las Hélices noturnas
las estrenadas urnas
del frígido Acüario:
verá de gatos el concurso vario,
por los melindres de la amada gata,
que sobre tejas de escarchada plata
su estrado tiene puesto,
y con mirlado gesto
responde a los maúllos amorosos
de los competidores,
no de otra suerte oyendo sus amores
que Angélica la bella
de Ferragut y Orlando,
amantes belicosos,
cuando andaban por ella
sin comer y dormir, acuchillando
franceses y españoles,
de que no se le dió dos caracoles.
¿Qué cosa puede haber con que se iguale
la paciencia de un gato enamorado,
en la canal metido de un tejado
hasta que el alba sale,
que, en vez de rayos, coronó el Oriente
de carámbanos frígidos la frente?
¿Pues sin gabán, abrigo ni sombrero,
Febo oriental le mirará primero
que él deje de obligar con tristes quejas
las de su gata rígidas orejas,
por más que el cielo llueva
mariposas de plata cuando nieva?
   

      Mas dejando cansadas digresiones
que el retórico tiene por viciosas,
aunque en breves paréntesis gustosas,
presos los dos gatíferos campiones
por no querer hacer las amistades
y responder soberbias libertades,
dicen que Zapaquilda
y la bella Micilda,
tapadas de medio ojo
con sus mantos de humo,
que es llegar a lo sumo
de un amoroso antojo,
fueron a ver sus presos;
que en tanta autoridad tales excesos
parecen desatino.
En fin, Micilda enamorada vino,
con que a toda objeción amor responde.
así la infanta doña Sancha al conde
Garci Fernández, preso, visitaba
en la oscura prisión del Rey su padre,
dicen que con deseos de ser madre,
que había días que sin él estaba.
Cada cual de las dos imaginaba
que la otra venía
por el que ella quería,
y con este engañado pensamiento,
que nunca tienen mucho fundamento
los celos, comenzaron a mirarse,
en manifestación de sus enojos,
tirándose relámpagos los ojos.
¡Oh, quién las viera entonces levantarse
sobre los pies derechas,
a ver si eran verdades las sospechas,
y de ser descubiertas recatarse!
Condición de los celos, esconderse,
quererse declarar, y no atreverse;
que como son desprecio del paciente,
huye de que se entienda lo que siente;
que amar siempre se tuvo por nobleza,
y los celos, por acto de bajeza,
como si amor pudiese estar sin celos,
que más pueden estar sin sol los cielos:
testigo, Juno, y Pocris, a quien llora
Céfalo por los celos de la Aurora.
En fin, después de sufrimiento tanto,
quitó Micilda de la cara el manto
a la siempre celosa Zapaquilda,
y ella, echando las uñas a Micilda,
con el rebozo, el moño.
No suele por los fines del otoño
quedar la vid ñudosa en los sarmientos,
de los marchitos pámpanos robada,
sin resistencia a los primeros vientos,
que con nevado soplo y boca helada
cierzo dejó cadáver con la fiera
mano que floreció la primavera,
como las dos quedaron en la rifa;
ni Fátima y Jarifa
por el abencerraje Abindarráez,
ni por Martín Peláez,
que del Cid heredó la valentía,
doña Urraca y María de Meneses,
aquella a quien pedía
con palabras corteses
las nueces su galán si no bailaba:
así celoso amor las provocaba.
En fin, a puros tajos y reveses
de las rapantes uñas aguileñas,
desmoñadas las greñas
y el solimán raído,
quedaron desmayadas sin sentido,
haciendo cada cual la gata morta.
No fue con esto la prisión más corta,
pero salieron della finalmente;
que el tiempo, Con los bienes o los males,
dejando siempre atrás todo accidente
que fue final acción de los mortales,
vuela sin detenerse,
dejándose llegar para perderse.
Así pasó la gloria de Numancia
y la brava arrogancia
de la fuerte Sagunto,
porque la tierra toda es sólo un punto
de la circunferencia de los cielos ...
Pero ¿qué desatino de las musas
me lleva a tan estrañas garatusas?
   

     Las iras del amor y de los celos
pasaron adelante
en uno y otro amante,
Pero Marramaquiz, aconsejado
de sus amigos, remitió el cuidado
al amor de Micilda;
mas como el que tenía a Zapaquilda
era del alma verdadero efeto,
aunque disimulaba a lo discreto,
andaba triste y de congojas lleno.
¡Mísero del que vive en cuerpo ajeno,
y por un amoroso desvarío
pierde la libertad del albedrío,
que no la compra el oro,
porque es de todos el mayor tesoro!
Tenía las mandíbulas de suerte,
que era un retrato de la Muerte fiera,
aunque es yerro pintarle calavera,
porque aquélla es el muerto, y no la Muerte.
La Muerte ha de pintarse una figura
robusta, de cruel semblante airado,
los fuertes pies en una piedra dura,
si no sepulcro en pórfido labrado,
con reyes y monarcas,
hasta el que calza rústicas abarcas;
damas que sujetaron capitanes,
y en ásperas naciones,
por bárbaras regiones
de fieros mamelucos y soldanes;
y pintadas al uno y otro lado,
la Enfermedad, la Guerra y la Desgracia,
Parcas que tantas muertes han causado,
por tantos desconciertos;
que huesos, ya no es Muerte, sino muertos.
  

