Sin rumbo: 44

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Sin rumbo de Eugenio Cambaceres


- XLIV -[editar]

Fue acostada Andrea sobre una mesa, boca arriba, volviendo la espalda a la luz de la ventana.

El médico le había apoyado la cabecita sobre una almohada, tanteando la altura, apretando la lana, esponjándola luego un poco más.

Parado a la izquierda de la niñita y mientras recomendaba a Andrés y a Villalba situados hacia el lado opuesto, que trataran de impedir todo movimiento en aquella, se apoderó de un instrumento entre los varios que al alcance de su mano se veían sobre la mesa: dos pequeñas hojas de acero, una especie de tenaza, un tubo encorvado de metal.

Inclinado sobre Andrea, con los dedos de la mano izquierda empezó a palparle el pescuezo, como buscando algo, como queriendo fijarlo, asegurarlo; los detuvo, y delicadamente entonces, en medio del índice y del pulgar, pegó un tajo.

Unas cuantas gotas de sangre brotaron, de sangre espesa y subida de color, casi negra.

Abiertos los labios de la herida y por entre los tejidos blancos de los tendones que se descubrían en el fondo, iba el médico a seguir cortando, cuando una conmoción violenta de la criatura, algo una postrera tentativa de su naturaleza en busca de aire, toda entera la sacudió:

-¡Ténganmela fuerte, no me la dejen mover!

Y, sin soltar el cuello de la niñita y sin apartar el instrumento de la herida, no obstante el momento de vacilación que se siguió, resueltamente acabó de abrir.

Fue como cuando el agua se sume, un ruido áspero y gordo al penetrar el aire por entre sangre y cuajarones de flemas... Fue a la vez como un prodigio sobrehumano, como un milagro de resurrección.

Debatiéndose en las convulsiones de la asfixia, la niñita se moría...

Pocos segundos después la tirantez de las venas, la hinchazón de los miembros, el tinte azulado de la piel, todos los síntomas de una segura y próxima agonía habían cesado; un soplo nuevo de vida entraba por aquella boca artificial.

A duras penas pudo soportar Andrés hasta el fin la vista de aquel horrible espectáculo. La desgraciada criatura le hacía el efecto de un cordero degollado.

Y, mientras el médico terminaba su dolorosa tarea, envolvía un pedazo de tela trasparente en derredor del cuello de la niñita, vacilante, desfalleciente, bamboleándose como un borracho, el padre salió del cuarto.

Apoyado a la puerta, a las paredes, agarrado del pasamano de la escalera, trastornada, perdida la cabeza, bajó, se encontró sin saber cómo en su aposento, solo:

-Sálvala, sálvala -exclamó caído de rodillas, entrecruzando los dedos de las manos sobre el pecho, alzando suplicante la mirada, corriendo a chorros el llanto de sus ojos-, Dios, Dios mío, Dios eterno... sí, creo en ti, creo en todo, con tal de que me la salves!...