Sin esperanza

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​Sin esperanza​ de Emilia Pardo Bazán

El jefe de la estación, en su lugar, aguarda el tren, el duodécimo en aquel día despachado. ¡Qué movimiento el de la estación de Cigüeñal! Cosa de no parar un instante. Apenas sale un tren, ya es preciso pensar en la llegada de otro; y los intervalos de silencio y calma en que el andén enmudece y se ven los rieles desiertos, a estilo de severas arrugas sobre un rostro caduco, se diría que hacen resaltar, por el contraste, el bullicio infernal de las entradas y salidas.

El jefe aguarda. Dominando la fatiga, por una tensión mecánica de la voluntad; llamando en su ayuda las fuerzas de un organismo en otro tiempo robusto, hoy quebrantadísimo, minado en todos sentidos, como la tierra de los hormigueros, no piensa, no quiere pensar sino en su obligación. Terrible es la faena diaria del jefe de Cigüeñal. Para él no hay domingos, días festivos. Carnavales ni Navidades; para él no hay día ni noche; cada una tiene que levantarse tres veces: en invierno, tiritando; en verano, sudoroso, debilitado, aturdido; para él la vida es una serie de sobresaltos, y al campanilleo del telégrafo responde el golpe de su corazón en perpetua inquietud el latir de sus sienes, que acabarán por estallar bajo la presión férrea de la atención siempre fija.

Al conseguir aquel puesto, el jefe se había casado con una señorita pobre, a quien desde hacía tiempo amaba. Ninguna dulzura encontró en la luna de miel. Engulló la dicha: no la saboreó. No tuvo tiempo de darse cuenta de que era feliz. Ciertamente que no había soñado el buen hombre con embriagueces líricas en noches de luna, ni con éxtasis de misterio en jardines saturados de perfumes. Sus aspiraciones eran más modestas. Comer tranquilamente al lado de su esposa, llevarla del brazo a un paseo por los alrededores pedregosos y áridos de la estación, cerrar temprano la puerta en una velada de invierno y no despertarse hasta bien entrado el siguiente día, para beber, arropadito en el tálamo, un vaso de café caliente, azucarado, reanimador... Bastábale este idilio en prosa llana, humilde... Pero humilde y todo, no se lo deparaba la fortuna. Estaban allí, celosos exigentes, los dos númenes: el Deber y la Responsabilidad, prohibiendo toda expansión inútil; reclamando cada hora, cada minuto, cada segundo. Y el jefe de Cigüeñal no supo qué sería esa cosa tan dulce e inefable: la proscripción del reloj, el olvido del tiempo en la intimidad amorosa...

Ahora, como le ha nacido una niña..., el jefe quisiera poder ser padre un día entero. Aspiración irrealizable también. Caricias rápidas, momentos fugaces de tener en brazos a la criatura: nunca un hartazgo de paternidad, con labios besucones y manos entretenidas en confeccionar juguetes de papel, barquitos y pájaras. La niña ha llegado al período de la dentición; ya balbucea palabras, ya sufre dolores... El padre ni lo oye ni lo ve. Los dos Moloch -Responsabilidad y Deber- le reclaman, le sujetan, le oprimen más y más. ¡Al andén, a la oficina! ¡A la oficina, al andén! ¡A dar la salida, a recibir! ¡A recibir, a dar la salida! ¡Atención al telégrafo! ¡Que falta un coche! ¡Que llega la expedición! ¡Que al menor descuido ocurrirá una catástrofe! Y cuando la niña se enferma gravemente y su madre tiene que llevársela a Auriabella, a consultarla con un médico de renombre, allí se queda el padre, el corazón apretado, la garganta llena de sollozos a medio formar, el alma nublada por presentimientos negros, anheloso del triste goce de rumiar su pena; pero con el pensamiento confiscado, sujeto a la cadena de sus funciones, de la cual no es lícito ni tirar. ¡Extrema esclavitud!

Otros dedican a la labor las fuerzas corporales, y mientras tanto su mente recorre los espacios, va libre a donde la lleva la voluntad. No así el jefe de estación. Aun en sueños, en los agitados y cortos sueños que llega a conciliar, le aprieta el cuello la argolla del esclavo, y tiene pesadillas en que ve hacinarse y cabalgarse brutalmente los destrozados vagones, o subir las llamas devorando los depósitos de mercancías.