      No aprovechaba la hermosura y gracia
de Micilda a quitar al pobre amante
la memoria tenaz; que Amor escribe
con la flecha cruel en el diamante
del alma donde vive,
y, compitiendo con el tiempo, quiere
que viva en ella cuando el cuerpo muere.
En estos medios, Micifuf intenta,
a su competidor viendo remoto,
por medio de Garrullo, su compadre,
que había sido gato en una venta,
pedirla por mujer a Ferramoto,
de Zapaquilda padre.
Propúsole Garrullo
con prudente maúllo
las partes de su amigo,
como dellas testigo,
sin otras consecuencias
que atajaban celosas diferencias.
Ferramoto era un gato
de buen entendimiento y de buen trato,
cano de barba y negro de pellejo;
persona que, en la verde primavera
de sus años, jamás en la ribera
de Manzanares se le fué conejo,
porque sirvió de galgo
a cierto pobre y miserable hidalgo,
que con él se alumbraba;
y de suerte de noche relumbraba,
que, pensando una moza que eran lumbre
las niñas de los ojos, que brillantes
en la ceniza estaban relumbrantes,
yendo al hogar, como era su costumbre,
sin pensar darle enojos,
le metió la pajuela por los ojos.
Nunca, sin esto, gato marquesote
oposición le hizo.
Oyó de buena gana lo propuesto,
y del novio galán se satisfizo;
aunque, llegando a concertar el dote,
de seca mimbre un cesto
dijo que le daría,
que de cama de campo le servía;
seis sábanas de lienzo de narices,
con algunos fragmentos, por tapices,
de viejos reposteros;
cuatro quesos añejos casi enteros.
y una mona cautiva que tenía,
que hablaba en lengua culta, y la entendía,
sin otras menudencias.
Con estas conveniencias
las capitulaciones se firmaron
y el día de la boda concertaron.

      Marramaquiz estaba
en ocasión tan triste,
como por burla y chiste,
jugando a la pelota
con un ratón a quien pescó de paso,
que de un baúl de versos del Parnaso
a una maleta rota,
aunque llena de pleitos y escrituras,
pasaba haciendo gestos y figuras:
tal suele acontecer un triste caso
en medio de la vida;
que no hay seguridad en cosa humana.
Ya, con veloz corrida,
daba esperanza vana
al mísero animal; ya le volvía;
ya le arrojaba en alto,
mojado de temor, de aliento falto,
y en medio del camino le cogía,
como quien tira al vuelo,
diciendo: "Tente", como al agua el hielo;
ya con las manos mizas
le daba por los lados
algunos bofetones regalados,
cuando llegó Tomizas,
Tomizas, su escudero, y sin aliento
le dijo el casamiento concertado
de Micifuf y Zapaquilda ingrata;
y sintiendo perder su dulce gata,
dejó el pobre animal, que, desmayado,
apenas acertaba con la vida,
mas, puesto en fuga, la libró perdida:
que quien no ha de morir si la fortuna
revoca la sentencia,
nunca le falta diversión alguna
En aquella dichosa intercadencia.
a Tomizas, en fin, la diligencia
valió una manotada con la zurda,
que, cuando no le aturda,
no es poco para zurda manotada,
que le dejó la cara desgatada:
Esto gana traer del mal albricias.
¡Oh cuánto, Amor, de la razón desquicias
un noble caballero!
Por eso ningún paje ni escudero
se fíe en la privanza;
que es fácil en señores la mudanza,
y el Sol es gran señor, y nunca para.
en rueda más mudable, a la Fortuna
se parece la dama doña Luna,
que nunca vemos de una misma cara.
  
     Dejando la pelota el triste amante,
de celos y de amor perdido y loco,
que la vida y la honra tiene en poco,
vino a su casa con tristeza tanta,
que se metió debajo de una manta;
y luego, provocado a mayor furia,
de una carrera se subió al tejado.
Así, desnudo Orlando, provocado
de no menor injuria,
cuando leyó los rótulos del Moro,
que decían: «Amor, que sin decoro
en la buena fortuna te gobiernas.
aquí gozó de Angélica Medoro»,
en el papel de las cortezas tiernas
de aquellos olmos de su bien testigos,
para el francés Orlando cabrahigos.
Bajó Marramaquiz desesperado,
y entrando en la cocina,
sin respeto de Paula y de Marina,
esclavas del ausente licenciado,
como laureles y álamos las mira,
donde Climene por Faetón suspira.
Los pucheros y cántaros quebraba,
vertió la olla en la sazón que hervía
y, llamando a Borbón, borbor decía;
y a tanto mal llegó su desatino,
que sacó media libra de tocino
que andaba como nave en las espumas,
y si no se le quitan, se le mama:
¡tanto pueden los celos de quien ama!
Una perdiz con plumas
quiso tragarse, y no dejaba cosa
que no la deshiciese,
por alta que estuviese:
trepaba a la lustrosa
reluciente espetera,
derribando sartenes y asadores,
y con estas demencias y furores,
en una de fregar cayó caldera
(trasposición se llama esta figura)
de agua acabada de quitar del fuego.
de que salió pelado.
Pero, viniendo luego
el señor licenciado,
dijo que era veneno que tendría
algún vecino que matar quería
ratones de su casa,
hecha de rejalgar traidora masa,
y a su servicio ingrato,
por matar los ratones, mató el gato.

      Y dijo bien, según los aforismos
de Nicandro: que son los celos mismos
un veneno tan súbito, que apenas
toca la lengua, cuando ya las venas
y el corazón abrasan:
tan presto al centro de la vida pasan;
que no hay frías cicutas ni anapelos
como solo un escrúpulo de celos.
En fin, de ver el gato lastimado,
que le había criado,
envió por triaca,
que todo venenoso ardor aplaca.
de la magna que hacen en Valencia,
de que tenía una redoma sola
cierto farmacopola.
El gato, con paciencia,
respeto de su dueño,
tomó dos onzas y rindióse al sueño.