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Sin rumbo: 22

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- XXII -

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Una hora más tarde, el oficioso interventor cruzaba la calle, subía las escaleras del «Hotel de la Paz» y llamaba a la puerta de Gorrini:

-Conozco, señor -empezó por declarar a éste muy serio, después de un expresivo y silencioso apretón de manos-, el desgraciado incidente de la tarde.

Debo agregar que Andrés, muy prevenido contra vd., ignora por completo el paso que me he permitido dar.

Si aquí he venido, es tan solo obedeciendo a inspiraciones propias y en el deseo de evitar las deplorables consecuencias a que, mal interpretado, podría arrastrar un acto de su señora, impremeditado, indiscreto si se quiere, pero perfectamente correcto en sí mismo.

-¡Oh, señor! -hizo Gorrini muy digno, alzando el brazo en un elocuente gesto de protesta.

Sí, cierto, tenía mil veces razón, las apariencias condenaban a Andrés y a la Amorini y sin embargo nada más natural, nada en el fondo más sencillo ni más fácil de explicar, que lo que entre ambos había pasado.

La serenidad y la calma cuadraban bien en ciertas situaciones de la vida, la pasión solía ser un pésimo consejero, las cosas más vulgares y más simples bastaban muchas veces a poner de manifiesto lo que, en un primer momento, podía ofrecerse al espíritu ofuscado, afectando caracteres y colores muy diversos...

-Pero, en fin, señor, ¿qué es lo que quiere vd. decir... podré saberlo? -interrumpió Gorrini dando visibles muestras de impaciencia.

-Esto, sencillamente, y me consta, porque jamás tuvo Andrés secretos para mí y porque soy su íntimo amigo. Si algo pues existiera entre la señora Amorini y él, yo sería el primero en conocerlo.

Había dispuesto ciertos arreglos en su palco. Yendo a comer al café de París, de paso, se le ocurrió ver lo que había hecho el tapicero y entró al teatro.

Mientras abría el palco y desde la puerta de su camarín atinó a distinguirlo la Amorini que en ese instante acababa de llegar.

Buenamente se acercó, hablaron, se pusieron ambos a conversar de cosas sin importancia, cuando, de pronto, oyendo que la voz de Gorrini la llamaba, sorprendida y temerosa a la vez, de que fuera censurada su conducta, de que su inocente entrevista en aquel lugar del teatro oscuro y solitario despertara las sospechas de su esposo, bruscamente, en un primer arranque irreflexivo, entró al palco y se ocultó, no obstante las instancias en contrario y las observaciones de Andrés.

Después, era tarde ya; volver sobre la imprudencia cometida habría sido declararse delincuentes sin razón.

¿Qué hacer, cómo salvarla, cuál era deber de Andrés?

Claro, negar que allí estuviera. No le quedaba otro camino y fue lo que hizo.

Lo demás, el marido lo sabía.

Hubo un silencio incómodo, violento.

Los dos, perplejos, habían bajado la cabeza, evitaban el encuentro de sus miradas.

Pero Gorrini, al fin, poniéndose de pie:

-Gracias, gracias... es vd. un caballero, un completo caballero... ¡vd. sí!... -exclamó súbitamente.

Se había apoderado de las manos de su interlocutor. En una vehemencia de expansión, calorosamente se las sacudía.

Luego, con paso agitado y seco, púsose a caminar largo a largo por el cuarto, empezó a lamentarse en altavoz.

Todo era inútil, todo para él había concluido en el mundo, el terrible golpe que acababa de sufrir lo dejaba postrado para siempre, la infame lo había hecho eternamente desdichado, en un momento había echado por tierra sus mas gratas ilusiones, envenenado su existencia, cubierto su nombre de ignominia, lo había traidoramente escarnecido, deshonrado, a él, un noble, un conde, un hijo de ilustre raza, a él que todo le abandonara, porvenir, familia, patria, que todo sacrificara por ella... y tanto y tanto que la había querido... ¡infame, infame, infame!...