Lo que él quisiera contemplar es la cara sonrosada y picada de hoyuelos por la risa, las pupilas luminosas, negras, cándidas; los rizos alborotados, en que juguetea el sol, de su nené. ¿Cómo estará? ¿Qué estragos hará en esa faz adorable el padecimiento? ¿Y las hinchadas encías, calientes, dolorosas? ¿Y el vientrecito, duro y estirado como el parche de un tambor? ¿Volverá al lado de su padre la criatura? ¿Regresará sólo la madre, con los ojos enrojecidos y las mejillas azuladas, devastadas por el llanto del desconsuelo que arranca el dolor de los dolores? El jefe «siente» que esto es lo único que realmente le importa en la vida; y, sin embargo, no le es permitido «pensar» en ello. Su cabeza pertenece a la Compañía y a los viajeros. El drama íntimo de aquel hombre, que él se lo trague; a nadie interesa. Lo único que importa es que los trenes vengan y vayan como es debido, a su tiempo; que la vía esté libre, que la máquina-hombre funcione lo mismo que la de vapor.

No creáis que el jefe protesta contra esta necesidad. Al contrario: se ha penetrado de ella, cual el buen soldado, de la rigurosa disciplina. Su conciencia, siempre vigilante, le reprende cuando se deja llevar, con tierna distracción, hacia la cunita de la nené enferma y ausente. ¿Qué es eso? ¿Acaso tiene el jefe de Cigüeñal el derecho de ser padre solícito, inquieto, mimoso? No, no; él desempeña otra misión en el mundo. A su puesto. ¡Firmes! Sólo una cosa preocupa al jefe. ¿Conservará mucho tiempo la resistencia física? A veces nota desvanecimientos; su cuerpo se inclina a los lados como el de un beodo; sus piernas parecen hechas de algodón en rama; su memoria no retiene lo más usual; su vista se debilita; su corazón diríase que va a pararse: estallan de jaqueca sus sienes. Apura el vaso de vino añejo y se reanima. ¡Ánimo! ¡Una vez más! A esperar el tren, el tren de Portugal, el duodécimo tren aquel día despachado. Un tren de compromiso, porque inmediatamente en sentido opuesto, viene el mercancías, y es preciso que éste no salga hasta que llegue el otro.

De pie en el andén, el jefe presta oído. Un repique del telégrafo le hace estremecer. ¿Será comunicación de Auriabella, noticias de la criatura? La madre acude con frecuencia a este medio para enterar al padre. Por la mañana le ha dicho lacónicamente: «No hay novedad. No mejora». De un salto el jefe se acerca al aparato, desvía al telegrafista, descifra la comunicación y se incorpora, llevándose las manos a la cabeza con ademán de loco. Ha leído una frase sencilla. «Sin esperanza». ¡La niña ha muerto! Sí, ha muerto, de seguro; ese telegrama no es de la madre; es de algún amigo oficioso que prepara la fatal noticia... ¡Sin esperanza! El jefe se agita, oscila, cae como un maniquí de plomo en el viejo sillón de gutapercha; su cabeza choca contra la mesa de la oficina. El telegrafista, solícito, alarmado, le llama, le mueve; cree que se trata de un accidente mortal, de algún derrame... No. El jefe se levanta lívido, con los ojos atónitos, y en voz desmayada murmura: «Allá voy... El tren está ahí».

Era cierto. El tren había llegado. Por primera vez, desde hacía años, encontrábase el jefe ausente del andén en tal momento. ¡Qué grave falta! Pero ya acudía a remediarlo todo, a establecer el orden, a vigilar. Las piernas se resistían un poco; la maldita cabeza parecía tener dentro una humareda espesa y ardiente; los ojos veían lucecitas rojas... No importa. Allí estaba el jefe cumpliendo su función. ¡La salida! ¡En marcha! ¡Adelante el tren de Portugal!

Aún retemblaban los rieles; aún no se había disipado el humo de la locomotora, cuando el jefe, que se retiraba a su oficina tambaleándose, exhaló un gran grito, dos exclamaciones, y se quedó luego como hecho de piedra:

-¡El mercancías! ¡El mercancías!

Es imposible imaginar la desesperación de su acento. Aquel mercancías, el número «trece» del día, se acercaba; estaba avisado. No podía salir el portugués hasta la llegada del otro, a no ser que el otro trajese retraso y diese espacio al cruce en la inmediata estación. Sólo el jefe podía saber esto. ¡Y el jefe sabía, había olvidado y recordaba entonces que el mercancías venía ya, en sentido contrario al tren acabado de salir!

No acertó ni a explicar lo que le pasaba, ni a transmitir la alarma horrible. Sus manos, mecánicamente, quisieron aflojar la corbata y el cuello, y no lo lograron. Cayó de cara contra la tierra. Esta vez sí que era congestión fulminante.